¡Qué mortificante! Estaba hablando incoherencias, contándole historias, historias personales que normalmente no le contaría a nadie. El rostro le dolió cuando la sangre subió a sus mejillas; el contraste de su piel caliente contra el aire salado y vivificante fue de repente poco placentero. ¡Compostura, compostura! Había algo acerca de ese hombre que le crispaba los nervios, que le provocaba un nudo en el estómago y desconectaba su cerebro de su boca.
Podía sentir su mirada, la intensidad del brillo topacio que no se aplacaba. A su vez, Ruri se las arregló para levantar la mirada de nuevo, mirarlo a los ojos con lo que ella esperaba fuera una expresión de confianza suprema.
—Vayamos a los negocios —dijo—. Me hicieron varias ofertas por la isla.
Su sonrisa regresó, seca.
—Mi Dios. Cómo cambian las cosas en unos pocos días.
—Bien. He estado con mi abogado hoy.
—Ay, los abogados… —dijo con deliberación y su sonrisa se volvió más seca aún—. Los santos patronos de los negocios del mundo. Muy bien, señorita Kell, prosigamos de inmediato. Le doy doce millones por la isla.
—Yo… usted… ¿Qué? —El cuchillo de la mantequilla se resbaló de sus manos.
—Doce millones de dólares norteamericanos.
Ruri no podía pensar en una sola cosa para decir.
Otro camarero se acercó y les presentó una botella de vino con una reverencia como de un tributo de sacrificio. Ian miró la etiqueta, asintió con la cabeza y luego se volvió para mirarla.
—Es una propuesta muy generosa.
—¿Generosa? —El corazón comenzó a latirle de……
Ningún otro ha ofrecido ni siquiera…
—¿Ni siquiera tanto? —Sus ojos brillaban ion buen humor, sensuales, comprensivos—. En los negocios, Ruriko, no es bueno que deje escapar sus intenciones. ¿Quién sabe? Podría haber ofrecido una suma mucho más alta.
Ruri quedó con la boca abierta.
—Es un loco.
—No. Sólo rico, muy rico.
¿Debía irse? ¿Estaba jugando con ella? Dios, ¿cómo podía ser serio…?
Más camareros se acercaron y revolotearon, sirvieron vino, acomodaron los platos con servilletas blancas y bordes vistosos, pero Ian los ignoró, claramente acostumbrado a ese trato, esperando solamente que volvieran a desvanecerse entre las pálidas paredes del salón.
—Ruriko —dijo—. ¿Qué piensa?
La falta de confianza hizo que se quedara allí, que volviera a examinar su rostro con nueva perspicacia.
—¿Por qué pagaría tanto dinero?
—Porque soy excéntrico.
A pesar de que no quería hacerlo, sintió que estaba a punto de esbozar una sonrisa y presionó sus labios con fuerza para detenerla.
—Supongo que eso entra en la categoría de locura.
E Ian rió por ella, un profundo y maravilloso sonido que le provocó placer a Ruri, cálido e íntimo.
—¿La ha visto? ¿Aunque sea en una fotografía?
Inspiró, negó con la cabeza.
—Creo que debería hacerlo —dijo con amabilidad—. De hecho, creo que debería verla en persona. Entonces lo comprenderá.
—Ah, no. No lo haré. Una isla… implicaría agua, el océano.
—Sí. Seguro.
—Me basta con una fotografía.
Los dedos de Ian se entretenían con la copa de vino y provocaban un remolino lento y de color castaño en el merlot.
—No —dijo.
—¿Perdone?
No quitó su mirada de la copa.
—Necesita visitar la isla. De hecho —dijo, de modo reflexivo—, creo que voy a tener que insistir.
Todos los signos de humor desaparecieron. Habló con una seguridad que le provocó un escalofrío en la espalda e intenso calor en la garganta.
—¿De qué habla?
Al final, levantó la mirada.
—Debería venir a Escocia conmigo.
Ruri emitió un sonido que fue más un grito ahogado que una risa; Ian no volvió a reír.
—¿Vendería la morada de sus ancestros sin siquiera echarle una mirada?
—¡Sí!
—¿De verdad? Qué interesante. —Probó el vino, apático, completamente frío—. Sin embargo, con la conciencia clara, creo que no podría quedarme con Kell sabiendo que no ha ido nunca.
Había sido un truco, Ruri se dio cuenta, desanimada. Todo, la sonrisa, la chispa para responder, la apariencia cautivadora, había sido un artilugio para llevarla allí, escucharlo y creerle… y a pesar de las dudas que tenía sobre él, lo había seguido tan voluntariosa como un cordero.
