—¿Quiere que vaya en eso?
La mirada de Ian era claramente inocente.
—Sí. ¿Por qué no?
¿Por qué no? Ruri no sabía por donde empezar. Era una lancha a motor, primero, larga y delgada y construida, con seguridad, para andar a gran velocidad y ya se agitaba con las olas. Dos asientos y un parabrisas con forma de media luna era todo lo que la separaba del cielo y el purgatorio del Atlántico Norte. En las agitadas aguas grises, esa cosa parecía tan maciza como un mondadientes.
Había pensado que un hombre que podía ofrecer doce millones de dólares por una pequeña isla podría seguramente tener un yate.
—No —dijo Ruri, con toda la firmeza que pudo. Vio alarmada que el chofer poco amable de la limusina ya estaba cargando la maleta.
—Es más rápida de lo que parece —dijo Ian con calma, aún pidiéndole que avanzara—. No tiene nada que temer.
—No estoy preocupada por lo rápido que sea. Quiero ir en un barco más grande. Una embarcación más cerrada.
—Por todos los cielos. No pensé que era tan snob.
—No soy snob —dijo enfurecida—. Le he contado acerca de… Le conté sobre aquella vez… y no puedo… —la voz se transformó en silencio; tuvo que hacer una pausa para respirar, para controlar el temor que surgía en todo su ser.
Los escoceses del muelle miraban abiertamente ahora. Habían hecho a un lado los trapos aceitados y las redes. Ian se dio cuenta de que los estaban mirando y luego la miró a Ruri, inescrutable. El viento sopló y le enredó el cabello.
—No puedo ir en eso —dijo impotente—. Por favor.
La mano de Ian soltó el codo de Ruri; sus dedos encontraron los de ella; calidez sobre la frescura de su piel. Bajó la mirada y le habló con tranquilidad. El ritmo de su inglés se volvió solemne, más pronunciado.
—No dejaría que nada te ocurriese —dijo, y la miró una vez más.
Respiraba con agitación. Estaba mareada y aturdida; no pudo determinar si aquel escrutinio con su brillante y dorada mirada ayudaba o empeoraba la situación.
—Ruriko —murmuró; tenía los dedos tensos—. Te lo prometo. Ningún daño caerá sobre ti. Sólo… ven conmigo.
Había logrado que caminara, un paso a la vez, con las miradas enganchadas. Ruri tenía miedo de mirar hacia otro lado. El sonido de la grava era como fuego de artillería en sus oídos.
En el borde del muelle, Ian la sostuvo de la cintura. Ruri se inclinó con cuidado hacia la cabina del bote, donde el chofer la tomó y la ayudó a encontrar el equilibrio. Ruri tragó saliva y se hundió en el asiento más cercano. Afirmó sus manos heladas contra el tapizado de cuero.
Ian la siguió y dio un salto para llegar a su lado con la delicadeza de un pirata.
—Esa es mi niña —dijo, y encendió el motor de la lancha.
Capítulo 7
Era fácil darse cuenta de que nunca antes había estado en el agua. Fácil y al mismo tiempo de una insensatez absurda, porque aunque se aferraba con fuerza a su asiento y mantenía su mentón desafiante contra el viento. Era, claramente, su hábitat, una musa de magia y tormenta contra el oscuro y perlado mar. En verdad, pensó Ian, estaba más pálida que en tierra, pero no dudaba de que pronto se relajaría y se acostumbraría a la lancha como un nativo, que por supuesto, lo era.
—¿Qué sucedió con ese hombre? ¿El chofer? —gritó por encima del rugido de los motores.
—Llevará el transbordador de regreso.
Lo miró de lleno.
—¿Hay un transbordador?
—Sí.
—¿Por qué no me lo dijiste antes?
—No saldrá hoy, Ruri. Mira allí, hacia el norte. ¿Ves esas nubes? La calma se acabará pronto. Tendrá que esperar en el continente, quizás durante días. Por eso he venido a buscarte yo mismo, todos deben regresar al puerto ahora.
—¡Todos menos nosotros!
Ian sonrió.
—Sí. Pero estaremos bien. No te preocupes.
Murmuró algo que Ian no pudo comprender y miró hacia delante una vez más. Parte de la postura de su mentón había desaparecido.
Ian hizo un gesto hacia la espuma de las olas, brillante y perfecta como copos de nieve sobre las oscuras aguas.
—Hermoso. ¿No es cierto?
Ruri no respondió.
—La verdad, querida, es que ninguna lancha, excepto esta puede llegar a Kelmere a tiempo.
