—Eres un hombre difícil de encontrar —dijo una voz femenina detrás de él.
Él sonrió al cielo plomizo.
—No tan difícil. Tú lo has hecho.
—Sí. —La escuchó caminar hacia él con pies suaves que andaban sin hacer ruido sobre la piedra—. Pero tengo un don, ya lo sabes.
—Lo sé.
La había evitado y ella lo sabía, ya que Leila parecía saber todo sobre él.
—¿Extrañas el océano? —preguntó de pie a su lado.
—Sí. —Se encogió de hombros—. Pero el deshielo llegará pronto.
Pensaba contarle sobre el pozo celta que estaba lejos debajo de ellos y sobre los manantiales subterráneos. Pero no lo hizo. Tal vez no querría saber.
Ronan desvió una mirada hacia ella. Estaba vestida con prendas de lana y una capa y aún tenía el tartán de Kell encima como una manta. Las yemas de los dedos que lo sujetaban cerrado en la garganta estaban coloradas y blancas y combinaban con sus mejillas. Recordó algo que había pensado de ella una vez: un girasol. Un ser de calor y luz atrapado en su mundo de carámbanos.
—¿Qué clase de cabaña comprarás? —preguntó. Ella levantó la mirada por debajo de sus pestañas. —Quiero decir —se corrigió con torpeza—, ¿dónde será?
Ella se dio la vuelta hacia la vista ondulante.
—¿Cerca del agua? —insistió.
—Quizás.
El viento los rodeaba. Ronan apretó con fuerza sus manos detrás de su espalda.
—Con el diamante tendrás dinero suficiente para comprar una villa entera junto al mar. Si no, te daré más —continuó hablando porque ella estaba muy callada—. Me dijeron que alguna vez perteneció a la emperatriz de Adriano. Podrían ser tonterías. Quién sabe.
—No quiero un pueblo —dijo Leila. Un extremo del tartán se levantó jugando con el viento. Él vislumbró la larga cicatriz rosada en su pecho, el relicario y el arañazo reciente que probablemente había salvado su vida cuando desvió la daga de La Mano.
Por poco llega demasiado tarde. Por toda su fuerza y su magia, casi la pierde aquella noche. Finlay lo había apartado en la sala. Le había dicho que se había marchado. El profundo terror vertiginoso de darse cuenta de que ella se había fundido en las sombras, que había enfrentado sola el castigo que le pertenecía a él.
En aquellos minutos sin ella, había conocido la locura. Imaginó una muerte horrible y diferente en cada paso que daba al correr. Y entonces fue cuando la encontró…
Ya habían pasado dos meses y Leila se reponía bien. Lo sabía por sí mismo. Había besado y acariciado y amado cada parte de ella. Le había dicho sin palabras cuánto la amaba, cuánto la quería. Se había acostado a su lado y se había perdido en ella, en la ondulación pálida de su cabello y el rubor de sus mejillas, en la promesa del futuro en sus ojos verdes vidriosos.
Sin embargo, esa mañana Ronan había despertado antes del amanecer. Se había levantado muy silenciosamente de la cama para dejarla dormir, cruzó hasta la ventana para encontrar hielo negro sobre los alféizares y el cielo muy oscuro. Se había quedado allí, recordando sin ninguna lógica la primavera, el día que llegaría cuando el hielo fluyera en agua y una nueva vida comenzara.
Ella nunca habló de marcharse. Tampoco nunca habló de quedarse.
Él no sería el nuevo amo que la retuviera. No sería su guardián. Ella era libre de dejar Kelmere cuando las circunstancias lo permitieran.
Ronan imaginaba que se marchaba y se sentía como si nunca volviera a encontrar el sol.
—¿No te sentirás sola? —le preguntó.
Los labios de ella se elevaron en una sonrisa.
—No.
—¿Estás segura? —Cerró los ojos y se dirigió a las nubes—. He estado solo toda mi vida. Puedo decirte que la soledad está muy sobrestimada.
Su respuesta fue tranquila:
—Bueno. Todo depende de la frecuencia con la que vayas a Kell.
Ronan la miró de reojo.
—Y, supongo, si puedes… reducir la neblina y calmar los mares —decía mientras enrollaba los extremos del tartán en sus dedos, sin mirarlo—. Soy habilidosa para muchas cosas, Lord Kell, pero navegar no está entre ellas.
—Leila —comenzó, pero perdió el aliento. No quería ilusionarse. No quería sentir esas cosas y que le quitaran ese mundo. La recordaba sobre el césped con toda esa sangre derramada sobre ella y la débil sonrisa adormecida que le brindó…
En ese momento estaba de pie, muy erguida, con un signo de incertidumbre en los ojos mientras su cabello y sus laidas se sacudían salvajemente con el viento.