Allí estaba el verdadero hombre. Allí estaba el hombre que había visto hacía tres días en su apartamento; la dura rudeza que yacía debajo de esa fachada amigable. Y allí estaba su itinerario real, o al menos parte de él.
Quería que cruzara el océano…
Doce millones de dólares. Ay, Dios.
—Sólo piense en lo que haría con esa suma de dinero —dijo Ian, su mirada más allá de ella, hacia el gran y amplio mar—. Cancelar deudas, terminar sus estudios. Abril su propia escuela, si así lo deseara.
—Usted… me hizo investigar.
—Soy un hombre minucioso.
—No tiene derecho…
—No se trata de derechos, querida. Se lo dije, esto es un negocio. Grande o pequeño, nunca hago un trato a ciegas y este trato es… importante. Sí, sé quién es, sé lo que quiere. Y sé que puedo dárselo. —Volvió a mirarla, ojos dorados, cabello negro, una sonrisa astuta—. Dinero —agregó lentamente—. Puede cambiarlo todo. Me pregunto si usted es lo suficientemente audaz como para permitirme demostrárselo.
El salón matizado con colores suaves de pronto pareció demasiado iluminado, demasiado expuesto. Ruri levantó una mano para cubrirse los ojos, los cerró y anheló estar en la oscuridad.
—Mis padres no fueron… buenos con el dinero.
—No —respondió, con un tono de voz que podía significar cualquier cosa.
—Murieron tan pronto. No intentaron…
Esperó en silencio mientras el murmullo y el bullicio del restaurante los envolvía.
—No tengo que vendérsela a usted —murmuró finalmente.
—Pero lo hará, ¿no es así, Ruriko Kell? —. Bajó la mano.
—Lo pensaré.
Ian levantó la copa hacia ella, encanto y gracia una vez, más, el merlot era una baya ahuecada entre sus dedos.
—Eso es todo lo que preguntaré…
Ruri vaciló, luego levantó su copa.
—… por ahora —agregó mientras las copas de cristal rozaron sus bordes.
* * * * *
—Tiene razón acerca del aire aquí —admitió— . Es bueno.
Ian se acercó a la oreja de Ruri, sus palabras fueron un murmullo de seda.
—Espere a probar el aire de Kell. Se sentirá como una mujer nueva. Se lo prometo.
Capítulo 5
Nuestros primeros años juntos en la isla fueron un laberinto de felicidad. En el momento en que llegó a las arenas doradas de su nuevo hogar, Kell hizo una pausa y se volvió para mirarme con gran solemnidad. En medio de las olas que llegaban a nuestros pies, me obsequió una promesa y un beso: ese era nuestro dominio. Esa isla, ese momento era sólo nuestro.
—Y los animales y los árboles y el mar —agregué, con una sonrisa en medio del beso.
—Sí y ellos también —aceptó—. Porque todos somos tus sirvientes.
Entrelacé mis dedos con los de él; lo miré a través de mis pestañas.
—No eres un sirviente. —Lo acerqué aún más a mí, me arrodillé ante la calurosa acogida del santuario de la playa—. No, tú no.
Soltó mi mano. Sentí su débil caricia en mi cabello y en mi frente y luego, se arrodilló delante de mí con su bello y tenso rostro.
—No milady, no soy un sirviente —dijo, en voz baja con mis mejillas entre sus manos.
—Eres mi esposo —dije con suavidad, mientras veía como el sol le entibiaba los ojos.
—Soy tu amante —respondió e inclinó su cabeza hacia mi cuello, sus labios rozaron mi piel, suave y moderado, como el aire agitado por las alas de un gorrión.
Extendí mi cuerpo contra el de él para deleitarme con él; su caricia más leve generaba un líquido placentero en mis entrañas y siempre me encontraba indefensa ante esa sensación. Supe que sería siempre así entre nosotros. Finalmente, había encontrado a mi amor.
El tiempo pasó. Danzamos y jugamos y dejamos que la humanidad permaneciera sin nosotros.
Fue Kell quien un día, mientras holgazaneábamos en el valle, pensó en el palacio. No fue inesperado ya que Kell venía del mundo de los humanos. ¿Qué era un palacio sino un objeto mundano, un refugio vacío para los mortales? No era necesario, resalté. Teníamos la bendición de los bosques y las criaturas de la isla. ¿De qué serviría un palacio, una responsabilidad de pesados muros y piedra?
Y esbozó su sonrisa dulce y apoyó su mano en mi vientre, donde crecía nuestro primer hijo.
