La última sirena – Shana Abe

Sin embargo, gradualmente, para mi sorpresa, la dedicación de mi esposo dio sus frutos. El ciruelo comenzó a brotar y a dar nuevas hojas.

—Has hecho un buen trabajo aquí —le dije un día mientras estábamos sentados juntos y yo apoyaba mi cabeza sobre su hombro bronceado.

—¿Te agrada? —preguntó, mientras acariciaba mi brazo.

—Sí.

—Eso era todo lo que quería.

Sonreí, hechizada.

—¿De verdad?

—Sí. —La caricia fue disminuyendo hasta terminar—. Mi madre…

Esperé, su mano se detuvo en mi codo.

—Sí, tu madre… —repetí para que continuara.

—Tenía un lugar así. No tan bello como éste, por supuesto. No tenía… —Su voz se volvió tenue y su mano se alejó completamente de mí. Levanté la cabeza.

Observaba el horizonte con la mirada perdida. Había un recuerdo en su rostro, un recuerdo que no me incluía a mí. Me acerqué más, deslicé mis dedos por su negro cabello. Después de todo ese tiempo, había algunas canas grises pero sus rasgos, cuando me devolvía la mirada, eran cálidos y atractivos como siempre.

—Tu madre tenía un jardín —dije—. Pero el tuyo es mejor. ¿Estaría celosa?

—No—negó con la cabeza—. Estaría… sorprendida.

—Y orgullosa.

—Quizás.

Un repiqueteo de risas surgió de la gruta que estaba debajo. Cuatro de nuestros hijos jugaban en el agua, se salpicaban entre ellos mientras jugueteaban con las olas. Eos nadó detrás de su hermano menor, lo levantó en brazos y giraron debajo del agua con un sólo aleteo de su cola. Después de unos minutos, reaparecieron llenos de alegría, dos criaturas doradas con una brillante cabellera que flotaba en el agua.

—A veces me preocupa —dijo Kell casi a sí mismo—. ¿Qué será de ellos?

—¿De quién? ¿De nuestros hijos?

Me volvió a mirar, no con la misma calidez de antes.

—Viven aquí con nosotros, prosperan y crecen, pero… ¿Qué será de ellos en el futuro? ¿Qué tendrá la isla para ellos entonces? En mi tiempo… en mi mundo… Eos está en edad de contraer matrimonio. Sin embargo, ella aquí permanecerá como una doncella, por siempre joven. ¿Será ese su destino?

Nunca había hablado de ese modo, separando nuestras vidas en dos reinos diferentes. El suyo. El mío. Me incorporé y cerré la mano para esconder un temor repentino.

—Ella se irá cuando sea el momento justo —le dije—. Cuando la canción del océano sea demasiado dulce de resistir, se irá. Y encontrará el amor.

—¿Cómo lo sabes?

—Porque lo sé —respondí con impaciencia—. Es nuestra forma de ser.

Su sonrisa se volvió más fina.

—La forma de ser de una sirena.

—Sí—respondí, después de unos instantes.

Permaneció en silencio mientras miraba a los niños, uno de ellos propuso un desafío; más salpicaduras. Eos no participó de ese nuevo juego. Tenía a una de sus hermanas en brazos ahora; cabeza con cabeza. Supe que seguramente estaban intercambiando secretos.

—¿Volverá a nosotros? —preguntó Kell, despacio.

—Sí. Volverá. Éste es su hogar. Nuestro hogar —dije con énfasis y me premió con una sonrisa más verdadera que antes. Mi alivio se sintió en lágrimas; parpadeé y me volví hacia el pequeño árbol plantado junto a mí.

—Quizás cultive ciruelos para sus hijos.

—No, para mí —bromeó y cuando lo miré, su sonrisa era de oreja a oreja.

—Sí, amado mío, para ti. Mis ciruelos, mi corazón… —Coloqué mis manos detrás de su cuello y acerqué su rostro al mío—. Todo y siempre por ti.

Capítulo 9

Mientras Kelmere se ponía de manifiesto, en lo alto de una loma, Ian le señaló su casa y Ruri sintió una extraña sensación de risa en su garganta. Eso no era una casa. Era una hacienda, un feudo. Una mansión.

Había visto esos lugares sólo en guías de viajes o en películas. Una gran opulencia de piedra, magníficas arcadas, caprichosas cúpulas veteadas con neblina. No era una experta en arquitectura. La mayoría de lo que sabía lo había incorporado mediante lecturas informales; pero incluso Ruri podía darse cuenta de que la residencia de Ian era única, un ejemplo de ningún estilo en particular y de varios, desde ventanas adornadas con filigrana hasta majestuosas balaustradas y una torre medieval, o aún más antigua, sobre el ala occidental. Un césped perfectamente cortado se desplegó mientras se aproximaban al lugar; se extendía y se desvanecía en el bosque que estaba más adelante, un suave verde que se desdibujaba en el oscuro bosque de las colinas.