—Tengo frío —le dijo muy seria—. No quiero sentir frio nunca más.
Los extremos del tartán se apartaron y abrió los brazos hacia él.
—Y te amo —agregó, cuando él ya no pudo moverse. —¿Importa eso? te amo con todo mi corazón.
Él volvió a la vida, de repente, de manera espléndida. La tomó en sus brazos y la abrazó, con el tartán y todo. Presionó sus labios contra la tierna calidez detrás de su oreja. Leila le rodeó la cintura con sus brazos y él enredó su mano en sus cabellos.
—Te amo —susurró—. Doña Adelina. Te amo tanto.
—También tienes frío. —Fue una débil queja sorda contra su pecho.
—No por mucho tiempo, Leila —Ronan la mecía junto a él con la cabeza inclinada en la de ella—. No por mucho tiempo.
LIBRO TRES: LA SIRENA
Prólogo
Una vez nadé sola por los mares. Era suficiente para mí; era todo lo que deseaba o necesitaba. El océano era mi madre y mi corazón; la isla, mi padre y mi paz. Era una sirena, soberana, salvaje y completamente feliz con mi forma de ser.
Sin embargo, estaba sola. No tenía hermanas ni hermanos. Mi madre sirena había muerto de joven y en el mundo no había otra persona de mi especie más que yo. Era la última.
Durante muchos años, me bastó. ¿Qué ser podía compararse conmigo, con mi fuerza natural y espléndida belleza? ¿Qué necesidad tenía yo de hombres, débiles y mortales, sin la bendición del mar?
Pero estaba sola. Siempre sola.
Y lentamente, de modo extraño, los hombres comenzaron a… intrigarme.
Comencé a espiarlos, a perseguirlos, a seguir sus barcos de cerca de un modo que nunca me había animado antes. Comencé a escucharlos, a medirlos por la mirada, por sus voces y manos. Algunos tenían una sonrisa atractiva pero cuando descansaban, se volvía pequeña y mezquina. O alguno podía tener el don de la música, pero sus piernas eran frágiles y torcidas. Manos fuertes, pero una espalda torcida. Cabello color cobre, pero una sonrisa cruel. Ninguno era tan perfecto como yo.
La soledad que sentía comenzó a pesarme. Pasaba más y más tiempo en el lecho del mar, demasiado cansada para salir a la superficie.
Y un día, hubo una tormenta. Ah, fue una tormenta apoteósica, un regalo de los dioses; peligro y furia; un oleaje salvaje. Me empujó de aquí para allá hasta que no me quedó otra opción que hacer a un lado mi estupor y nadar y pelear por mi vida.
Y cuando acabó, como una perla en una concha nacarada, lo encontré, esperándome.
Kell.
El joven más bello que jamás hubiera visto. Una criatura de una belleza oscura y cálida y supe, en ese momento, que me pertenecería. Él también lo supo. Estuvimos unidos desde el instante en que toqué su mano. Con el mar alrededor nuestro, intercambiamos nuestros votos. Luego, lo besé y lo llevé a mi hogar.
Días sagrados. Noches asombrosas.
Nuestro hijo fue tan hermoso como yo… y como él; tuvimos un gran número de hijos del mar que reían y corrían alrededor de la isla, nadaban y se zambullían conmigo en el agua. Nunca antes me había sentido tan completa.
Kell, los pequeños y yo éramos, con bastante naturalidad, la familia perfecta.
Pero Kell cambió. Primero fueron cosas pequeñas… Comenzó a no mirarme cuando surgía de entre las olas. Sus labios se volvieron tensos de desprecio cuando me besaba. Se volvió rudo conmigo, menos cuidadoso con sus palabras y sus manos.
Se volvió frío en las noches. Mi calor no alcanzaba.
Intenté conquistarlo una vez más; intenté enamorarlo y complacerlo como lo había hecho antes. Kell habló de ciertos alimentos y condimentos y se los llevé. Habló de parientes y me aventuré para encontrarlos, ya muertos por supuesto. Habló de su tierra natal y le traje noticias de ella; le conté sobre las guerras que habían sucedido mientras jugábamos en la isla, de los salvajes que infestaban y quemaban y desgarraban todo lo que tocaban. Sin embargo Kell, mi amado Kell, no me abrió su corazón.
No me miró más a los ojos. No acarició más mi cuerpo.
