La última sirena – Shana Abe

Y por todos lados había flores, sobre mesas, mesas de noche, que saludaban con una reverencia en jarrones junto a la puerta.

Rosas, en su mayoría, agrupadas en ramos color pastel, un tono de ensueño que jamás había imaginado, natural y rosa, durazno y coral, nieve y lavanda mágica. Se acercó a un jarrón de jade translúcido. Llevó las manos a las flores y atrapó el aroma del mismo cielo.

—¿Te agradan?

Su voz fue suave y grave, tan fría como la habitación. Ruri no se volvió para mirarlo.

—Son increíbles.

Y luego, con una honestidad nerviosa, agregó:

—Tengo miedo de tocar cualquier cosa.

—No tienes por qué tenerlo. —Las pisadas de Ian apenas se oían sobre el suelo—. Son sólo objetos.

—Objetos muy bellos.

—Me alegra que te agraden.

Ella no estaba lista aún para mirarlo. En cambio, dejo que su mano recorriera los pétalos, una resistencia erizada contra la palma de su mano.

—No están hechos de fragmentos de cerámicas rotas, creo.

—No —sonó divertido—. Por supuesto que no.

De algún modo, su maleta la había precedido. Se encontraba apoyada contra un armario, pequeño y deteriorado, de madera pulida.

—Si lo deseas —dijo Ian—, le diré a la criada que desempaque por ti.

—No. —Se dio cuenta de que otra vez presionaba los labios con sus dedos y rápidamente bajó la mano—. No, em… lo haré yo. No es demasiado.

—Ruriko.

Había una invitación en la pronunciación de su nombre, una orden relajada. Enderezó sus hombros y miró a su alrededor y lo encontró cerca de la cama. Tenía en la mano el tallo resplandeciente de una flor blanca. Adivinó que la habría sacado del jarrón del aparador que estaba junto a él. Miraba las flores y enroscaba con pereza el tallo entre sus dedos.

—Quería preguntarte… ¿qué has pensado de la isla de Kell?

Buscó una respuesta pero no encontró nada que pudiera pronunciar o que quisiera compartir; demasiadas emociones surgieron en ella, extrañas y fuertes.

Añoranza, presentimiento.

—Es hermosa.

—Sí. —Levantó la mirada—. ¿No te recuerda algo?

—¿Recordarme algo?

Hogar.

—Lo que fuera. Sólo curiosidad.

Santuario.

—No —mintió—. No lo creo.

Su boca se tensó. Por alguna razón, le fastidió el gesto de desaprobación de Ian, como si hubiera reprobado un examen que nunca hubiera querido rendir. Su beso, sus expectativas: todo más allá de ella, formaba parte integral de aquel extraño y misterioso lugar, decorado con una corona de nubes, rodeado de agua, bosques, leyendas y secretos escondidos en los rincones. Le volvió el deseo de hablar.

—¿He satisfecho tus pretensiones?

Sus ojos la miraron cautelosos con un color topacio en la helada habitación.

—Respecto de la compra de la isla —agregó deliberadamente—. Deseabas que la viera y lo he hecho. Entonces, ¿se cumplieron tus pretensiones?

—No —respondió, con la misma deliberación—. No, aun.

—Pero ya la vi.

—Dije que debes ir allí.

Ruri abrió su mano hacia la ventana para indicar la lluvia que golpeaba en el vidrio.

—¿Cuándo?

—Cuando podamos. —Una vez más se volvió apático, cerrado. Giró y dejó caer el tallo de la flor en el jarrón—. La cena no estará lista hasta dentro de una hora, o más tarde si lo prefieres. Si deseas tomar un baño para entrar en calor, lo pediré.

—Dios, tienes criadas para todo.

Esbozó una sonrisa, cínica.

—No para todo.

Ah, no demasiado apático. Ruri inspiró bruscamente, vio la sonrisa y sintió un extraño brinco en su corazón y supo exactamente a lo que se refería. Le pareció que ya había visto esa mueca mordaz en los labios antes (no era verdad, no podía ser), pero en ese preciso instante, una lenta caída libre se apoderó de ella otra vez; se hundía en un pozo, solamente la helada y abrasadora mirada de Ian la sostenía.

Con terrible agudeza, tomó conciencia de su presencia, del desordenado cabello negro azabache, del jersey húmedo que ampliaba sus hombros. La forma de sus piernas, sus muslos encajonados en un par de jeans negros y húmedos. Un calor feroz comenzó a sofocarla. Volvió a mirarlo y sintió que la sangre llegaba a sus mejillas.

Ian lo advirtió. Inclinó la cabeza poco a poco; la sonrisa mordaz no desapareció.

