Desabrochó el reloj de pulsera, lo sacudió una vez más y luego, lo guardó en el bolsillo.
—Bien, ¿quién quiere ser un esclavo del tiempo?
Por un segundo, Ian pensó que Ruri le devolvería su sonrisa; en cambio, sólo retrocedió otro paso más, una repentina timidez natural en la caída de sus hombros y se volvió hacia la pintura siguiente.
Ian permaneció donde se encontraba. Todavía sostenía el reloj y frotaba su pulgar por el cálido cristal.
Ruriko se detuvo para intentar leer el título del retrato. Retrocedió para poder ver toda la escena. Era uno de los retratos más grandes. Llegaba hasta el suelo. Una familia de la Regencia dispuesta de modo atractivo alrededor de un banco de alabastro en un jardín verde, frondoso y excelso.
Ian conocía el banco. Conocía el jardín. Miraba a Ruriko con el ceño fruncido y la atención instantánea y paralizada. Se puso de puntillas para examinar algunos detalles de más arriba. Hacía equilibrios con los brazos extendidos, una bailarina con una decente falda de lana y el cabello caprichosamente suelto.
Emitió un sonido suave, una revelación acallada. Cada centímetro del cuerpo de Ian se tensó.
—¿Qué sucede?
—Acabo de notar… que la dama… la madre… lleva puesto el relicario.
La esperanza era algo terrible. No lo quiso, nunca lo había pedido. Sin embargo, volvía una y otra vez a él. Ian tuvo que mirar hacia otro lado antes de poder responder e incluso su tono de voz fue áspero.
—Sí. Esas personas fueron parientes tuyos.
—¿Cómo? —Se hundió en sus talones y lo miro fijamente.
Ian caminó hacia el retrato y señalo el bebé adornado con lazos sobre la pierna de su padre.
—Genevieve Christine. Tu tátara, tátara, tatarabuela, creo. La hija menor. Contrajo matrimonio con un hacendado del lugar. El… hijo de su hijo buscó una nueva vida en Estados Unidos.
Ruriko permaneció en silencio con el rostro pensativo y la mirada posada en el padre y el hijo.
—Pero Kelmere era su hogar —terminó Ian, y se forzó a contemplar la pintura también—. Y te hubiera pertenecido también si varios de tus ancestros no hubieran sido tan extraordinariamente malos para las inversiones.
Fue un golpe innecesario; se arrepintió apenas lo dijo, pero no le pareció que a Ruri le afectara. Bajó el mentón y levantó las cejas en una mirada de incredulidad e intriga.
—¿Le compraste este lugar a… mis parientes?
—Al último conde.
Ian la guió por el salón hasta llegar al final donde se encontraba el retrato de Eric, duodécimo Conde de Kell, que los miraba. Luz y sombra, grueso por la pintura, las pinceladas únicas de Sargent devolvían a la vida al conde. Lo habían retratado en la década de los veinte; ya en ese entonces Eric era anciano, con abundante cabello gris y mirada penetrante. Nunca contrajo matrimonio, nunca engendró un hijo. Quizás ninguna mujer quería estar con él; a pesar del magnetismo innato de su patrimonio, había sido orgulloso, demasiado pomposo, un retroceso para cualquier linaje que no tuviera que ver con la sirena, según Ian. Incluso allí, en aquel pequeño e informal parecido, la audacia brillaba en esos ojos; insatisfacción delineaba sus labios.
Para cuando Eric heredo el condado, los impuestos impagados ya eran agobiantes. Para cuando Ian llegó al lugar, el conde había dividido y vendido toda la tierra que legalmente pudo y sin embargo, no fue suficiente. Tuvo que empeñar las antigüedades de la mansión.
Quizás hubo una razón para el descontento del anciano.
Ian siempre consideró pedante que el conde hubiera colgado el retrato tan abiertamente, durante tanto tiempo; un tonto podría haberse dado cuenta; pero ahora que ya no estaba, Ian no tenía las agallas para moverlo. Eric MacMhuirich había sido, de este modo, el último de la fila.
Casi.
Ruriko estiró el brazo y tocó el marco con sus delicados dedos.
—¿Adonde fue después de que le compraste la casa?
Su tono de voz sonó curiosamente vacío. La miró de reojo.
—No te preocupes. No lo eché de una patada, si es lo que estás pensando. Se fue a Kell. —Ian se encogió de hombros—. Quería ir allí, de todos modos.
—Pero… ¿hay una vivienda allí?
—Una especie de casa.