Yo me iba al mar a llorar, para que no viera el alcance de mi dolor.
Una noche, mientras dormía profundamente, soñé con una extraña tierra, con palacios de cristal tan altos que pinchaban el cielo color castaño, con caudalosos ríos de piedra que atrapaban innumerables personas; todo llevaba a un océano amargo que desconocía.
Sentí un tirón en mi garganta. Desperté. Kell estaba encima de mí. Su rostro era una horrible máscara. Mi hermoso relicario estaba en su mano.
Me moví lo más rápido que pude. Aunque yo era joven y él mayor y yo más veloz y él más lento, me golpeó y ganó: abrió el relicario. Vi cómo sucedió. Vi cómo se disolvían nuestros sueños delante de mis ojos y mi verdadero amor. El hombre con el que había vivido durante tanto tiempo, que me había abrazado y apreciado y conocido como nadie lo había hecho; el hombre que todavía sostenía mi corazón herido, cayó muerto a mis pies.
¿Quién sobreviviría a una cosa así? ¿Quién no se volvería loco?
¿Quién no desearía otra oportunidad?
Capítulo 1
Storm Lake, Iowa, 4:41 a.m.
Jessie se desplomó en el sofá, con lo que le quedaba de la cuarta… ¿o quinta?… margarita que desaparecía en su vaso. El televisor brillaba delante de ella, una sucesión cegadora de largos anuncios comerciales y videntes falsos que hablaban sin cesar e invitaban a llamar en ese mismo momento para descubrir el verdadero destino.
Ya. Como si necesitara un vidente para eso.
Al otro lado de la ventana, el viento sopló y arrastró las hojas del viejo álamo americano que tembló con la luz de la luna. Otra noche, en otro tiempo, el efecto hubiera sido encantador. Esa noche, el árbol, yermo y desolado, le hacía recordar su pérdida. Jessie se volvió para no mirar la ventana. Dios, estaba cansada. ¿Por qué simplemente no se iba a dormir?
—Llame ahora —dijo en la pantalla una vistosa cabeza pelirroja, voluptuosa y sumergida en joyas—. Llame ahora y obtenga la revelación de todos los misterios de su destino. Nuestros videntes lo están esperando… sólo a usted.
Jessie miró la jarra que estaba a sus pies, hielo y el resto pegajoso de una mezcla de margarita; llevó el vaso a su boca y también lo bebió.
Llame ya. ¿Por qué no?
Se incorporó, apoyó el vaso en el suelo junio a la jarra, con un suave tintineo.
Sí. ¿Por qué diablos no lo haría?
Con rapidez, antes de que pudiera cambiar de opinión, tomó el teléfono y marcó el número del vidente. Hubo una espera y luego un zumbido y después, una extraña estática cuando la línea comenzó a llamar. Jessie se mordía ansiosa el labio inferior. Lo que estaba haciendo era estúpido. Esa era una nueva forma de caer. Tendría que cortar justo en ese momento…
Otro clic. Más estática. Luego:
—Hola —saludó una voz femenina, más oscura y aún más seductora que la de la televisión—. Habla Natalya. Por favor, dígame sólo su primer nombre.
—Em, Jessica. —Comenzó a enroscar el cable del teléfono alrededor de su dedo, hasta que le dolió.
—Hola, Jessica. ¿Le han hecho antes una lectura con cartas de Tarot?
—No.
—No hay de qué preocuparse.
La voz de la vidente era melódica y muy femenina, de algún modo tranquilizadora y sonriente, como cuando una amiga está a punto de contar un exquisito secreto. Contralto era la palabra.
Jessie se imaginó la cabeza pelirroja del anuncio reclinada voluptuosamente sobre unos almohadones en una habitación llena de incienso y cuentecillas y bolas de cristal.
—Tiene una pregunta que quisiera que le respondiera, ¿no es cierto?
—Yo… quizás. Creo que sí.
—Está bien —dijo Natalya con su modo irresistiblemente gutural—. No debe decirme la pregunta. Sólo déjela en su pensamiento mientras hago la lectura.
—Bien.
—Voy a tirar la primera carta del mazo, Jessica. La llamamos Indicadora. La representa a usted en su situación actual. ¿Está lista?
—Sí.
De pronto, se sintió con más confianza. Bajo la mirada y vio el cable del tubo entre sus anillos y comenzó liberar su mano.
—Aquí vamos. Ah. LA CARROZA. Interesante…
Jessie volvió a relajarse. El teléfono se acunó en su oreja y dejó que las palabras de la mujer la serenaran y la sumergieran en los almohadones del sofá.