La última sirena – Shana Abe

—Perdón… —Ruri levantó una mano—. ¿Podrías describirlo?

—Bueno, no. Por lo que yo entiendo, es un objeto muy antiguo de la familia. Un relicario, me dijeron. El procurador del estado se lo entregó por equivocación a un nuevo aprendiz en una caja con objetos comunes. Estuvo bastante perturbado…

—Lo tengo yo —dijo Ruri—. No está perdido.

—¿Eh?

—Sí. Y… no está a la venta.

El señor Saito lo aceptó sin parpadear, como era su costumbre.

—Informaré a la firma escocesa.

—Gracias.

—De nada. Y, ¿Ruriko?

—¿Sí?

—Piensa en lo que te dije, acerca de esperar un tiempo para vender la isla. Como tu abogado, soy tu defensor, independientemente de lo que tu decidas. Pero como amigo de tu padre, sería negligente de mi parte si no te propusiera todas las opciones. —Le sonrió con su rostro redondo y suave, arrugado de tanta amabilidad—. Y, después de todo, no todos los días se hereda una isla.

* * * * *

No supo por qué lo había dicho; por qué cuando el collar fue mencionado había reaccionado para protegerlo. Para quedárselo. Aunque le atraía, ni siquiera le agradaba.

Pero las palabras habían fluido, y luego, después de haberlas pronunciado, le habían parecido correctas. Se sentían bien.

Su apartamento le dio la bienvenida, familiar, seguro y sensato después de todo lo que había sucedido esa mañana. Su propio lugar sin complicaciones, rastros de su vida y de la gente que amaba capturados en una sola y alegre habitación, una vista del jardín Zen justo fuera y la amplia calle bordeada de árboles más allá.

Se dio cuenta de que estaba mirando el caracol y que se dirigía hacia él. La superficie en espiral y el abanico de espinas siempre le habían parecido algo exótico; una gota del trópico en su mundo de cada día. Pero, mientras Ruri lo tocaba, se preguntó cómo lo habría sentido Ian. Para Ian MacInnes, que lo había tomado con tanto cuidado con sus manos bronceadas por el sol.

Había dejado la puerta abierta. A la luz del día, la energía maníaca de la ciudad estaba mejor contenida, apartada de su bogar por el gran roble en el frente y la total extravagancia de su sendero de laja; una brisa se filtró en su habitación como un murmullo, sin mover siquiera las cortinas.

Ruri volvió a apoyar el caracol en la pequeña mesa y abrió el cajón poco profundo que estaba debajo.

Allí estaba el relicario con su caja, sin tapa, un brillo ceniciento y tenue. Permaneció allí unos instantes y lo miró fijamente, entonces, casi sin querer, lo acercó a la luz.

Parecía más pesado que antes: la cadena se deslizó entre sus dedos con prisa antes de que pudiera cerrar el puño y lograra atraparlo. El relicario giró sobre su mano abierta, capturó la luz del sol y volvió a girar una vez más con una descarga de destellos plateados. Ruri tuvo que cerrar sus ojos.

—No quería cenar —dijo una voz detrás de ella—. ¿Qué tal un almuerzo?

Se volvió sin un leve sentido de la sorpresa, como si lo hubiera estado aguardando. Como si lo hubiera estado esperando.

—Porque encontré un lugar —continuó Ian, de hecho, en la puerta—. Y pensé en usted.

Sus ojos se posaron en el relicario; no podía estar equivocado, era una estrella fugaz en su mano. Arqueó las cejas y dijo:

—Ah. Allí está. Me pregunto…

Ruri bajó el collar, desconcertada.

—¿Qué?

—¿Dónde estaba? Es bastante valioso, sabe. Estoy complacido de que usted lo tenga.

—Lo conoce. —Hubo un tono de acusación en su tono de voz y un pequeño movimiento en su cabeza.

—El Alma de Kell. Por supuesto que lo conozco.

—¿Tiene nombre?

—Es famoso… en algunos círculos. ¿No conoce la historia?

—No.

—¿Quiere que le cuente? —preguntó con suavidad—. Úselo para almorzar conmigo. Le obsequiaré la historia.

—No, gracias. —Colocó el collar una vez, más en la caja y cerró el cajón con firmeza. Y no quiero almorzar.

—¿No? —No se había movido aún, solo permaneció allí en la entrada, tapando la luz. La brisa sopló otra vez, pero esta vez, Ruri pensó que traía una sutil e invitadora esencia, hombre y tierra intangible.

