—¿Es tuyo? —preguntó, mientras la ayudaba a bajar al muelle. Se quitó el agua de los ojos y asintió con la cabeza e ignoró la mirada de descontento de Ruri. Sólo la tomó de la mano para guiarla.
—Mi maleta —protestó.
—La llevarán.
Ruri era una muchacha de ciudad; el sólo pensamiento de dejar algo que le pertenecía sin protección al aire libre era tan raro como dejarle su maleta a un extraño.
—¡Alguien la robará!
En la mirada de Ian hubo un rastro de humor.
—No, no lo harán. Y la siguió guiando.
El muelle estaba resbaladizo y el océano golpeaba contra él como el pulso de Ruri, un golpe rítmico, espuma gris y madera oscura y brillante. Ruri quería apresurarse pero Ian la sostenía de la mano con demasiada fuerza; incluso cuando el agua salpicaba sus zapatos mientras caminaban. Al menos, no se caería.
La lluvia parecía más intensa allí en la costa. No lo hubiera creído posible. Sus pasos sacudían el muelle y luego llegaron a tierra firme, bendita tierra, arena que crujía debajo de sus pies y daba lugar a largos tallos de lavanda de mar y luego, vegetación.
Lir Haven no era mucho más grande que el pueblo que habían dejado atrás en el continente, con las mismas casas antiguas y pintorescas de piedra y con aire romántico. Sin embargo, las calles allí eran de adoquines y mientras corrían por la acera advirtió que la mayoría de las construcciones estaban pintadas con las coloridas líneas de los huevos de Pascua, amarillo y azul claro y gris.
Más allá de las construcciones, más allá de los techos en declive de las casas, se extendía una montaña que parecía contradecir la deliberada alegría del pueblo: poderosamente austera, pendientes vaporizadas que enmascaraban un verde vivido; la lluvia, una neblina color zafiro sobre la cima. Detrás, se asomaba otra montaña y luego otra más y otra más. No podía vislumbrar el final.
—Entra. —Se detuvieron frente a una de las construcciones pintadas de un rosa pálido, con grandes ventanas salpicadas de lluvia. Los vidrios de la ventana que se encontraba más cerca de ella tenían unas letras manchadas y doradas que decían en un arco grande La Sirena.
Ian abrió la puerta y se desvaneció en el humo y la oscuridad. Ruri echó otra vez un vistazo a la montaña y luego siguió los pasos de Ian.
Era un pub. Por supuesto que lo era, atiborrado de gente, la mayoría hombres, reunidos en las mesas con pipas y vasos, junto a la barra. Allí estaban aquellos que tenían suficiente cordura como para permanecer en tierra firme, se dio cuenta Ruri; no habría pesca ese día, no con ese clima. El olor a tabaco y el característico vestigio agrio de la cerveza la golpeó. En realidad, la inmovilizó en la puerta.
La conversación en el salón cesó. Por completo. Del todo. Todos miraban tanto a Ian como a Ruri, que chorreaban agua sobre la alfombrilla de la entrada.
Ian, audaz, se deshizo del agua del cabello y se dirigió a la barra.
—Necesito usar el teléfono, Mab —le dijo a la mujer que estaba allí y que miró a Ian y luego a Ruri con ojos grandes y después estrechos. Era pequeña y gordinflona con una corona de trenzas tan brillante como peniques nuevos.
—¿Por qué… —respiró mientras observaba a Ruri pero la palabra sólo se desvaneció en el silencio del salón.
—El teléfono, Mab —dijo Ian con amabilidad.
—Sí. Aquí está.
Sin quitarle los ojos de encima a Ruri, lo sacó de debajo de la barra y lo colocó sobre el mostrador.
—La confiable tecnología inalámbrica no ha llegado aún —dijo Ian, y levantó la voz como si tuviera que aclarárselo a todo el recinto—. Los teléfonos móviles no funcionan aquí.
Era un teléfono con disco giratorio. El zumbido y los clicks del discado rechinaron en el aire.
—Ah —exclamó Ian, como una reflexión tardía y el auricular en la oreja—. Señoras, señores. Permítanme presentarles a la señorita Ruriko Kell. Sí, esa Kell. Señorita Kell, el buen pueblo de Lir Haven. —Giró hacia el teléfono.
—Hola —dijo Ruri.
Unas cuantas personas aclararon sus gargantas; la silla de alguien raspó el suelo de madera. Nadie más habló.
