Dios, pensó, con una especia de admiración distante, podría escuchar su charla todo el día.
—TEMPLANZA —decía Natalya con suavidad—. La está atravesando. No encuentra perdón con facilidad.
—No. No, creo que no.
—Debería hacer a un lado los dolores del pasado, Jessica. Sólo la lastiman.
Al otro lado de la ventana de dos hojas, más allá del solitario álamo americano, el lucero del alba comenzaba a desaparecer. La parte oriental del cielo tenía un matiz más pálido.
—¿Me comprende, Jessica?
—Sí.
El cielo se volvió color lavanda. En el horizonte, tenía el mismo color del vestido de chiffón que había usado en el baile de graduación, hacía tanto tiempo. Dan se veía tan guapo esa noche en su traje. Parecía un dios de oro brillante. Fue por eso que se lo permitió…
—Jessie —dijo Natalya con más nitidez.
Jessica se incorporó y pestañó.
—Sí, estoy aquí.
—¿Tiene…? —Por primera vez, hubo vacilación en el tono de voz de la vidente. Natalya hizo una pausa y concluyó suavemente:
—¿Tiene una gata?
Jessie sintió que se le cerraba la garganta. No podía hablar.
—Estoy recibiendo una clara imagen de un gato… ¿es un gato?
—No —articuló Jessie con las cuerdas vocales congeladas.
—No —dijo Natalya casi al mismo tiempo—. No es un gato. Una persona. Una niña.
—Sí —respondió Jessie, con un fuerte sonido—. Sí.
—Está cerca de usted.
—Es mi hija. Catrina. Yo la llamo… la llamaba gatita o Cat.
Su voz se quebró. Quería agregar más cosas que moría por decir pero sus palabras se atascaban en su garganta, atoradas con ardientes lágrimas. Se ha ido hace seis meses, tenía sólo trece años, mi pequeña, mi escape, Dios. Ay Dios. Estoy tan triste y la extraño tanto…
Natalya volvió a hablar con una voz pura como el agua de primavera.
—No, Jessica. Quiero decir que está físicamente cerca de usted. No está lejos.
Más allá del álamo americano, el cielo color lavanda se tornó de un rosado perfecto. La vidente agregó:
—Es la respuesta a su pregunta. Su hija va camino a su casa.
Y en ese mismo momento, en la clara quietud del nuevo día, hubo un suave golpe a la puerta de la cocina.
* * * * *
Pasadena, California, 3:13 a.m.
Ruri Kell terminó la llamada, desabrochó el teléfono de la cintura de sus jeans, desprendió el auricular y arrojó ambos sobre la mesa ratona con un poco más de fuerza que la necesaria. Estaba inquieta, dolorida en cierto modo, y nada tenía que ver con el hecho de que había pasado la última media hora con las piernas cruzadas en el suelo mientras hacía una lectura.
Esa molestia en la piel, como si sus huesos y sus articulaciones quisieran continuar desarrollándose a pesar de su cuerpo de veinticinco años, le aquejaba de tanto en tanto.
Huesos locos, solía decir su padre. Una particularidad de la familia, mi niña. Creo que, después de todo, no eres la hija del lechero.
Ruri sabía, por experiencia, que no podía solucionarlo con nada. Nada desvanecía el dolor excepto el tiempo… Ni ejercicio, ni la comida, ni el alcohol, ni un buen descanso. Ni siquiera el descanso. Definitivamente no. Deslizó las manos por su oscuro cabello y se estiró con fuerza, bostezó y probó sus límites. Luego, caminó hacia la puerta principal y la abrió a la luz de la luna y las sombras de un gris marengo.
Era la clase de noche de abril que muy pocas veces bendecía la ciudad de Los Ángeles; sin nubes, suave y cálida pero con una brisa dulce que permanecía como pétalos de flores sobre calles y cordones polvorientos y resecos. Ruri permaneció allí por unos instantes en silencio para apreciar ese débil y hermoso aroma. Después, regresó a la penumbra deliberada de su apartamento.
Lo mantenía oscuro porque le permitía leer las cartas con mayor facilidad. Nada de luz de lámparas, sólo una gran cantidad de velas desparramadas sobre los muebles: una blanca y grande sobre el reproductor de CD ardía lentamente; un trío de velas rosadas que brillaban sobre el alféizar de la ventana cuyas llamas se duplicaban contra el vidrio; y la última, un cubo de luz color natural sobre la mesa ratona, un regalo de Jody, la bruja.
