Tendría que lidiar con el océano. Bien. Era sólo agua, después de todo. Sí, una gran cantidad de agua, pero no iría nadando. Ni siquiera se mojaría los pies; si era una isla debía de haber un barco que llegara hasta allí, Dios quiera. O mejor aún, un helicóptero. Todo lo que tenía que hacer era mirar la isla de Kell, admirarla (sí, es encantadora, acogedora), firmar el contrato de Ian y regresar. No había qué temer.
Sin embargo, lo que la convenció finalmente no fueron sus razonamientos privados, ni siquiera los deseos de su familia o sus amigos, sinceros como eran. Fue algo más, algo más oscuro y simple: el desafío implícito en la nota. Un garabato descuidado en una hoja del hotel, una provocación no expresada. Ven a mí si te animas. Ruri podía imaginar el rostro de Ian mientras lo escribía, con las cejas arqueadas y la tenue mueca burlona en su boca.
Por ello, se arriesgaría.
Pero debido a los nervios que tenía, no había podido leer las cartas antes de irse. Sus cartas de Tarot se habían que dado a salvo en su apartamento, esperando su regreso.
El champagne sabía seco en su boca, las burbujas le quemaban la garganta. Intentó beberlo despacio pero parecía de todos modos, que el alcohol, dorado y embriagador, corría directo por sus venas. Como los ojos de Ian MacInne.
Debajo de ella, el mundo giraba y giraba.
Con desesperación, Ruri deseó haber llevado sus cartas después de todo.
Sabía que era demasiado tarde para arrepentirse. Ya sobrevolaba el mar, muy, pero muy lejos de su hogar.
* * * * *
Estaba yendo.
En la soledad de su estudio, Ian lo sintió, un suave zumbido eléctrico en el aire, un crepitar de energía que lo rodeaba, la tierra. El mar.
Anticipación de Ruriko.
Se sintió despierto y vivo, famélico y saciado al mismo tiempo, sensaciones elementales que lo habían perseguido durante toda su vida pero eran más profundas ahora, un dolor natural. Incluso de niño, el conocimiento de que había algo que lo esperaba, algo extraño y salvaje, más profundo que la simple vida común que los demás buscaban, lo había seducido, lo había atraído hacia todas las curvas ciegas.
Lo había sentido en el murmullo del viento, con el cambio de las estaciones, cada año con mayor intensidad. Y ahora, Ian conocía el origen. No era Kelmere, ese lugar por el que había peleado y ganado como fruto de sangre, sudor y planes atractivos. Ni siquiera la Isla de Kell, la isla de sus sueños, que aún debía conquistar.
Era Ruriko, toda, desde el principio. Qué sorprendente que nunca se hubiera dado cuenta de que vivía hasta ahora.
Había recibido su confirmación por fax, había estado de acuerdo y confirmado sus planes. Estaría allí ese día, esa mañana, pisaría el suelo que no le daba la bienvenida desde hacía tiempo.
Se preguntaba si lo recordaría. Qué haría si no fuera así. Cuando cerró sus ojos, no pudo recordar su rostro. Podía recordar tan sólo las facciones generales, cabello del color del chocolate, nariz recta, labios atractivos. Pero lo que siempre recordaba, lo que siempre era claro como el agua, eran sus ojos: oscuros y frágiles y del color de la tormenta que lo miraban con la lenta y tímida sugerencia del retoño de una pasión.
Un golpe en la puerta del estudio interrumpió su cavilación. Rupert entró en la habitación, encorvado y austero, ojos verdes profundos que veían, según Ian, más allá de lo normal.
—El automóvil está listo —dijo, de pie y rígido delante del escritorio—. Me voy al transbordador.
—Bien. Nos encontraremos en el muelle cuando regreses.
No fue un escándalo menor cuando el viejo Rupert Munro, descendiente directo de uno de los últimos clanes, rechazó la oferta para trabajar con el descarado joven Ian hacía diez años y, en cambio, decidió trabajar para el advenedizo que había comprado Kelmere. Ian había nacido de una rama lejana, demasiado lejana, parecía ser, para que le importara demasiado a la comunidad muy unida que velaba por Kelmere y Kell. A pesar de su riqueza, le había costado llegar en ese momento; era el invasor que se atrevió a comprar lo que muchos creían que nunca tendría que haberse vendido.
Solía barajar la posibilidad, no sin causa, de que una noche un sangriento y colérico miembro del clan pudiera quemar la mansión antes que dejar que simplemente la tuviera.