La expresión de su rostro se volvió severa.
—¿Una «especie» de casa? Un hombre mayor, solo en una isla…
—Ruriko, escúchame. Fue allí feliz. Y finalmente murió satisfecho.
—¿Cómo lo sabes?
—Fui su amigo —respondió con simpleza—. Y me aseguré de que fuera así.
—Ah —dejó caer su mentón; se apartó el cabello y lo colocó detrás de las orejas con un gesto femenino y consciente—. Lo siento. Creo que me dejé llevar. Pensé… —Levantó la cabeza. Lo devastó con sus ojos azules—. Sólo pensé lo horrible que sería morir solo, en el exilio.
—Sí—coincidió, sereno.
Fuera, el viento silbó con un agudo quejido.
Ruriko lo examinó. Observó su cabeza inclinada a un lado. Su mirada recorría el rostro de Ian. Lo que sea que vio, no la satisfizo. Frunció el ceño y se dibujó una pequeña y simpática arruga entre las cejas. Ian debió guardar las manos en los bolsillos para no intentar alisarla.
—Pero para ser sincero, dudo que el conde se hubiera sentido complacido por tu interés —dijo Ian, y puso una cuidadosa distancia entre ellos—. Era un hombre muy independiente. Orgulloso de su vida y de su herencia.
—Y de su familia —dijo, sin que sonara como una pregunta.
—Por supuesto.
Ruriko miró el largo pasillo envuelto en penumbras. Pintura tras pintura se iban desvaneciendo en la opacidad de aquel día de lluvia.
—Hubo en verdad muchos de ellos.
Ian se había recuperado lo suficiente como para ofrecerle su brazo.
—Sí. Lo fueron.
Capítulo 10
Los niños inventaron un juego. Lo llamaron Pescador y cuando nada más persuadía a los más pequeños de sus berrinches, el juego del Pescador les devolvía las sonrisas y la alegría. Nunca supe quién lo inventó; se convirtió en una diversión que les pertenecía a todos.
El Pescador se jugaba en la tierra, no en el mar. Uno de los niños era el hombre mortal, sentado en la arena. Se disponían conchas o restos de madera de naufragio alrededor de él en una cuidadosa imitación de un barco. A veces tenían botes a remo verdaderos; tristes cascaras descartadas por el arrecife; pero no eran cuidadosos con ellos y la marea por lo general los arrastraba nuevamente al mar en días.
Alrededor del Pescador nadaba el Pez, pateando arena con colas inventadas, girando y zigzagueando en risueños círculos. El Pescador arrojaba la red y aquel hermano o hermana que no era lo suficientemente veloz para evitarlo, quedaba capturado. De este modo, el último Pez libre ganaba el juego.
Tenían una serie de reglas que cumplían con devoción: el Pez podía utilizar sus pies pero no las manos; el Pez podía hablar pero el Pescador no podía oírlo; el Pez podía escapar del barco pero sólo si el Pescador estaba distraído. El Pez podía ser recapturado. El pez no podía cantar.
Eos, siempre hacía de Pescador compasivo. Siempre miraba para arriba mientras los pequeños buscaban la libertad.
Me senté en el banco mientras los observaba en aquel día gris y nublado, con mi bebe en brazos. Era ya lo suficientemente grande como para abrir los ojos y sonreír; lo suficientemente joven para chillar cuando quedaba sola. Mientras los demás retozaban, le canté dulcemente una canción de cuna, un recorrido de pensamientos, abstracciones melancólicas… sobre la delicada curva de su mejilla… de cuando dejara de amamantarla. De la promesa de su nueva vida y de lo que podía depararle el mundo humano. Creo que supe incluso en ese entonces que sería la última de mis hijos.
Me observó cantar con ojos grandes y azules y su pequeña boca en forma de O alrededor de su pulgar.
No sé por qué levanté la mirada en ese momento. Quizás uno de los otros rió demasiado fuerte, pero miré y encontré a Kell de pie al otro lado de donde me encontraba, al otro lado del juego.
No estaba mirándome. Inmóvil como la piedra, observaba al Pescador, nuestro hijo mayor, arrojar la red sobre una de sus hermanas. Gritaba mientras golpeaba y peleaba con las manos sujetas a un costado.
La melodía sucumbió en mi garganta.
Me puse de pie antes de darme cuenta. Fui hacia él, deprisa, y su mirada se trasladó hacia otro lado, encontró la mía y me heló los pies.
Las nubes burbujeaban a su alrededor. Las olas se retorcían.