—Un hogar para nuestra niña —dijo—. Para que podamos darle una cuna, una chimenea. Una ventana desde donde mirar las olas. Y… un lugar donde pueda tener todas las flores que le traiga.
—Y a mí—dije con rapidez. Su sonrisa se transformó en risa. Me abrazó, el refugio más adecuado; sin embargo, mientras me besaba, su regocijo nos agitó a ambos.
—Sí y a ti. Naturalmente, a ti.
¿Podía un hombre ser tan embriagador?
Construí el palacio de Kell, piedra por piedra, hechizo por hechizo. Inevitablemente se convirtió en un lugar espléndido porque todo lo que yo hacía era espléndido, lo quisiera o no. Estaba en mi naturaleza.
Recorrimos los pasillos juntos, tomados de la mano; incluso yo misma tuve que aceptar que era un hogar bellísimo.
Kell lo llenó de flores. Primero nuestra alcoba, nuestro lecho, y más tarde, la pequeña habitación de nuestra hija.
La llamamos Eos, por la gran alegría que trajo a nuestras vidas. No pasó ni un solo día en que Kell no le trajera algún regalo, un caracol, una escama tornasolada, un pequeño trozo de cuarzo. Un tallo perfecto con una flor anaranjada, dulce como la miel.
Para mí había tributos más intensos, poemas y canciones, mantas con fragancia a pétalos para hacer el amor. Una vez encontró una cadena de oro entre las piedras, la vanidad de una mujer en cuentas de rubí; ató la cadena a mi cintura con besos que provocaban cosquillas, dejó que los rubíes corrieran entre mis piernas hasta que gemí de la excitación.
La isla celebraba su adoración y los campos de flores salvajes parecían crecer por donde él caminara. Nos traía grandes cantidades: amapolas en verano, rosas pálidas en primavera. Gencianas en otoño y acebos en invierno. En nuestro palacio, el perfume de la naturaleza se mezclaba con el viento del océano, único y acogedor. De tanto en tanto, en el mar, contemplaba la isla, no importaba lo lejos que estuviera, e imaginaba que aún podía respirar la esencia de su devoción.
Cuando nadaba de regreso a la costa, me recibía con nuestra hija en brazos, sus rizos blondos coronados con lavanda y narcisos y en sus pequeños puños, una guirnalda de flores para mí.
Usaba las flores y le robaba los besos a Kell, mientras Eos reía con alegría.
Capítulo 6
El asiento del avión era pecaminosamente confortable: tapizado afelpado, reclinable hasta formar una cama, su propia pantalla de vídeo, auriculares acolchonados, cálidas toallas de mano. Ruri tenía el asiento junto a la ventana; Fuera, flotaban montículos de nubes francesas color vainilla, una manta de algodón que cubría la tierra.
Se dio cuenta de que miraba más y más esas nubes y no la pequeña e ingeniosa pantalla de vídeo. Giraban y se volteaban, se desparramaban y se plegaban. En ningún momento pudo ver el planeta tierra debajo de ellas.
Había transcurrido una semana desde la última vez que había visto a Ian. No la había llamado ni se había acercado desde entonces. Cuando el Señor Saito le telefoneó, ya había llegado al punto en que no espiaba más por la ventana en busca de un automóvil nuevo y brillante, un hombre atractivo con cabello negro indomable. El Doctor MacInnes había regresado a Escocia. Junto con la oferta de compra de la Isla de Kell, había dejado un sobre timbrado para ella en el estudio de abogados.
En el sobre había un pasaje de avión a Edimburgo y una corta nota plegada.
Espero su grata visita.
Palabras perturbadoras, cubiertas de sentido. O no. Casi se distrajo tratando de decidir.
Postdata: traiga el relicario.
Una azafata pasó junto a ella, le ofreció rellenar la copa de champagne. Lo rechazó y se volvió para contemplar aquellas nubes gordas y de color natural fuera de su ventana.
Primera clase. Si no terminaba por aceptar la oferta de Ian por Kell, quizás tuviera que vender un riñón para pagárselo.
—Ve —le pidió Setsu—. Por Dios, Ruri. Ve. No tienes que prometerle nada. Pero tiene razón, deberías conocer la isla.
—Ve —coincidió Jody, después de echar sus runas—. Tu sendero te espera y no es bueno esquivar el destino. Tengo una fuerte sensación acerca de todo esto.
—Ve —dijo Toshio, en el último brunch del domingo—. Y si busca algo contigo, iré hasta allí y le patearé el trasero.