La última sirena – Shana Abe

No le pertenecía. No quería que fuera de ella.

Otro tridente luminoso dividió el cielo. Esa vez, también se oyó un trueno, un rugido profundo que le provocó un escalofrío con la delicia de un barítono. Ruri pateó las sábanas y se puso de pie.

En camiseta y pantalón pijama salió y elevó su rostro hacia la humedad. La lluvia le golpeó la piel; abrió las palmas de la mano hacia el cielo y sintió cómo el agua se deslizaba entre sus dedos en una sensación alegre. No llovería por siempre. Había olvidado lo bello que era hacer algo simple e infantil y divertido como mojarse bajo la lluvia.

No había duendes, ni hadas. Sólo una mujer solitaria en un sendero de laja que llevaba a la puerta de su hogar, con las manos estiradas y la cabeza hacia atrás, que sonreía como una tonta, de algún modo con cierta locura, agradecida por el aguacero.

No vio al extraño que se aproximaba hasta que se detuvo justo frente a ella; fantasmal, silencioso y sereno, todo lo contrario a esa noche.

Capítulo 3

Había dejado Escocia en una de las peores tormentas, por mar, por aire y luego por tierra, fue vapuleado y zarandeado durante todo el viaje. Parecía que los dioses de la lluvia lo seguían incluso hasta allí, hasta ese lugar que pensó sería tan reseco como vegetación del desierto.

¿Era una señal o simplemente era mal tiempo?

Una señal, decidió Ian, e hizo a un lado el cinismo. Un obsequio de Kelmere lo acompañó a través del gran océano. Los dioses soplaron con fuerza en su espalda.

Regresa a casa pronto.

Sí. Lo haría. Por fin, lo haría.

Desde el refugio que le brindaba la limusina alquilada, vio a la mujer que bajaba los escalones, cómo esquivaba con delicadeza las piedras del sendero, cómo la lluvia goleaba su cuerpo y la dejaba lisa y brillante como una foca. Su éxtasis era tan evidente, tan absoluto. No había forma de que se diera cuenta de que la observaban.

—Espere aquí —le ordenó Ian al chofer que estaba, sin duda, medio dormido, ya que habían estacionado allí hacía más de una hora.

Pero el hombre se volvió y asintió con la cabeza. Ian descendió del vehículo a la helada conmoción de la noche.

El chofer lo había desconcertado cuando lo llevó a ese vecindario descuidado y lleno de vagabundos y visualizó la línea de edificios que coincidían con la dirección que llevaba. No parecía el barrio apropiado para un respetable profesor universitario y su esposa, pero había hechos que no podían negarse. Ése era el lugar.

Había esperado una hora decente para llamar a la puerta, al menos hasta el amanecer. Sin embargo, la mujer había emergido del apartamento del doctor Kell sin prisa, descubierta, como si fuera lo más común del mundo dar vueltas bajó la lluvia sin un impermeable o incluso, vio más de cerca, descalza.

Era demasiado joven para ser la esposa del profesor.

Interesante e inesperada. Sin embargo, podría ofrecerle una mano en el juego que pensaba desplegar. E Ian hacía tiempo que había aprovechado todo aquello que pudiera servirle o no.

Las gotas de lluvia caían iridiscentes en la noche, como una lluvia de diamantes. Se desplazó con el sigilo y la elocuencia que dos décadas de duro entrenamiento shaolin le habían brindado: instinto, supervivencia, la caza como un todo. Pero se le ocurrió que tenía que hacer un poco de ruido para advertir a la mujer, pisadas al menos; dejó que sus talones golpearan la laja.

Parecía no escucharlo.

Entonces caminó hasta tener a la vista la garganta de la dama, desnuda y encantadora mientras contemplaba los cielos; el oscuro cabello enredado se agitaba sobre su espalda. Su ropa de cama se había vuelto translúcida debido a la lluvia. Se amoldaba a su cuerpo con pálidas y esbeltas líneas. No pudo evitar echar un vistazo fugaz a los senos, sus curvas placenteras y el indicio de unos pezones tensos (¡no era un monje, por Dios!), pero fue tan sólo una corta pérdida de control.

Luego, Ruri bajó el mentón y sus ojos se posaron en Ian quien se encontró mirando directamente a los profundos ojos azules de una sirena.

La sirena.

El corazón se le detuvo en su pecho.

Ruri gritó y dio un paso atrás, mientras levantaba los puños en un gesto provocativo y furioso.

—Un paso más, señor, y le garantizo que terminara perdiendo alguna parte vital de su cuerpo.