Permaneció solo con las piernas como apoyo, sus brazos asidos de sus músculos rígidos; un hombre mortal oscuro en contraste con el mar. Pero fueron sus ojos los que me aterraron. Animales y desesperanzados, tenían la luz agonizante de una criatura salvaje atrapada sin recurso.
Sin decir una palabra, giró y se alejó de todos nosotros.
Capítulo 11
La cena fue un éxito. Al menos Ian lo consideró así. La comida había sido excepcional y Ruriko resplandeció como el cielo que no podían ver; sentada y casi en silencio en su silla, probó cada plato en pequeñas y delicadas porciones que casi avergonzaron el apetito que tenía Ian; tendría que haber comido tres veces más de lo que ingirió Ruriko.
Pero no importaba. Ella estaba allí, a su mesa, en su hogar. Eso era todo lo que interesaba.
Había apagado las luces eléctricas para que los candelabros colgaran como espectros prismáticos sobre ellos en telas de araña de cristal. En cambio, una llama verdadera ardía en el salón. Quería observarla a la luz de las velas porque le parecía más natural y porque esa era la forma en que la recordaba mejor: rodeada de oro y humo y llamas danzantes.
Sin embargo, el pasado no era siempre su aliado. Dijo algo una vez, señaló alguna minucia de la habitación como por ejemplo el cáliz de plata sobre la repisa de la chimenea, el modo en que Ruri se volvió en su silla para mirarlo, el brillo apagado de su piel, el destello de su cabello, el desnivel en sus mejillas, hizo que reapareciera en su mente y fuera suficiente como para que comenzara a ahogarse en recuerdos.
No era como antes. Pero era lo suficiente. Sólo lo suficiente.
Debió dejar de hablar. Sentía la garganta tensa. El cuerpo le dolía con un deseo amargo. Cuando Ruri volvió a mirarlo, la invitó a que probaba el pinot blanc, dominando la situación una vez más.
Pero aparentemente, no era tan bueno como pensaba.
—¿Ian? ¿Sucede algo?
Cuando la miró era simplemente Ruriko, bella y oscura y bonita como la noche.
—Estaba pensando en tu trabajo —dijo en un intento imprudente por cambiar de tema. Ella inclinó la cabeza y le echó una mirada que Ian no pudo interpretar.
—¿Lo disfrutas? —agregó y dejó la copa de vino a un costado—. Ser una… ¿cómo se llama?
—Vidente telefónica.
—Eso.
Sus mejillas se ruborizaron, luz del hogar o rubor, no pudo definirlo, pero su respuesta fue serena.
—Supongo que pensarás que es ridículo.
—No tengo ninguna opinión formada. Ocultó la sonrisa detrás de su propia copa de vino.
—Qué refrescante.
—¿Lo disfrutas? —insistió, cuando intuyó que no volvería a hablar.
—Sí. No. Me… basta.
—Existen otras cosas que podrías hacer. Tienes un título universitario.
Su mirada encontró la de Ian.
—Por ahora, hago esto. No me avergüenza hacerlo.
—No. Nunca pensé fuese así. Estoy seguro de que eres muy buena.
—Lo soy.
Fue la mayor cantidad de palabras que pronunció durante toda la cena. Ian estuvo a punto de responder cuando Niall y Duncan aparecieron con el tercer plato, masa filo con hongos y pinas, cebollas asadas, arroz a la pimienta dulce. Retiraron las tapas de las fuentes de plata y el humo comenzó a girar y a enroscarse en dirección al lúgubre cielorraso.
Ian esperó hasta que sus hombres terminaron de servir antes de retomar el tema de conversación.
—Se dice que hay más de uno con el don de la videncia en el clan. —Cortó en rodajas un hongo—. Un poco de sangre vidente se unió al linaje familiar, unas cuantas generaciones atrás.
—¿Gitanos? —preguntó y sonrió una vez más.
—Españoles —respondió, serio—. ¿Puedes hacer una lectura sobre mí ahora?
Los ojos de Ruri se abrieron.
—¿Puedes hacerme una lectura? ¿Puedes decirme lo que estoy pensando?
Ruri miró, rápidamente, a los dos hombres que todavía estaban entre las sombras de la habitación con las manos entrelazadas detrás de la espalda.
—No. No funciona de esa manera.
—¿Y cómo funciona entonces?
Esbozó una pequeña sonrisa; frustración, vergüenza.
—No puedo decírtelo.
—Claro. No puedes… pero en realidad no quieres. El tenedor y el cuchillo causaron un estrépito contra el plato.