Sólo Rupert permaneció junto a Ian, aunque no sin una o dos sarcásticas advertencias cuando sentía la necesidad. Supo desde un principio que Rupert Munro lo servía porque así lo deseaba, no porque lo necesitara. Su lealtad había sido a regañadientes pero absoluta, y la clave para la eventual aceptación de Ian por parte del pueblo de aquellas tierras.
Ian nunca le había revelado toda la verdad. Tenía la sensación de que Rupert, con sus viejos ojos astutos, ya lo sabía, de todos modos.
—¿Hay algo más? —preguntó con suavidad, cuando el hombre permaneció allí de pie, mientras miraba por la ventana que se encontraba detrás de Ian.
—No… ¿Qué otra cosa podría ser? —preguntó Rupert, demasiado ligero y enérgico para ser otra cosa, excepto sarcasmo—. Buscaré a la muchacha, como lo deseas. La traeré tan pronto pueda, para que te firme ese pedazo de papel.
—No te agrada —fue una proclamación.
—¿Agradarme? ¿Quisiera saber qué derecho tengo a que me agrade o no?
Ian permaneció de pie.
—Tú dímelo.
—Sólo que la muchacha quiere vender la isla sin haberla visto primero, la isla que nos perteneció, a todos nosotros durante tantos años. ¿De qué hay que lamentarse?
—¿Rupert…?
—…es sólo la Isla de Kell. ¿Por qué debería significar algo para ella? Sólo la tierra del padre, del padre de su padre que ella desprecia como si fuera una chaqueta vieja…
—No la venderá.
Rupert lo heló con su mirada de ojos brillantes y redondos.
—Ah… ¿No lo hará, entonces?
—No.
—Eres un hombre muy confiado, ¿no es así?
Ian sonrió.
—Lo soy. Y tú lo sabes. —Se acercó al escritorio y apoyó la mano sobre el hombro de Rupert—. No te preocupes. Cambiará de opinión en cuanto vea la isla.
Rupert resopló de furia, apenas apaciguado.
—Supongo que tendré que tomarte la palabra.
—Sí.
—Dime una cosa. ¿Cuál es el propósito de traerla y llevarla hasta allí si no va a venderla de todas maneras?
—Creo que sabrás la respuesta… cuando la veas.
Se miraron fijamente por un largo rato.
Rupert rascó su brillante mentón y se volvió hacia la puerta.
—Basta. Iré a buscar a la muchacha. Y la veré.
Fue casi una concesión que Ian iba a conseguir y Rupert lo sabía.
Pero estaba en lo cierto. Con todo su corazón, con todo su ser, Ian sabía que estaba en lo cierto. Vendría y lo recordaría.
Y si no lo recordaba… sería su obligación más gratificante hacérselo recordar.
* * * * *
Ian MacInnes había enviado un chofer a buscarla. En el mar de apretujones y hacinamiento del aeropuerto de Edimburgo, un hombre con un sobrio traje negro sostenía un cartel con el nombre de Ruri escrito. Antes de que pudiera acercarse, él se acercó a ella con una mirada verde oliva, un rostro deteriorado por el tiempo y cabello gris que le cubría el cuello.
—Sígame —dijo bruscamente y Ruri, sorprendida en medio de la gente que no paraba de hablar, tomó su bolso y lo siguió.
Sin preguntar, el hombre había asumido el control de su maleta con ruedas. Era sólo una maleta con lo esencial para cubrir las necesidades básicas; no estaba en sus planes quedarse demasiado tiempo.
La guió hacia otra limusina, negra y brillante como una obsidiana.
—¿Dónde está el Doctor MacInnes? —preguntó Ruri.
—Esperándola. —Levantó el equipaje de Ruri y lo guardó en el maletero de la limusina con más agilidad de lo que sugerían el cabello y el traje.
Se dirigió a la puerta que sostenía abierta para ella.
—¿Cómo supo que era yo en el aeropuerto?
Sus ojos se posaron rápidamente en el rostro de Ruri.
—Supongo que fue pura suerte.
Ruri tomó asiento sobre los negros almohadones, estiró las piernas y rechazó la bebida que le ofrecía el hombre cortésmente. No volvió a mirarla mientras el automóvil se desplazó por el intrincado tránsito matutino.