—¿Kelmere? —llamó su atención una vez más—. Pensé que íbamos a Kell.
—Hoy, no. A menos que desees quedar varada en una isla desierta sin un refugio apropiado en medio de una tormenta.
El viento sopló con fuerza en dirección al puerto; Ian lo compensó y lo sintió en el aumento de potencia que corría por la fibra de vidrio de última generación y la madera pulida. Ruriko también lo sintió y otra vez se aferró al asiento. El estrépito de los motores sobre el viento helado hacía imposible que pudieran hablar. Durante un prolongado lapso de tiempo, Ian dejó que Ruri permaneciera en silencio y que se acostumbrara al mar.
La luz se volvió tenue; el aire, espeso. El banco de nubes negras en el norte estaba cada vez más cerca, una voraz cortina negra que devoraba el firmamento. Las nubes rugían y se proyectaban sobre las olas; la lancha a gran velocidad iba directo hacia ellas.
Ian se acostumbró a robarle segundos a Ruri. Tomó nota de la forma en que se aferraba al asiento, de sus rodillas, de cuando finalmente comenzó a investigar las aguas que la rodeaban en lugar de estar inmóvil con esa mirada cristalina y cerrada.
—Ah —escuchó que decía y señalaba a estribor mientras se levantaba del asiento. Ian se puso de pie para ver lo que señalaba Ruri.
—Delfines —dijo Ian. La calma repentina fue conmovedora.
Un cetáceo saltó en el aire lo suficientemente cerca como para casi tocarlo; las aletas dorsales cortaron el agua, el cuerpo plateado salió y volvió a hundirse en las crestas de las olas formando un atractivo tapiz. La hembra que lideraba el grupo dio un salto en el aire y cayó una vez más esparciendo gran cantidad de agua. Ruriko esbozó una sonrisa rápida y deliciosa por encima de su hombro.
Lo hizo trizas. Dios, tendría que haberlo anticipado. Ian se dio cuenta de que nunca había visto su verdadera sonrisa, pero por supuesto, la reconocía, se había conservado a través de los años: tímida y audaz y dulce al mismo tiempo, una invitación tácita, un rechazo atractivo. Le quedaba bien, demasiado bien. Sólo mirarla lo incomodaba.
—Persiguen las embarcaciones de vez en cuando —explicó mientras miraba a un lado e intentaba distraerse él mismo—. Les agrada nadar a toda prisa.
—Pero no los estás haciendo correr ahora.
—No. Tengo algo más para mostrarte.
Su mirada se posó en ella. Lo miraba con perplejidad, sus mejillas en flor, sus ojos con un destello de luz. Justo en ese momento, en ese momento exiguo, Ruri había olvidado sus dudas y sus miedos. Confiaba en él.
Por encima de Ruri, las nubes estaban por estallar.
Ian se movió para quedar detrás de ella. La hizo girar para que quedara de espaldas a él y su cabello le rozara el pecho. Su perfume le eclipsó la razón, océano y jazmín y cielo.
Deseaba, con intenso dolor, enterrar su rostro en la curva de su cuello. Tener su cuerpo contra el suyo. Oler ese cabello perfumado sobre su piel desnuda. Pero ninguna de esas cosas conformaría su verdadero deseo, no en ese lugar, por lo tanto, Ian mantuvo sus manos a los costados del cuerpo, su tono de voz controlado y solo agregó:
—Mira. —No necesitó señalar el lugar.
Kell los había estado esperando. Una sombra, un espejismo lejano acariciado por la neblina, yacía inmóvil y calma delante de ellos, esmeralda y violeta y dorado, bosque y montañas y la costa. Después de tanto tiempo, ya no se veían a simple vista los barcos hundidos que rodeaban la isla; un anillo de boyas marcaba el límite del arrecife; con un rojo brillante advertían a cualquier barco que pasara por allí. La isla de Kell estaba protegida ahora por la magia y por las leyes de los hombres y los únicos naufragios que habían sobrevivido hasta la fecha yacían en las profundidades del lecho del océano.
Todavía brillaba, hechizaba, tan pura y encantadora como el primer día que había puesto un pie en ella. El último hogar del clan. Su última morada.
Ruriko estaba paralizada delante de Ian, quien inclinó la cabeza para poder verla mejor: una sonámbula, sola, en su ensueño, los labios separados, el pulso lento. El color había abandonado su rostro. Era una niña de alabastro, demasiado bonita para ser real. Sólo su cabello parecía mortal; danzaba y se fundía con sus pestañas y ni siquiera parpadeaba, sólo estaba allí, mirada perpleja y la brisa que jugaba con ella.