La vela con forma de cubo, embriagadora con su aroma a lilas, era la favorita de Ruri. Las lilas brindaban alivio y esperanza. Por eso la tenía junto a sus cartas de Tarot.
Estaba descalza. Disfrutaba del antiguo suelo de arce pulido mientras se dirigía a la mesa y se sentaba de nuevo delante de ella. Tenía un sofá que le había dado su tía Setsu, gordo y con mucho relleno, pero muy pocas veces lo usaba. El suelo resultaba siempre más confortable.
«Niña de la naturaleza», bromeaba su familia. «Pequeña niña pagana.»
Ruri se acomodó el cabello detrás de las orejas y examinó las cartas negras que describían una curva delante de ella. Levantó una mano y deslizó las yemas de los dedos sobre las cartas desparramadas. Conocía sus bordes gastados, el golpeteo de la cartulina gruesa mientras las barajaba y tiraba de ellas y las reacomodaba. Era su primer mazo de cartas de Tarot y su favorito, diseñado con colores brillantes y osados pero con ilustraciones simples. En la secundaria, había invertido ocho meses de su sueldo como niñera para poder comprarlo.
Creo que se han pagado por sí solas a estas alturas, pensó, y no supo si sonreír o suspirar.
«Ruriko», le había regañado la tía Setsu la semana anterior, «¿todavía continúas con ese horrible trabajo? ¡Una niña como tú! ¿Por qué juegas con cartas tontas?»
Y Ruri había sonreído y murmurado algo vago y apologético, porque era una vieja discusión familiar y Ruri nunca había ganado. Sería descortés ganar, decir lo único que podía decir para defenderse:
Porque mamá y papá están muertos y necesito el dinero. Porque la noche es interminable. Porque no puedo dormir.
Y porque de vez en cuando, de vez en cuando… no era para nada un juego.
El teléfono dio dos sonidos cortos. La línea del trabajo.
Levantó el auricular, ajustó el micrófono y entonó su voz de «puedes decirme lo que quieras».
—Hola, habla Natalya. Por favor…
Una explosión de estática chilló en su oído. Maldijo y frunció el entrecejo ya que al quitarse el auricular parecía vibrar en sus manos. La estática burbujeó y castañeó y luego se convirtió en un murmullo.
Maldito teléfono. Era el tercero que había comprado ese año. Tenía mala suerte con los teléfonos.
Con cuidado, colocó el auricular en su oreja.
—¿Hola?
La estática chirrió e irrumpió en un staccato de chasquidos… pero se oía una voz. La voz de un hombre.
—… mackinez… ¿Es usted…?
—¿Hola? ¿Puede oírme?
—…es Ian Mac…
Era la voz de un hombre sin lugar a duda, impaciente debajo del ruido.
—Un momento por favor —apagó el auricular, sacudió el cable y volvió a enchufarlo. La estática se transformó en un sombrío silbido.
—Lo siento —comenzó Ruri—. ¿Le importaría…?
Tan pronto como se colocó el auricular, volvió la estática, un zumbido que aumentaba y aumentaba y por debajo, oyó una palabra irritada y final antes de que la línea se cortara.
—Kell…
Con un suave estallido, la pequeña luz colorada del teléfono se quemó y soltó, como un adiós, un vestigio de humo en espiral. Ruri observó el humo y luego, el inútil auricular en sus manos.
Lentamente, consciente de ello, llevó la frente contra la mesa ratona y la golpeó. Sin sueño, sola, exhausta… y ahora ni siquiera tenía teléfono.
* * * * *
Ian MacInne estaba molesto. Se encontraba de pie con las manos cruzadas detrás de la espalda y contempló la vista desde la ventana alta e inmaculada de su biblioteca, la ondulación verde de las colinas de la isla y los densos bosques que señalaban el cielo. El océano era un brillo tímido que centelleaba entre la copa de los árboles.
Sí. Estaba molesto. Su vida había sido una serie de astutos, cálculos, un paso a otro y a otro. Le llevó gran cantidad de voluntad y energía mantener el control que necesitaba en su vida y que había manejado muy bien durante tanto tiempo Sin embargo, no era un punto de orgullo para él, pero sí, uno de gran necesidad. Había hecho lo necesario para resurgir de la pobreza y de la vergüenza, para llegar allí, a Kelmere, y estaba tan cerca ahora… tan malditamente cerca…
Después de meses de caza, había finalmente localizado al último heredero de Kell. No era escocés, sino estadounidense. Era una complicación inesperada, tan ridícula que su mal humor vacilaba, amenazaba con convertirse en un humor sombrío antes de que lo suprimiera.