El hombre no se movió. A través de la lluvia que lastimaba, Ruri mantuvo la mirada; sus nervios gritaban; estaba lista para golpear. No era una boxeadora profesional pero sabía que podía pegar con fuerza, con mucha fuerza. Si el hombre se crispaba, si pestañaba, dejaría en libertad su fuerza… La puerta estaba justo detrás de ella… ¿Por qué había salido sola a caminar, por Dios? Era más inteligente. Había vivido en la ciudad durante años.

—¿Yuriko Kell?

Le llevó unos minutos registrar lo que decía, la voz profunda y familiar, el acento fluido. El nombre de su madre con acento en la sílaba equivocada.

Habló una vez más, con voz ronca, el agua caía entre medias de los dos con miles de ruidosas gotas.

—¿Usted es… Yuriko Kell?

Ruri no bajó los puños, no del todo. En cambio, se enderezó un poco.

—¿Quién diablos es usted?

—Ian MacInnes. —Levantó una mano y la volvió a bajar cuando Ruri brincó hacia atrás—. Llamé. Avisé que vendría.

—¿Si? No escuché su mensaje.

Si entendió el sarcasmo en sus palabras, no mostró señal de haberlo hecho. Sólo respondió:

—Bien. —Con ese tono de voz ronco y atractivo.

Y luego, al ver que Ruri no se movía, agregó:

—No quiero lastimarla.

En la oscuridad que provocaba la lluvia, Ruri lo examinó: más alto que ella, con espeso cabello negro que se rizaba sobre la frente y goteaba sobre el cuello; una chaqueta gris que cubría casi todo su cuerpo. No llevaba sombrero. La miraba fijamente, pestañas negras, cejas tupidas, líneas de expresión alrededor de su boca indiscutiblemente seductora. A pesar de las líneas, su rostro era casi bello, con facciones fuertes, masculinas, pero había algo más. Había una severidad y austeridad en él que transformaban sus hermosos labios y pestañas en algo místico.

Sus ojos eran color ámbar. La estudiaban con intensidad desvalida; una pantera tras su presa.

Ruri recordó, de pronto, lo que llevaba puesto y cómo se vería mojado.

—Por favor. —El hombre hizo una señal hacia la puerta abierta detrás de Ruri—. ¿Podemos entrar?

—Absolutamente no. —Comenzó a retroceder sin dejar de mirarlo. Pero el hombre no la siguió, sólo la vio irse con esa mirada luminosa y ardiente.

—He venido de lejos.

—Me importa un bledo.

—¿Cómo, perdón?

Ya había llegado a la puerta y buscaba refugio detrás de la pesada madera.

—¿Sabe qué hora es?

—He venido a hablar con el Doctor Kell. Sé que es tarde… o temprano… Acabo de llegar de Escocia. Es imperioso que hable con él.

—Llega demasiado tarde.

Dio un paso adelante.

—¿Cómo?

De pronto, Ruri se sintió cansada. La adrenalina que la había azotado antes colapsaba en sus venas y la dejaba pequeña y exhausta.

—Llega demasiado tarde —dijo Ruri una vez más y se sintió horrible. Sentía una presión en el pecho con el conocido dolor apagado y contrariado que significaba que lloraría en cualquier momento.

—Samuel Kell está muerto. Regrese mañana.

Cerró la puerta antes de que Ian pudiera decir nada.

* * * * *

Lejos, en una pequeña y perfecta isla, toda criatura viviente, desde los ágiles conejos del bosque hasta las enormes focas grises de las rocas, hicieron una pausa para inhalar el nuevo perfume que recorría el cielo. Olas color turquesa brincaban y se escurrían en la costa con un rocío blanco, reflejan do las nubes que colgaban del cielo. Y en las ruinas de un antiguo palacio, donde las brisas formaban remolinos y giraban, los estorninos, en sus nidos, comenzaron a cantar.

* * * * *

No se durmió.

Lo intentó, porque la pesadilla era aún mejor que recordar y sentir dolor y derramar lágrimas en su almohada ya húmeda. Pero Ruri no se durmió y lloró sólo un poco antes de limpiar su rostro y levantarse para tomar una ducha. El agua caliente por lo general ayudaba.

El amanecer comenzó a filtrarse por las sombras de las persianas americanas, tiñó el marfil de un rosa anaranjado e iluminó todo su pequeño hogar del color del interior de una concha marina. Ruri preparó una taza de café y la bebió lentamente, concentrada en cada sorbo, cada pequeño movimiento de su mano, para no tener que pensar o incluso sentir. Pronto lo haría. Pronto enfrentaría el nuevo día.

Fuera, los ruidos de la ciudad comenzaron a despertarse, automóviles que refunfuñaban en las calles, vecindarios que comenzaban a agitarse, perros que paseaban por el cemento y los charcos de agua rotos por pasos sonoros y veloces.