Ruri observó el caracol y se mordió el labio inferior mientras la voz de Ian se volvía persuasiva.

—Venga conmigo. Lo disfrutará. Aire libre. Llamadores de ángeles. Aire puro.

—Aire puro —repitió mientras frotaba con su dedo una de las espinas—. ¿En los Ángeles? No lo creo.

—Venga conmigo y descúbralo. Ya sabe quién soy ahora —dijo, cuando todavía Ruri ni siquiera se había movido—. Usted sabe por qué estoy aquí. Ya se lo he dicho. ¿A qué le teme?

—¿Me está acosando? —demandó, y se arrepintió de lo infantil que había sonado.

Pero los labios cincelados sólo esbozaron una sonrisa; arrancó una palabra de su pensamiento.

—No, querida. Sólo la estoy esperando.

Ruri lo miró de reojo mientras consideraba la propuesta. Ese día se había peinado, afeitado, aún tenía ese encantador aire de mala reputación sobre sus músculos. Jeans desgastados y un jersey color galleta; debía ser de cashmere; exaltaban un contorno bien tonificado; un hombro apoyado de modo casual contra el marco de la puerta. Permaneció allí, relajado, con las manos en los bolsillos y la brisa en el cabello, un hombre de luz y sombra enmarcado en hojas de roble.

Supo, sin duda alguna, que no era lo que parecía. Y sin embargo…

Ruri tomó su bolso.

—Soy vegetariana.

—Sí —respondió llanamente—. Tuve el presentimiento de que lo era.

* * * * *

La llevó a Malibú, aquel tramo de playas de moda y mansiones de estrellas de cine que se rozaban pared con pared. Ruri no habló durante el viaje; aceptó el nuevo automóvil rojo convertible que Ian consiguió con una sola y satírica mirada de reojo. La ayudó a subir y lo único que hizo Ruri fue sacar sus gafas de sol y mirar hacia delante.

Ian no había querido la limusina para ella. No quería que ambos estuvieran atrapados en un lugar tan privado y cerrado. No aún.

El viento los golpeó en la autopista pero Ruri logró controlarlo mientras sostenía su cabello con una mano y veía los edificios y las montañas pasar a gran velocidad. La falda de lino de su conjunto de playa se elevaba hasta las rodillas; Ian se distrajo con el par de piernas largas y bellas, cruzadas en el tobillo, y con unas pequeñas sandalias que dejaban sus pies desnudos.

En el Cañón de Malibú, sacó la cabeza por la ventanilla para seguir la débil y enroscada barranca que bordeaban hasta que las colinas aparecieron y el Pacífico emergió delante de ellos en forma de cuña color índigo neblinoso.

Después de eso, Ian notó que Ruri contemplaba el mar.

El restaurante era pequeño, apartado, en lo alto de un acantilado, al final de un camino angosto y sinuoso. Permitió que el guardacoches le abriera la puerta pero se aseguró luego de tomarla del brazo y guiarla él mismo hacia adentro.

Era, como había dicho, un lugar que hablaba de ella: pisos fríos de piedra caliza, graciosos arcos tipo español, delgados ficus con troncos trenzados y polvo de hadas en las hojas. Los llamadores de ángeles, una serenata suave en el patio del jardín y una serie de campanas de bronce tibetanas, no más largas que una rosa, pendían del alero.

No podía dejar de mirarla. No podía dejar de mirar su rostro, las encantadoras líneas de su perfil, su cabello peinado al viento cuando levantó su cabeza y contempló a su alrededor. Llevaba puesto poco maquillaje. No lo necesitaba, por supuesto; tenía el esplendor mítico e inconsciente de la sirena que casi relucía con cada paso. La luz la acariciaba, el aire suspiraba. Mientras caminaba por el restaurante, los hombres con trajes hechos a medida y corbatas de seda se volvían en sus sillas para mirarla.

Se preguntaba cómo era que no estaba casada.

Pero no lo estaba. Ian ya había hecho una investigación, y sabía todo lo que se podía saber de su archivo público… y algunas cosas no tan públicas. Nombre completo, fecha de nacimiento, número de seguridad social, saldo de las cuentas bancadas, calificaciones en la universidad, direcciones anteriores… todas las partes y piezas que conformaban la Ruriko Catherine Kell oficial y hacían a un lado parte del misterio de su vida.

Conocía, por supuesto, el misterio de su vida privada.