Ruri sintió que una gota caía por su sien, llegaba a su mejilla y quedó suspendida en la curva de su mandíbula. La limpió, nerviosa. Nadie se movió. Al otro lado de la habitación, el fuego en la chimenea se volvió más pequeño con una agitación de chasquidos y crepitaciones.
Ian pronunció unas pocas palabras y colgó el teléfono. Volvió a Ruri con el rostro inmutable.
—Debería llamar a mi tía —dijo con tranquilidad, cuando estuvo lo suficientemente cerca.
—Puedes llamar desde la casa. En unos instantes llegará el automóvil. Mientras tanto, ¿nos sentamos? Bebamos un trago mientras esperamos.
La mirada de Ruri se posó nuevamente en el salón y las mesas con aquellas personas que la miraban.
—Mejor aquí dentro que fuera —dijo Ian, con sensatez—. Estoy seguro que estos buenos muchachos estarán de acuerdo.
—Sí —dijo Mab de pronto, acercándose a la barra—. Siéntense, los dos. Beban algo. Invitación de la casa.
La mano de Ian se convirtió en una sutil intimidación en la pequeña espalda de Ruri, mientras la guiaba hacia una mesa que milagrosamente no tenía ni licor ni hombres. Fuera, el viento soplaba y la lluvia comenzaba a sazonar las ventanas de la taberna; era un sonido extraño y desolado para un lugar tan lleno de gente.
Pensó que las personas iban recobrando vida a medida que pasaban junto a ellas. Creyó oírlos girar y murmurar detrás de ella, con las manos en la boca, los labios en las orejas, palabras elusivas. Un extraño fragmento de un diálogo que pudo escuchar acechaba sus pensamientos:
Ha venido, ha venido, está aquí…
Pero cuando miraba a su alrededor, nadie hablaba.
Ian le apartó la silla para que tomara asiento. Ruri lo hizo. Estaba húmeda y vio que la mujer llamada Mab se acercaba con prisa. Mientras Ruri luchaba para quitarse su chaqueta, Ian ordenó whisky para los dos. Ruri no acostumbraba beber a esas horas, pero tenía la sensación de que rechazar la hospitalidad de la anfitriona sería un grave error a nivel social.
Mab sirvió dos vasos que parecían más llenos que lo usual.
—¿Algo de comer? —preguntó con la mirada puesta en Ruri, pero fue Ian quien respondió.
—No, esto es suficiente.
—Gracias —agregó Ruri.
Mab asintió con la cabeza, una sonrisa llana, y se volvió para regresar a la barra pero antes le echó a Ruri una última y rápida inspección.
—Eh, Dughall MacGaw —dijo en voz alta—. ¿Tomarás otra pinta?
Hubo un silencio persistente. Y luego un «sí» como respuesta, a regañadientes.
Ruri se llevó el vaso de whisky a los labios y dejó que tocara su lengua. Fuego y especias; intentó beber un pequeño sorbo y se las arregló para no toser.
—Es el whisky local —dijo Ian, mientras probaba el suyo—. Sólo malta; cuarenta años. Mab nos honra con esta bebida.
Gradualmente, la gente en el salón volvió a retomar sus diálogos, aunque la mayoría de las voces quedaron en silencio. Ian parecía contento al no tener que hablar más. Saboreó la bebida mientras contemplaba la luz cambiante que provenía de la chimenea; sin lugar a dudas, era un hombre perdido en sus intrincados pensamientos.
Ruri no le creyó. La barra, el teléfono, el modo lánguido e indiferente con el que movía el whisky, lodo eso lo había hecho con mucha conciencia, estaba segura. Incluso tomo la había llevado hasta la mesa, su mano abierta sobre la espalda había sido una especie de mensaje, una proclamación calculada. Era posible que lo que había dicho acerca de la señal del teléfono móvil fuera cierto, pero había visto un teléfono público al otro lado de la calle. Podía verlo desde allí.
Quería llevarla a ese lugar. Quería que la vieran en el pueblo. Con él.
Había sido un día muy, muy largo. Sus nervios estaban deshilachados después del avión, el mar, la tormenta y Kell, quizás también porque estaba empapada y exhausta. Pero la idea de que Ian MacInnes la usara públicamente para satisfacer sus propias necesidades le produjo un ardiente resentimiento en su ser. Ruri examinó la habitación una vez más y sólo encontró miradas esquivas, hombres y mujeres que bajaban la mirada y murmuraban mientras Ian reflexionaba.
Hizo a un lado el vaso de golpe. El aire lánguido de Ian desapareció al instante. Llamó su atención de inmediato.
—Me voy a peinar. —anunció, y se puso de pie.