Ian dijo con amabilidad:

—Hay sales de baño, creo.

Descubrió que aún podía hablar y respondió:

—Gracias. Con una hora tendré tiempo suficiente.

Las pisadas de Ian resonaron más fuertes que cuando había llegado a la habitación.

No había cerradura en la puerta. Ruri se cercioró de eso.

El cuarto de baño era enorme y en la bañera cabían cuatro personas. Prefería las duchas, por lo general, pero la bañera con patas era extremadamente grande…

Ruri llevó el jarrón con las flores blancas al cuarto de baño. Las colocó con cuidado cerca del borde de la tina. Mientras el agua rozaba la blanca porcelana, la fragancia de los pimpollos en flor comenzó a envolverla junto con el vapor.

No utilizó las sales.

* * * * *

Ian la esperó en la galería de retratos. Cenarían en el gran salón esa noche. Nunca se había sentido del todo cómodo al cenar solo allí, y a través de días de ocio y noches vacías, se había convertido en algo tan serio como un museo. Ian se sentía mucho más cómodo en el balcón de su habitación; acostumbraba cenar sin cielorraso ni protocolo, pero esa noche, para Ruriko, acataría los modos de la civilidad. Ordenó que encendieran los candelabros y desenvolvieran la porcelana de ceremonia. Después de años de sólo preparar comidas informales para Ian, el cocinero de Kelmere se sentía extasiado.

Todo estaba preparado; todo lo que necesitaba ahora era a su invitada. No iría a la habitación otra vez. No confiaba demasiado en él mismo. La galería de retratos era la decisión más lógica: un increíble pasillo que iba desde su habitación hasta la escalera principal. Llegaría pronto.

Para matar el tiempo, comenzó a pasear y luego tomó consciencia de lo que estaba haciendo. Ian se detuvo frente a los ojos azules de una sirena de antaño; el cabello cubierto de polvo con bucles, el vestido adornado con una faja. Lo miraba a Ian con una expresión de gentil serenidad; sólo un pequeño y caprichoso doblez en su sonrisa sugería el verdadero espíritu de la dama.

Ian no necesitó leer el nombre en la placa del borde inferior de la pintura. A esa altura los conocía a todos, hacendados y damas, los rostros de los hijos formaban una escalera visual con el tiempo.

Lady Serafina Adelina MacMhuirich. La hija de Ronan, el hijo de Coinneach, el hijo de Deirdre, la hija de Uisdean…

El sonido de la lluvia era distante allí. Un golpeteo fantasmal que corría a lo largo del suelo y las paredes, estremecía los lienzos, desde los más antiguos hasta los más recientes.

No había querido besarla tan pronto. No había querido, pero apenas Ian vio a Ruriko entrar en su casa, supo que lo haría. Se las ingenió para que Ruri cruzara la entrada seducido por el pálido brillo de sus manos y el movimiento de su cabello. Se movía con una curiosidad alerta, atenta a todo lo nuevo, supuso. Sin embargo, cuando se acercó a ella, no pudo resistirlo. Ruri había aceptado su caricia con sumisión y él la deseaba tanto y había transcurrido tanto tiempo…

En la oscuridad del vestíbulo, Ruri había sido tragada por las sombras, pero incluso allí podía verla. El último atisbo de voluntad que le ordenaba esperar desapareció cuando un rayo de luz débil y plateada se posó en el rostro de Ruri.

Su piel era de un hielo perfecto. Su beso había sitio una llama ardiente y dulce.

Pensó en el beso y sintió un deseo sexual que volvía a recorrer todo su cuerpo; infinitamente negro y doloroso; una medianoche salpicada de estrellas. Sólo ese beso, la caricia de sus labios y los años se desvanecieron y el dolor de su pérdida se renovó una vez más… La deseaba tanto que se volvería loco…

Que Dios lo ayudase… ¿Cómo iba a reprimir sus deseos ahora?

Ruri llegó a la galería en silencio. Ian sintió la sensación de su presencia primero, antes de volverse para mirarla. Una onda flexible de electricidad lo circundaba. Su cuerpo respondió con un fervor instintivo. Para contenerse, se quedó inmóvil en el lugar, dejó que el aire fluyera a su alrededor y en su ser. Estaba vacío. Era un recipiente. Podría dominar la necesidad.

Ruriko se detuvo junto a él, desprevenida, audaz. Parecía inconcebible que no lo sintiera también. Había permanecido tan quieta durante el beso, tan pasiva y voluntariosa. Estudiaba las pinturas con los ojos bien abiertos. No había nada que ocultar, ninguna pasión primitiva urgente que enviara su sangre hacia un ardiente pico. No había rastro de hambre ni dolor ni deseo en sus encantadores ojos.

