—No te vendría nada mal —Ruri le tocó con la punta del dedo las costillas.
—¡Huy! ¡Las mordidas de la conejita!
—Cállate.
Y Toshio, quien una vez había dicho infamemente que «Dios le había dado a Ruri un tono de voz que podía llegar a derretir los glaciares; me podría pedir que anduviese desnudo y me tiñera el cabello de azul y yo le preguntaría, ¿azul marino o azul pastel?», sólo respondió:
—Muy bien. —Y se fue.
Formaban una familia como los colores del arco iris; una colección disparatada de colores y tallas y temperamentos. Desde el encantador estilo geisha de Amanda hasta los ojos verdes de Hanako. Ruri hizo una pausa junto a la repisa de la chimenea para contemplar el portarretrato con la fotografía familiar que había sido tomada dos navidades atrás: sonrisas y medias sonrisas, rostros queridos que iban del color café al natural y al blanco porcelana. Ruriko estaba literalmente en algún lugar por allí en el medio, ni muy alta ni muy baja, ni muy pálida ni muy bronceada, cabello castaño oscuro que a plena luz del sol emitía destellos color cobre, las pestañas oscuras de su madre y labios del color del capullo de una rosa. Los ojos de su padre, azul lapislázuli. Como la medianoche.
Setsu la encontró. Hubo más abrazos para compartir; llevaron el hummus y el pan árabe a la mesa abarrotada de gente y los acomodaron entre una bandeja con sashimi de vistosos colores y una caja de mochi pálidos y pulverulentos.
—Estoy preparándote una ensalada —dijo Setsu, mientras apretujaba las manos de Ruri. Vinagreta y pacana acaramelada, como te gusta a ti.
—Tía Setsu, no tienes que hacerlo.
—¿Por qué no? Me gusta. Siéntate. Siéntate.
Ruri tomó asiento en su silla favorita, aquella con brazo asimétrico y la pata trasera un poco más corta que parecía causarle un ataque epiléptico a quien la usara, pero que a ella lograba brindarle la reclinación adecuada. Permaneció allí un momento con las manos sobre el regazo y vio cómo se movía su tía, llena de vida, buen estado físico, gracia moderada. Luego, se quitó los zapatos de tacón y levantó las rodillas para apoyar el mentón sobre ellas.
Gente entraba y salía de la cocina y la bandeja de sashimi comenzó a parecer un rompecabezas donde faltaban la mayoría de las piezas. Molly, de ocho años, pasó velozmente y probó el hummus. Dijo que era delicioso y luego comenzó a perseguir a Toshio por la habitación mientras blandía un trozo de pan como si fuera una espada. Los miembros de la familia que se encontraban diseminados por allí comenzaron a reír, pero Ruri miraba a Setsu. Permanecía inmóvil frente al fregadero. Sus manos sostenían un tazón de vidrio lleno de lechuga verde. Estaba cabizbaja. Había una mueca en sus labios que Ruri no había visto antes.
Se acercó y colocó una mano sobre el hombro de su tía.
—¿Tía? ¿Qué sucede?
Setsu levantó con prisa la cabeza y esbozó una sonrisa vacía.
—¿Tienes hambre? Hoy parezco una anciana; me quedo aquí soñando despierta. ¿Dónde está tu plato?
Fue la sonrisa más que otra cosa lo que la asustó. Tía Setsu, la roca y fe de Ruri, nunca, nunca eludía la verdad, sin importar lo desagradable que fuera.
—Setsu, por favor. Dime qué sucede de malo.
La tía bajó la mirada una vez más. La tersa piel de su rostro se frunció. Tomó el tazón entre sus manos lentamente y lo apoyó en la encimera.
—Ayer llegó algo por correo.
—¿Algo malo?
Setsu abrió un cajón, revolvió y sacó un sobre marrón con algo dentro.
—Algo para tu padre.
Ruri ansiaba que no llegara el día en que su corazón se congelara y se convirtiera en piedra en su pecho, cuando la sangre se detuviera y cayera y la abandonara tan estéril y desértica. Extendió las manos, aceptó el paquete, papel marrón claro y bordes con gruesa cinta adhesiva. El nombre de su padre, Doctor Samuel Kell, escrito con claridad en una etiqueta blanca adhesiva.
No reconoció la dirección del remitente. Era extranjero. Una fila de apellidos y signos. Y Escocia.
—¿Por qué llegó aquí?
Sus palabras fueron naturales.
—Fue al estudio de los abogados primero. —Setsu señaló la dirección debajo del nombre del padre de Ruri—. ¿Ves? Lo enviaron aquí. Con seguridad confundieron las direcciones.