Ian también se puso de pie y abrió la boca para hablar. Luego, miró más allá de ella, hacia la ventana.
—Ya llegó el automóvil. ¿Puedes esperar unos minutos más?
Grande y silencioso, un vehículo de cuatro puertas estacionó delante del pub. El limpiaparabrisas se movía de un lado a otro y apartaba las gotas de lluvia.
Los rostros que abarrotaban la habitación ahora miraban a Ruri abiertamente; semblantes que iban de sombríos a reservados y a simplemente curiosos.
—Bien. —No esperó a que la tocara una vez más; tomó la chaqueta y salió. Sus ojos se posaron directamente en la puerta. Estaba casi allí cuando las sombras del rincón volvieron a la vida; apareció una mano que la tomó de la muñeca.
Ruri se echó hacia atrás, por instinto, y una mujer anciana y delgada, de cabello rubio, surgió de la oscuridad con los dedos todavía clavados en la piel de Ruri.
Poco a poco, la mujer se acercó más, respiraba con dificultad por la nariz. Su voz fue una vibración grave, un siseo gutural.
—Sé quién eres.
—¿Disculpe?
Ian estaba allí, calidez contra su hombro.
—Déjala ir Aileen.
La mujer lo ignoró y observó fijamente a Ruri con una mirada oscura y hostil, con los labios para adentro. Olía a humedad, como aquellas viejas prendas de vestir que se guardan por demasiado tiempo en un armario. Había lápiz labial en sus dientes.
Ruri llevó su brazo hacia arriba y hacia abajo y logró soltarse, sintiendo el rasguño de las uñas en su piel.
—Aileen. —Era Mab, al otro lado de Ruri—. Siéntate ahora, querida. Se están yendo.
—Lo sé —repitió la mujer, sin quitar la vista del rostro de Ruri—. Lo sé.
Ian abrazó a Ruri por el hombro; con un giro agraciado simplemente pasó junto a la mujer, llevando a Ruri junto a él hacia la lluvia. La puerta del pub se cerró detrás de ellos.
Ruri respiró el aire húmedo y frío.
—¿Quién era?
—Aileen Lamont. —La llevó hacia el interior del automóvil—. No te preocupes por ella. Es tan sólo el personaje excéntrico del lugar. Cada pueblo de Escocia parece tener uno.
Mientras el automóvil de cuatro puertas comenzó a dar brincos por el callejón, Ruri se volvió para mirar La Sirena y descubrió que una línea de rostros la observaba detrás de las ventanas.
—¿Sólo uno? —preguntó y, junto a ella, Ian rió entre dientes.
Capítulo 8
Kell quería un jardín junto a nuestro palacio.
Desde mi punto de vista, era tan sólo otro componente del ser humano, pero insistió en tenerlo y finalmente le dije que hiciera lo que deseara si ayudaba a que se sintiera satisfecho.
Y así lo hizo. Era pequeño y, me temo que en un principio fue desastroso, con flores silvestres que se marchitaban en ánforas y retoños que habían sido rescatados de los naufragios y luchaban por afirmar sus raíces para sobrevivir. Pronto, nuestros hijos estuvieron dispuestos a ayudarlo, dieron largos paseos por la isla para descubrir nuevas y fascinantes plantas, nadaron hacia el arrecife para buscar en los barcos hundidos cualquier planta que no hubiera sucumbido aún al agua salada.
Kell era aficionado a las plantas que se rescataban del arrecife.
Después de unos años, tengo que admitir, superó mis expectativas. Su jardín se convirtió en un lugar de un lujo próspero, con árboles exóticos que escurrían frutas en racimos adornados con joyas, hierbas y flores que desplegaban colores a lo largo de los estrechos senderos.
Le obsequié un banco que había encontrado en el fondo del mar, de alabastro sólido, intacto, apenas desgastado por las corrientes marinas. A la luz del día, se veía fino, en especial debajo de la sombra del árbol de granada. A menudo, solíamos sentarnos allí juntos, sólo nosotros dos, a contemplar la curva de la costa de abajo y el amplio mar azul. La paz fluía alrededor de nosotros como los sueños de los dioses.
El único fallo del jardín era el ciruelo, salvado demasiado tarde del arrecife como para volver a florecer alguna vez. Kell lo mantenía en una vasija de arcilla grande y lo ubicó en el mejor lugar del jardín, junto al banco. Varias hojas se habían marchitado, pero él nunca abandonó la esperanza. Cuando el viento silbaba, las ramas púrpuras se agitaban y las hojas que le quedaban, se movían en alerta.