Incluso la niebla era más espesa allí, en lo alto de las montañas escocesas. Niebla que iba a la deriva con paso lento a naves de la ruta, los abrazaba y los liberaba con sus blancos y largos dedos. El automóvil nunca perdió su velocidad constante.

—¿Vives aquí? —preguntó Ruri, hasta que finalmente hicieron un alto frente a la escalera con forma de herradura de la entrada principal.

—Sí.

—¿Solo?

—Más o menos.

El conductor del sedán abrió la puerta de Ruri y se quedó allí listo con un paraguas.

—No se vuelve pequeño aunque esperes más —Ian le murmuró en el oído.

Ruri bajó del automóvil e Ian la siguió; aceptó el paraguas que el chofer le ofreció y con un pequeño gesto, lo despidió.

Ruri no vio el gesto, ni tampoco la forma en que el otro hombre hizo una reverencia, retrocedió y le echó una mirada rápida y ávida, (aunque estaría ya acostumbrada a eso, pensó Ruri con ironía), antes de regresar al sedán. El automóvil se fue por el camino de acceso una vez más. Una bocanada de dragón salió del tubo de escape.

Ian se inclinó un poco más para sostener el paraguas justo sobre la cabeza de Ruri; todo el mundo exterior fuera del pequeño refugio estaba congelado en vapor y lluvia. Se quedaron allí unos instantes y en silencio, respirando el mismo aire de montaña, antes de que Ruri comenzara a hablar.

—Un lugar agradable. ¿A qué te dedicas exactamente, doctor MacInnes?

Le provocó una débil sonrisa.

—¿Te refieres a qué es lo que hago exactamente como para poder vivir en un lugar como éste, señorita Kell?

—No trabajas de profesor.

—No. De tiempo completo, no. Ruri esperó, caía agua del paraguas en cintas de platino. Ian dijo:

—Soy un cazador. —Y la miró de reojo e interpretó correctamente la expresión de Ruri—. No de esa clase. Busco en los océanos.

—¿Qué cosas?

—Tesoros.

Las cejas de Ruri se levantaron e Ian sonrió una vez, más mientras miraba adelante.

—Tengo un don —dijo con docilidad— para encontrar barcos hundidos.

Ruri examinó la mansión que se vislumbraba.

—Debe ser un don bastante grande.

—Sí. Admito que es muy útil.

Comenzaron a caminar. Daban pasos medidos que no quedaban debajo del anillo protector del paraguas mientras cruzaban el camino de lajas. Al pie de la escalera, un nuevo pensamiento la golpeó y se volvió hacia él, tan cerca que sus alientos se entremezclaron y formaron una nube.

—Mi abogado me dijo que había barcos hundidos alrededor de Kell. ¿Es por eso que la quieres? ¿Por los tesoros?

—No. —Por un momento largo, Ian fijó su vista en ella, su mirada era casi una búsqueda; luego bajó las pestañas y proyectó una luz dorada en medio del crepúsculo—. Kell es simplemente… un lugar que he admirado durante años.

Un atisbo de duda asomó en la voz de Ruri.

—¿Estás diciendo que no hay ningún tesoro allí?

—Te confieso que quiero averiguarlo. —Hizo un gesto hacia las escaleras y comenzaron a subir, mientras salpicaban los dos juntos al atravesar los pequeños y claros charcos de agua—. Las corrientes marinas que rodean Kell son célebres tanto por la fuerza como por la devastación que producen, pero no se ha perdido un barco desde la Segunda Guerra Mundial. Los naufragios anteriores han sido erosionados tiempo atrás o diseminados por allí. Quizás haya fragmentos de cerámicas, piedras de balastro, anclas, cañones, incluso un casco de barco o dos preservados en la arena, con suerte. Pero si le refieres a riquezas increíbles… cofres con doblones y collares de perlas, esa clase de cosas… no. Por supuesto que no. Esa clase de cosas pertenece a la literatura fantástica, querida.

—Literatura fantástica. Pero estás dispuesto a pagar doce millones por la isla.

—Gastaré la mitad tan sólo en el reconocimiento preliminar. La arqueología náutica no es para aquellos con corazones débiles.

—O billetera débil —dijo, impactada.

Otra sonrisa burlona.

—Sí.

Llegaron a la puerta de dos hojas de la entrada, de roble oscuro decorada con acero. La mano de Ian tomó el picaporte. Algún sortilegio oculto permitió que ambas puertas se abrieran de par en par con un sólo toque.