Poco a poco, la apremiante e impresionante masa de la ciudad comenzó a fundirse con el campo; tierra cultivada de terciopelo y largas hileras de árboles con hojas nuevas. El cielo estaba nublado pero de un modo encantador, como borroneado; acuarelas que se desparramaban en el cielo; nubes color gris lobo que lamían los brillantes colores del campo. A la distancia, sólo podía distinguir la insinuación de las colinas de un color púrpura; bestias adormiladas que soñaban con un llamado encantado que las despertara…
Ruri sonrió para sus adentros y se frotó la mano por el rostro. Estaba cansada. El vuelo había sido largo pero ella no había dormido, como era usual. Como siempre. Estaba acostumbrada a pasar días sin dormir, pero allí, con el indulgente movimiento de cuna de la limusina de Ian… ¿Cuántas limusinas tendrá?, se preguntó adormecida… Sus párpados se tornaron gruesos, demasiado pesados para volver a abrirlos.
Echó una mirada al chofer, que todavía la ignoraba, y luego se colocó la chaqueta marinera sobre los hombros y se acomodó en el asiento. Cerraría los ojos por unos minutos. Sólo necesitaba unos instantes, sólo eso…
…en el mar, el infinito mar, con una fuerte y mortífera tormenta en el aire; una presión que se elevaba y lo rodeaba todo; olas que lanzaban su ataque de cólera con hinchados picos de vidrio azul y espuma. Las nubes se reunían, la luz se desvanecía y el quejido distante y apagado del viento se convertía en un rugido…
Se incorporó demasiado rápido, agitada, su corazón era un tatuaje temeroso en el pecho.
—¿Una pesadilla?
Como una fantasía, como un nuevo sueño premeditado, Ian estaba ahora sentado a su lado en el automóvil con un brazo apoyado en el asiento detrás de ella en una curva que dejaban las yemas de sus dedos sobre los hombros de Ruri. Sus ojos estaban encapuchados cuando la escudriñó, su piel topacio, pálida y transparente ensombrecida con sus pestañas, su boca seria.
—¿Ya ha despertado, querida? —preguntó, demasiado tenue, y su mirada sobre los labios de ella.
Giró para hacer a un lado la mano de Ian, luego, sin pensar, presionó su pecho con las manos, sintiendo el pequeño temblor que la sacudía. Su chaqueta estaba abierta y dejaba al descubierto uno de sus hombros.
Ian retiró su brazo sin ofenderse, sin modificar su modo de ser o esa mirada ensombrecida. Ruri lo miró fijamente, con los ojos bien abiertos.
—Dormía tan profundamente que era una lástima despertarla. Pero ya estamos en el muelle, listos para partir. No podemos esperar más.
Ruri se dio cuenta de que el automóvil ya no se movía, que la puerta detrás de él estaba abierta. Una corriente de aire helada entró, se filtró en su cabello y le erizó la piel desprotegida.
—Discúlpeme —dijo—. No sabía… no sabía…
Miró a su alrededor una vez más, desorientada. Después, volvió a mirarlo mientras Ian hacía una reverencia.
—Bienvenida a Escocia, Ruriko Kell. Estoy complacido de que esté aquí.
Salió de la limusina y después de un instante ella lo siguió, aceptó su mano y pisó sobre la grava que crujió como si hubiera canicas debajo de sus pies. El viento sopló con más intensidad y dejó el sabor a sal en sus labios.
Estaban al final de la ciudad; en verdad era un pueblo con pintorescas casas de piedra y una sola calle de tierra que llevaba de los edificios al muelle. Había embarcaciones esparcidas en el agua, algunos barcos de pesca, unos pocos veleros, pero la mayoría eran lanchas o barcas blanqueadas por el sol, con motores oxidados sujetados de la popa. Los hombres se movían como cangrejos cautelosos alrededor de algunas de ellas, llevaban redes, trapos aceitados, echaban miradas furtivas v constantes al vehículo y al hombre del ras de ella.
La ciudad entera estaba rodeada de montanas, pendientes verdes y doradas salpicadas con brezos, riscos escarpados de granito, grandes rocas que caían en el prado que las rodeaba.
Ruri se volvió para contemplar el mar. No sólo las montañas habían cambiado mientras dormía. Las nubes se habían vuelto más oscuras también; estaban en el horizonte, deslucidas, se desangraban en una raya poco definida.
Anunciaban lluvia, pero no supo por qué lo sabía.
—¿Lista? —Ian la tocó con suavidad del codo y señaló una embarcación justo delante de ellos.
Ruri enterró sus tacos en el barro.