Si tocara su piel en ese instante, sabía que estaría helada. Fría y rígida, como una piedra. Sí, lo recordaba.
—Kell —dijo Ruri, pero fue un murmullo distante.
Los delfines se llamaron entre ellos, se hundieron en la profundidad del mar hasta convertirse en fantasmas que nadaban en círculos perezosos alrededor de la lancha.
Ian no tenía la intención, y tampoco lo deseaba, pero vio que su mano se estiraba y la buscaba. El cabello de Ruri se agitó una vez más; abrió la palma de su mano y dejó que las mechas se deslizaran entre sus dedos, de un marrón oscuro espléndido… el color de las focas, de los bosques antiguos. Ian se desmoronaba, se desmoronaba…
Las primeras gotas de lluvia aterrizaron en la muñeca de Ian. Las siguientes, golpearon su cabeza y luego, fue un diluvio.
Ruri no se movió. Ian la tomó de los hombros, y la empujó para que tomara asiento; hizo un rápido escrutinio de su rostro, las pestañas salpicadas por la lluvia; las mejillas, cenicientas. Cogió el timón, reavivó los motores y se alejó de Kell hacia el corazón de la tormenta. Kelmere yacía delante de ellos.
La sangre de Ruri estaba congelada. Ruri se sentía helada, quebrada, empapada por la lluvia. Pero mientras la lancha luchaba y seguía hacia delante, Ruri no veía el océano delante de ella o las horribles nubes. Veía la isla.
Veía la isla de Kell y sintió… apenas supo qué sintió. Fue incredulidad. Asombro. Miedo… a que una simple y pequeña cantidad de tierra en medio del mar pudiera provocar esas emociones desde las profundidades de su corazón, tan profundo y amargamente cierto… Era como si su alma hubiera sido golpeada por un relámpago y hubiera quedado partida en dos. Vieja Ruri. Nueva Ruri.
Había visto la Isla de Kell… y le había parecido como su hogar.
El agua de lluvia se acumulaba en el pliegue de su chaqueta. Ruri juntó las manos y vio cómo se llenaban de agua. Pensó que tendría que estar preocupada, allí en medio de la tormenta escocesa (si había un momento para que su pesadilla se volviera real, ése era el indicado), pero en cambio, sintió sólo la seguridad adormecida del descubrimiento de su nuevo y congelado ser.
Miró a Ian y puedo ver su quijada y el ceño fruncido. Ni siquiera llevaba puesta una chaqueta, sólo un jersey de lana gris oscuro y un par de jeans gruesos, pero no parecía tener frío… sólo fiereza… viva.
Ian giró la cabeza y sus miradas se cruzaron, ojos color ámbar con borde negro, las rigurosas y bellas facciones de su rostro que relucían con la lluvia.
Pirata.
Sus labios se movieron. Ruri oyó sus palabras, lejanas, enmarcadas con el trueno.
—¿Cómo te encuentras?
Ruri respondió algo; no supo qué. Debió de haber sido la respuesta correcta, sin embargo, porque Ian asintió con la cabeza y se volvió al mar, sus largos y firmes dedos en el timón. La lancha se abrió camino por las ascendentes olas.
Ruri levantó la vista. Un relámpago centelleó encima de ellos y pareció disolverse en forma de tenedor justo en la punta de la proa.
Sintió, extrañamente, ganas de reír. Ian le echó otra mirada. Como si sus pensamientos hubieran estado conectados, sonrió; en un segundo, el carisma feroz de él se transformó en algo más, algo más cálido y más enigmático, asombrosamente seductor. Incluso los rizos cortos y negros como el azabache eran atractivos, azotados por el agua y el viento.
Una fisura recorrió su calma invernal y luego, un quiebre. El cuerpo entero se despertó con el azote de la lluvia y el calor de su mirada.
La sonrisa de Ian se amplió. Ruri sintió que sus labios también formaban una curva en respuesta y, en ese momento, con la ráfaga de viento y la tormenta y el océano que los perseguía con remolinos salvajes, Ruri se dio cuenta que a pesar de la promesa que le había hecho, estaba en peligro. En un gran peligro.
Era demasiado fácil enamorarse de un hombre que obsequiaba sonrisas de ese modo.
* * * * *
El puerto se llamaba Lir Haven e Ian obviamente tenía un amarre allí, porque a pesar del mar encrespado guió la lancha hacia el mayor espacio abierto con gran familiaridad y se detuvo junto a un yate particularmente lustroso y elegante.