El café se había terminado; la lluvia se había detenido. Ruri abrió la puerta y contempló el cielo límpido y fresco, sin nubes, prístino. Los árboles estaban decorados con agua y los edificios, oscurecidos…

Y la limusina estacionada en la calle, en el mismo lugar que la noche anterior.

Un hombre salió de la limusina. Un hombre alto y buen mozo con una costosa chaqueta gris.

—Genial —murmuró y vio como cruzaba la calle.

Por lo menos estaba vestida.

—Todavía sigue aquí —dijo, cuando estuvo lo suficientemente cerca.

—Es mañana —argumentó, con suavidad.

Ruri no se movió de la puerta, sólo se cruzó de brazos y le echó una inspección meticulosa y obvia desde la desordenada cabellera hasta los zapatos de cuero italiano.

—¿Durmió en el automóvil?

—No. Tengo una habitación en un hotel.

—¿No les dan maquinillas de afeitar en el hotel? —preguntó con dulzura.

Sonrió, pero no había rastro de humor en la aguda curva de sus labios.

—Estaba un poco apurado.

—Señor McGuinnes…

MacInnes —corrigió, con suavidad.

—Siento que haya venido desde Escocia. Siento que no haya podido afeitarse. Pero ya le dije anoche lo de Samuel. Y cualquier negocio que hubiera tenido con él tendrá que verlo con el estudio de abogados que maneja la legitimidad del testamento. No tengo trato con los acreedores…

—Usted no es Yuriko.

A la luz del día, sus ojos tomaron el reflejo del topacio pulido, un color extraordinario, pálido y brillante a la vez. Se posaron en los de Ruri y ella sintió que su antipatía comenzaba a vacilar en esa mirada que reflejaba la luz.

—No. No lo soy.

—Es… la hija.

—Parece que conoce bastante sobre mi familia y mi persona. Y ya que no sé nada acerca de usted, creo que lo mejor es que me muestre alguna evidencia sólida de su identidad o bien váyase antes de que llame a la policía.

—Por supuesto.

Nada parecía detenerlo; tomó el tono defensivo de Ruri con la pose cordial de un hombre que está acostumbrado a lidiar con criaturas incivilizadas y buscó en su chaqueta la billetera y luego, una tarjeta y se la ofreció entre dos dedos bronceados y largos.

Ruri la tomó con delicadeza, con cuidado de no tocarle la mano.

Doctor Ian MacInnes
Dep. de Arqueología Marina
Universidad de San Andrés

—Perdón por la confusión —dijo con calma—. Nadie me informó de que el Doctor Kell había fallecido o de que tuviera una hija. Por favor, acepte mis más profundas condolencias por su pérdida.

Ruri levantó la mirada.

—¿Lo conoció?

La mirada dorada cambió de rumbo. Estudiaba la obra de encaje formada por la hiedra inglesa en la pared detrás de Ruri.

—Me temo que no.

Maldita sea. Le costó a Ian mantenerle la mirada pero le resultaba imposible cuando Ruri hablaba de ese modo (dulce y espumada y suave; aquella conmovedora voz entrecortada). Simplemente lo lastimaba demasiado.

Ella no lo recordaba. Él no podía creerlo, pero era obviamente verdad.

¿Cómo podía ser que él la hubiera reconocido con un sobresalto que golpeó todo su ser, que lo había dejado mudo y perplejo y que ella ni siquiera lo recordara? Treinta y tres años de profesionalismo y disciplina y maldito sacrificio lo habían abandonado en un abrir y cerrar de esos ojos azules; conmoción y decepción habían convertido su mente y su cuerpo en nada.

Ella no lo conocía.

Y si no lo conocía… quizás no sabría nada. Nada sobre Kell. Nada sobre ella misma.

Se concentró en la hiedra. Siguió la elaborada tracería de la parra sobre el estuco mientras exhaló en cinco tiempos. Paz, sosiego. Deja a un lado las distracciones y concéntrate en lo que debes hacer.

Ian se permitió mirarla una vez más. Ruri examinaba la tarjeta por segunda vez. La sostenía de las esquinas como si pudiera contener algún mensaje oculto en la parte sin imprimir. Su cabello era satinado y oscuro, una caída agridulce de chocolate sobre sus hombros, mechas cortas alrededor de su rostro que se rizaban y rozaban sus mejillas sin defectos. Sus labios rosados hacían una mueca. Sus pestañas negras como el hollín estaban entreabiertas. Las uñas, sin arreglar, tenían el brillo duro del cristal de cuarzo. Incluso vestida con la camiseta gastada y los jeans que hoy en día favorecían a tantas mujeres, ella brillaba con la luminiscencia pura y elemental que marcaba a toda su raza.

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