—Seguramente.
El sobre era más grande que para una carta, pero no de mayor tamaño como para otra cosa. Ruri sintió un raro rechazo al tener que abrirlo. Esos negocios misteriosos de su padre… ¿Quién podría haberlo conocido en Escocia? Sabía que nunca había ido allí, nunca había estado en contacto con la familia lejana que vivía allí. Quizás tenía que ver con la universidad o…
Miró fijamente la etiqueta simple y razonable y sintió un extraño escalofrío en los tendones de sus manos.
Jody le había dicho que no ignorara sus instintos. Que su ser interior era más inteligente de lo que pensaba.
Molly apareció por detrás y abrazó a Ruri por la cintura, con suficiente fuerza como para que las dos se balancearan.
—Hola, Ruri. ¿Qué sucede? ¿Qué hay dentro del Paquete?
—No lo sé, cariño. Acabo de llegar. Los brazos tensos; una cabeza de cabellos negros y brillantes espiaba a través del arco que formaba el codo de Ruri.
—¿No lo vas a abrir?
—Molly-chan, déjala sola —le pidió Setsu, pero Ruri negó con la cabeza.
—No, tiene razón. Debería abrirlo.
Debería, debería. Pero no quiero.
—Quizás sea dinero —dijo Molly con esperanza.
—O quizás más trámites burocráticos. —Ruri comenzó a despegar la cinta adhesiva.
No era dinero ni papeles. Era una caja, larga, de cartón grueso, como las que se utilizan para guardar joyas. Molly estaba nerviosa y se ponía de puntillas. Las manos de Ruri temblaron… Esa era la única razón… Mientras, quitaba la tapa.
—Ah… —dijo Molly con voz sorprendida al tiempo que dejaba de balancearse.
—¡Dios mío! —dijo Setsu, con una rápida y pequeña exclamación.
Ruri no dijo nada. Se había quedado sin aliento; se sentía vacía y liviana y perdida en el brillo de plata abrasador que emitía la caja que sostenía.
Era un collar. Un collar con un relicario, nada demasiado delicado, pero de metal pulido y brillante que lo hacía pesado y refinado. Las uniones habían sido hechas a mano, cada una con una pequeña variación de forma o tamaño, pero el relicario fue lo que atrajo su mirada. Era claramente una antigüedad. Brillaba con un diseño sutil tallado sobre el metal, como la luz de la luna sobre el agua. Presentaba una raya larga y superficial, borroneada por el tiempo.
Ruri lo sacó de la caja. Era muy cálido en la palma de sus manos.
Lo conozco, se dio cuenta. He visto esto antes. Y con ese reconocimiento surgió algo más, punzante y espinoso, como si el aliento del invierno soplara sobre su piel.
Es peligroso.
—¡Caramba! —dijo Molly—. Es tan lindo. ¿Es tuyo, Ruri?
—No… no lo sé. No hay ninguna nota, ninguna explicación.
—Ábrelo —ordenó Molly, mientras se meneaba del brazo de Ruri—. Quizás haya algo dentro del relicario.
Ruri vaciló. Después, presionó su dedo mayor contra el borde de plata. No sucedió nada.
—Está sellado. Podría forzarlo para abrirlo pero no quiero dañarlo.
Molly estiró un brazo.
—Déjame intentarlo. Tengo fuerza.
—No tanta como Ruriko —dijo Setsu con firmeza—. Vete a lavar las manos, niña, tienes… ¿Qué es eso?
—¡Hummus!
—¡Hummus en toda la mano! Y has manchado la blusa de Ruri.
—Lo lamento. —Molly se fue dando brincos. Setsu se acercó y deslizó con cuidado uno de sus dedos sobre la superficie del relicario; sus ojos se ensombrecieron.
—Molly tiene razón. Es hermoso. Realmente luminoso.
Ruri dijo con tranquilidad.
—Sí, lo es.
—¿Te lo quedarás?
—No creo que sea mío, tía.
—¿No lo crees? —Setsu miró a Ruri con esa extraña mueca que aparecía una vez más en sus labios y su mirada a la altura de los ojos de Ruri—. Todo lo que haya sido de tu padre y de tu madre te pertenece. Si esto perteneció a Samuel, habría querido que lo tuvieras. Lo sabes.
Peligro, decía la intuición de Ruri. Sus dedos frotaban la calida cadena. Aprendía sus curvas. Dulce peligro color plata.