Acreedores, había dicho aquella mañana en la puerta, e Ian buscó la pila de facturas que habían causado obsesión en sus padres y ahora en ella, una deuda creciente y nada de dinero para pagarlas. Que trabajaba como adivina de noche; una parte de él todavía sonreía frente a ese descubrimiento; y que de vez en cuando, se mantenía a flote con un cheque que recibía como paga.

Que era hija única.

Que tenía un título en inglés y quería enseñar.

Que estuvo haciendo un postgrado hasta que sus padres murieron.

Que estaba sola y vulnerable. Exactamente como él deseaba.

—¿Ha estado aquí antes? —preguntó Ian, mientras el maitre d’hotel hacía una reverencia y movía la silla para que Ruri tomara asiento.

Le echó una mirada que podría haber tenido algo de ironía.

—No.

—Escuché que es muy bueno.

—Seguro que lo es. —Ironía, sin lugar a dudas.

Fuera, las campanas de bronce dejaron sonar una perfecta floritura de notas.

—Y —agregó él con tono neutral— la vista es increíble.

Ruri giró la cabeza y miró por la ventana que estaba junto a ella, pero Ian encontró que la inquietud desarmaba su rostro. Se fijó en la forma en que examinaba el mar y luego los acantilados y luego, una vez más, el océano. El brillo del sol que se reflejaba tornaba su piel de un color durazno brillante, pestañas de ébano en oro y miel. La parte superior del vestido tenía encaje y llegaba hasta la clavícula, de un blanco angelical junto al dulce hueco de su garganta.

Ian dijo:

—Pensé que luego quizás podríamos caminar por la playa.

—¿Es una cita?

Su sonrisa fue dulce y cubrió la reacción abrupta de su cuerpo a la mirada azucarada y fuerte de Ruri: un dolor abrasador, un deseo casi violento que nació dentro de él y que se avivaba, quemándolo por dentro.

No aún. No aún.

Los camareros se acercaron con agua y panecillos frescos. Ian ordenó un aperitivo y vino y esperó que los camareros se retiraran para dar una respuesta.

—Esto es sólo negocios. Pero no existe una razón que explique por qué los negocios no pueden mezclarse con un poco de arena y sol. En especial, con un clima tan bueno. Hace mucho más frío en Escocia en esta época del año.

Ruri observó el plato del pan; una mecha de cabello marrón se deslizó hacia delante y cubrió su mejilla. Había un tono de desdicha en sus labios.

—¿Fue algo que dije? —preguntó Ian y levantó sus pestañas.

—Una vez casi me ahogo.

No pudo esconder su sorpresa.

—¿En serio?

—Sí. —Bebió un sorbo de agua, los dedos pálidos contra el vidrio—. Era muy joven, pero lo recuerdo… escenas, como pinturas. Como si le hubiese sucedido a otra persona Sentí una presión fuerte… en mis pulmones. Como si los quisieran dar la vuelta.

Ian intentó mantener un tono de voz apacible.

—¿Fue en el océano?

—No. —Una sonrisa quebradiza; se apartó el cabello de la mejilla—. Por Dios, no. No fue en el océano. Nunca me acerco demasiado a él. Fue sólo en una piscina.

—¿Quiere decir que nunca estuvo en el mar?

—Nunca. Jamás —lo dijo con fuerte convicción. Una mano levantada, no le dejaba ver la vista—. Ni siquiera me acerco a la costa.

Ian quedó en silencio por un momento, reflexionó sobre lo que había escuchado y luego tuvo un nuevo pensamiento.

—¿Quién la salvó? ¿En la piscina?

—Ah, mi madre. Mi padre no podía ni dar una brazada. Ella quería que tomara clases de natación después del incidente pero yo… —Se encogió los hombros y se sonrojaron sus mejillas—, no quise. Permanecí alejada de las piscinas. Y así terminó todo.

Ian se recostó, desgarrado, entre el impulso repentino e irracional de contarle todo y la prudencia de mantener su boca cerrada. Era poco probable que el secreto de la familia hubiera muerto con esa rama estadounidense, pero sus descendientes habían abandonado Escocia hacía ya tanto tiempo que supuso que todo era posible. Sólo Dios sabía que había herencías que habían sido enterradas con anterioridad. Así que Samuel Kell no nadaba, su hija tampoco…

Era como lo había sospechado Ian. No sabía nada de su ser.

Tendría que mostrárselo.

Ruriko rio una vez más, más suave esta vez, avergonzada.

—No puedo imaginar por qué le conté todo esto.

—Porque… no quiere caminar por la playa. Ruri jugueteaba con el cuchillo de la mantequilla.

—No. De verdad no quiero.

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