Ruri vio que se volvía hacia las escaleras para agitar el paraguas, cabello húmedo y encantador, un pirata racional en la casa de un rey.

Ruri dijo lentamente:

—Eres un hombre muy interesante, doctor MacInnes.

—Esperaba que lo pensaras. —Le indicó con la mano para que pasara antes que él.

La entrada del vestíbulo era inmensa. Dio unos pasos para ingresar y se sintió demasiado pequeña en aquel lugar alto y oscuro, con imponentes columnas de granito que flanqueaban las paredes, arcadas como guadañas en el cielorraso abovedado. Allí, el aire era tan helado como fuera, pero más liviano, pálido, sin el aroma fuerte a pino y océano.

Ian estaba justo detrás de ella. Sus manos se posaron sobre los hombros de Ruri. Con una suave presión, hizo que se volviera hacia él para que lo mirara una vez más.

Si había una araña en el pasillo, estaba apagada. La única iluminación provenía de una habitación que se encontraba delante de ellos, una escalofriante brillantez de color gris, que se empañaba con elegancia y suavizaba las facciones de Ian y ahumaba sus ojos con un color plata.

—Ya te he dado la bienvenida a Escocia —dijo, con un tono de voz grave—. Ahora te doy la bienvenida a mi hogar, Ruriko.

Su cabeza se inclinó hacia la de ella. Antes de que Ruri pudiera darse la vuelta, los labios de Ian rozaron su mejilla izquierda. Fue una sensación seductora como la seda, como vilano de cardo, suave y cálido y casi etéreo Con las manos aún en los hombros de Ruri, levantó la cabeza; su boca quedo suspendida sobre la de Ruri, sin hacer contacto, sin echarse para atrás. Ruri miraba fijamente, fascinada, sus ojos color plata y oro. Se dio cuenta de su intención justo antes de que se cerraran. Toda su voluntad se escabulló. Ruri no pudo moverse; no pudo detenerlo. La beso en la boca, un encuentro de labios erótico y dulce; sus labios permanecieron unidos… calor, sabor… y lentamente se separaron.

Los ojos de Ian se abrieron.

—Gracias.

Su solemne gratitud la puso nerviosa, casi más de lo que había sido su beso y se volvió para encontrar una hilera de personas que ahora los miraban al final del pasillo iluminado de gris; hombres y mujeres, uniformados, delgados rostros en silencio.

* * * * *

—Ah, Niall, aquí estás —dijo Ian con impaciencia, sobre los hombros de Ruri—. Por favor, muéstrale la habitación a la señorita Kell.

Siguió al hombre llamado Niall, deslumbrada. Continuaba presionándose la boca con la yema de los dedos. Maravillada.

Pasillos, curvas, una escalera en espiral con pinturas y estatuas y colosales urnas chinas; sin embargo, todo lo que Ruri podía recordar fue ese momento en el vestíbulo. La corta y ardiente eternidad cuando Ian le había robado sus defensas con la mirada adormecida y la urgente suavidad de sus labios.

Dios, había sido como… como hundirse en un abismo tanto asombroso como oscuramente aterrador; como andar a la deriva en la cola de un cometa, nada de luz pero todo color y sensación, un brillo silencioso en su piel.

Niall se detuvo y apoyó su mano sobre el picaporte de una enorme puerta blanca. La abrió sin hacer comentario alguno. Permaneció allí mientras Ruri llegaba y entraba en la habitación.

Elegancia fría. Un verdadero paraíso para una princesa, pensó primero, y luego se corrigió: más bien una princesa encantada, hechizada en algún bosque mágico. Había estado esperando algo más imponente, más en línea con el exterior de la mansión. Sin embargo, no era una habitación de adornos y baratijas recargadas, sino una de forma y función sutilmente elegante, colores suaves, líneas clásicas.

—Si necesita algo, señorita, hay un timbre junto a la cama.

Ruri se volvió, pero antes de que pudiera responder, Niall se había ido. La puerta abierta no mostraba nada, sólo el pasillo vacío y oscuro por delante.

La sensación de Ruri de estar atrapada en un cuento de hadas aumentó de repente.

Permaneció dubitativa en medio de la alcoba y examinó todo: las paredes a rayas color marfil y verde, los tenues paños de organza que caían como cascadas desde el techo hasta el suelo. Todo estaba pulido, perfecto, mármol brillante, muebles de ébano como obras de arte contra las enormes paredes. La cama sola (cuatro postes pero sin dosel, mantas de color azul pálido) parecía ser casi del tamaño de su apartamento.

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