—No creo que esto haya pertenecido alguna vez a papa. Debe ser un malentendido Quienquiera que sea el dueño, lo querrá de nuevo. Además, no uso joyas, y mucho menos objetos pesados como éste.
—Cierto. Pero si comenzaras…
Ruri esbozó una sonrisa forzada.
—En realidad, es más probable que lo cambie por dinero a que lo use.
Dejó caer el collar nuevamente en la caja y cerró la tapa.
Había pasado su vida amada y bien protegida. Ruri nunca se había dado cuenta de ello hasta que sus padres murieron: había sido tan protegida que nunca se había discutido sobre dinero; las deudas les sucedían a los otros, desafortunados. Cuando les había pedido ayuda para que la guiaran, le habían dado hasta lo que no tenían. Habían pedido prestado y habían pedido prestado y habían pedido prestado.
Era por su culpa.
No es tu culpa, dijo Setsu, los abogados y todos los demás. Tú no lo sabías, nadie lo sabía, ¿cómo podríamos haberlo sabido?
El accidente con el automóvil se los llevó demasiado rápido. Estaban con vida una mañana y muertos esa misma tarde y a Ruri no le quedó otra cosa más que el recuerdo de la risa de su madre y la voz cansada de su padre al teléfono cuando le aseguraban que saldrían de la casa en cinco minutos y que llegarían para almorzar con ella. Pero Ruri no los volvió a ver nunca más.
Toshio tuvo que identificar los cuerpos. Ruriko, aturdida, no pudo levantarse de la silla de Setsu.
Su teléfono se había quemado. No podía recibir mensajes en el contestador automático, pero cuando Ruri entró en su apartamento descubrió que en la pantalla de mensajes había un número uno brillante y colorado.
Perpleja, dejó caer su cartera y el sobre de Escocia, el extraño collar bien, bien lejos, sobre la mesa de pino junto a la puerta. Luego se quedó delante del contestador automático con las manos en la cadera. ¿Podía recibir un mensaje aunque el teléfono no funcionara?
1, 1, 1 titilaba la pantalla.
Está bien. Ruri presionó el botón de play.
Estática otra vez, aguda y crujiente. Por Dios, pagaba una fortuna a la compañía telefónica cada mes y eso no dejaba de suceder.
—… Kell. Es extremadamente importante que yo…
Ese hombre, era el mismo hombre de la noche anterior; había reconocido la voz en un segundo, incluso a pesar de la estática. Gutural y casi musical, hablaba con un acento que no podía identificar…
—…de inmediato. Si pudiera encontrarse…
Irritada. Una voz gutural, musical e irritada, que se volvía tenue contra el fondo ruidoso y luego reaparecía fuerte y clara como si la persona estuviera a su lado.
—… el miércoles en Los Ángeles. Que tenga un buen día.
Golpeteó con las uñas la cubierta de plástico del contestador, frunció el ceño cuando terminó la grabación y el 1 se transformó en 0. Quienquiera que fuera, era realmente persistente. Ruri dio media vuelta, indiferente. Si deseaba hablar con urgencia con ella, volvería a hacerlo. Para el miércoles ya tendría un teléfono nuevo.
* * * * *
A pesar de todos los precedentes y las predicciones de varios pronosticadores acerca de un sol primaveral eterno, en la temprana mañana del martes comenzó a llover. Ruri empujó el sillón cerca de la ventana y observó, con los codos sobre el alféizar, como las nubes comenzaban a atorarse y a engordar y a cambial de un color azul neblinoso a violeta, luego, comenzaron a arremolinarse en un color oscuro a ciruela. Un relámpago se encendió e iluminó el mundo con increíble belleza. Los árboles y veredas la cegaron en blanco y negro. Por un instante, no era Los Ángeles sino un lugar espeluznante y mágico, con duendes y hadas que se revelaban y luego desaparecían.
Los cielos se abrieron y la lluvia comenzó a caer con intensidad. Recorrió la ventana con uno de sus dedos mientras seguía las gotas de agua al golpear y caer por el vidrio. Tenía cierto brillo en el rabillo del ojo. Posó la mirada en el atractivo fulgor color plata junto a sus piernas, casi ocultas debajo de las mantas. El collar.
Al no saber qué hacer, se había levantado de la cama para sacarlo de la caja una vez más y dejarlo sobre sus manos con el suave e incitante murmullo de la cadena. El relicario estaba frío, mucho más frío que la habitación, pero de todas formas le llamaba la atención de un modo que nunca había sentido antes. La tentaba, le advertía y le molestaba hasta que el deseo de probárselo se volvió agobiante. Y luego Ruri lo hizo a un lado.