¿O sí? Al menos advirtió que la observaba. Le echó una mirada por debajo de sus largas pestañas por un instante y luego dirigió la vista hacia otro lado. Ian pudo haber interpretado el significado de esa recatada e incitante mirada.

Ian quería hacerla suya allí, en ese mismo momento. Quería recostarla sobre el suelo de baldosas de diferentes matices y presionar su cuerpo sobre el de ella. Quería desabrochar la modesta blusa blanca que llevaba puesta… modesta y no tanto ya que debajo de la tela transparente podía ver su sostén… y saborearla, su lengua sobre su piel, entre el valle de sus senos. Levantar su falda hecha a medida y recorrer las piernas con sus manos, el cabello color chocolate satinado contra su mejilla…

—Serafina —leyó Ruri en voz alta, su voz resonó en el salón—. Qué hermosa que era.

Ian no pudo si quiera responder. Tenía la mandíbula cerrada con fuerza. Estaba desecho. Su cuerpo y su mente estaban fuera de él. Le consumió toda su voluntad el tener que regresar de aquel oscuro precipicio de fantasía en el que se encontraba.

Aunque podía hacerlo real. Sabía que podía.

Ruri volvió a mirarlo con un interés más firme que antes. Sus ojos azules eran exactamente iguales a los de la niña de la pintura.

—¿Era la dama de la mansión?

—Una hija. —Se las ingenió para responder y se concentró en el retrato, en cada cuidadosa pincelada, en cada línea experta hasta que su corazón y su sangre estuvieron nuevamente bajo su dominio y el marco dorado volvió a tener una imagen en lugar de una colección de colores y formas.

Cuando volvió a mirar a Ruriko, se dio cuenta de que lo estaba examinando, una mirada ensombrecida, enigmática. Ian sintió que su mirada descendía, inevitablemente, hacia la parte descubierta de su cuello, el pulso agitado en su garganta.

Ian dijo bruscamente:

—No lo llevas puesto. El relicario.

—No uso joyas.

—¿Por qué no?

—En realidad me… molesta.

Frunció el ceño.

—Pero lo has traído, ¿no es cierto?

Ruri se alejó unos pasos de él y se dirigió a la pared opuesta; el oscuro cabello formó una suave coma sobre su espalda.

—¿Sabes? Leí cada oferta que me han hecho por la isla. La tuya era la única que mencionaba el Alma de Kell como parte necesaria de la venta. Pero en tu propuesta final, ese párrafo fue borrado.

—Cambié de opinión —dijo quedo—. No lo quiero ahora.

Hubo más que un gesto de escepticismo en la línea de los labios de Ruri. A pesar de la ansiedad de Ian, casi le provocó una sonrisa.

—Te pertenece. Lo supe desde el primer momento en que te vi. —Y luego su boca se volvió más fina—. Deberías usarlo. No existe razón para no hacerlo.

Ruri consideró las palabras de Ian y luego se acercó un poco.

—¿Tienes un reloj de pulsera?

—Sí.

—¿Puedo verlo?

El levantó la muñeca y se corrió el puño almidonado de la camisa hacia atrás. Ruri levantó su mano e hizo una pausa.

—¿Te agrada?

—¿Lo llevaría puesto si no me agradara?

Ruri presionó más sus labios, una veloz irritación. Luego, se relajó y cubrió el reloj con sus dedos curvos, una caricia de plumas que se encendió dentro de Ian como una luminiscencia… Un helado y resplandeciente temblor en su alma. Ian intentó quitar su brazo, pero lo sostenía con fuerza. Una nueva luz en los ojos de Ruri.

—¿De qué se trata todo esto? —quiso saber.

Lo soltó.

—Espera.

—¿Qué ocurre?

—¿Qué hora es?

Ian dejó que el aire se filtrara por sus dientes, inquieto. Luego, observo el reloj de pulsera de mala gana. Sacudió la muñeca. Generaciones de ingenio suizo habían sido puestas en cuestión: su reloj se había detenido. Levantó la cabeza y observó a Ruri con una mirada larga y escrutadora.

—Un truco inteligente.

Ruri entrelazó las manos por detrás de su espalda.

—Apenas costoso, me temo. El metal actúa… de forma extraña a mi alrededor. Como si yo fuera un conductor. Siempre ha sido de esta forma, pero dejé de usar joyas hace cuatro años, después de que mi horno de microondas estallara (retrocedió un paso). No creo que tu reloj de pulsera se haya dañado para siempre. Cuando me aleje, comenzará a funcionar otra vez.

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