Sus ojos se estrecharon con la luz del mar. La llamada de teléfono había sido un fracaso; había una tormenta que se dirigía al sur, y en cualquier caso, las llamadas internacionales desde la isla eran notoriamente poco confiables. Lo intentaría más tarde.
Con deliberación, hizo a un lado la tensión que había en sus dedos. No cabía duda de que lograría lo que deseaba. Siempre lo había hecho. El mal humor provenía de la aceptación de que debía esperar.
El humor negro surgió de todos modos. Se convirtió en una sonrisa enconada. Muy bien; esperaría. Había esperado desde siempre. ¿Qué importaba un día más?
Capítulo 2
El mar estaba exasperado, infalible, recio y abominable. El cielo era un verdugo diabólico sobre ella. Nubes magulladas que se hinchaban y se dividían para ahogarla con la lluvia. Moriría allí. Era la hora de morir porque no podía respirar y no podía luchar, y el mar la engulliría, la succionaría a las heladas y oscuras profundidades hasta que sus pulmones se convirtieran en papel arrugado y los peces se acercaran y la devoraran…
Ruri despertó, enroscada en las sábanas y con las manos empujaba la pared ubicada por encima de su cabeza. Le llevó bastante tiempo acostumbrarse a la habitación bañada con la luz del sol y que constituía su estudio, tragar saliva, limpiarse las lágrimas y aceptar el hecho de que no estaba muriendo, ni ahogándose, sino que sólo estaba enredada entre la ropa de cama y la luz. Se sentó, inhaló profundamente y apartó el cabello de su rostro.
Dios. Había sucedido una vez más. Había querido descansar un corto tiempo, unas pocas horas como máximo. En general, la pesadilla aparecía cuando dormía demasiado, esperaba a que ella cayera en un sueño profundo. Siempre comenzaba del mismo modo: una sensación de presión que la arrastraba y se hacía más pesada, más fuerte hasta convertirse en un dolor abrasador, ardiente y terminaba en pánico. Y luego, llegaba la tormenta.
Ruri miró el reloj junto al futón. Las diez y cuarto. Había dormido tres horas, entonces. Y la pesadilla había vuelto de todos modos, más intensa de lo usual en aquellos meses.
Dejó caer la cabeza entre la palma de sus manos y se restregó los ojos. ¿Qué haría? Nada era de ayuda.
Jody decía que era su karma. Que era lo que había traído con ella a esa vida. Que eso era lo que debía comprender y aceptar para poder superarlo.
Ruri no lo comprendía; tampoco lo aceptaría. ¿Cómo podría superarlo? Hasta que sus padres fallecieron, nunca había tenido una pesadilla en su vida. Era como si esas pesadillas las hubiera ahorrado y se hubieran mezclado en una sola, horrenda y oscura, que revivía una y otra vez…
Diez y cuarto. La cabeza levantada. Llegaría tarde al brunch del domingo si no comenzaba a moverse.
La casa de Setsu era el centro extraoficial de los negocios de la familia, una pequeña vivienda estilo Craftsman llena de biombos shoji y rincones bien aprovechados. Siempre había té verde y hospitalidad y de tanto en tanto, muchas cosas más. En aquellos primeros y horrendos días después del accidente, Ruri había pasado gran cantidad de horas anidada en la poltrona junto a la chimenea, cubierta de mantas y aún con mucho frío; había bebido innumerables tazas de té sólo para calentarse los dedos.
Y aunque el 210 hizo su recorrido con mayor rapidez que la usual, Ruri llegó tarde de todos modos. Ya había primos desparramados por la puerta del patio trasero, reunidos debajo del Jacaranda violeta que comenzaba a florecer. Intentó esquivarlos pero Toshio la vio primero. Gritó su nombre para que todos se volvieran y la miraran, sonrió como solía hacerlo y corrió a abrazar a Ruri.
—¿Qué has traído para comer? ¿Más comida para conejos, pequeña conejita?
—Hummus. Y pan árabe.
Toshio, de treinta y dos años y el mayor de los primos, giró sus ojos en un gesto de exagerada exasperación.
—Gracias a Dios que Mallory trajo sushi. Moriría de hambre contigo.