La última sirena – Shana Abe

Él se inclinó hacia su oído.

—Esta noche —murmuró— te prepararé peras hervidas y vino clarete. Tengo una buena idea sobre cómo utilizar la salsa.

Ella dio la vuelta a la cabeza y lo besó, sin importarle los espectadores. Sintió calor, casi afiebrada y cuando se apartó, sus ojos destellaban un cierto brillo.

—Leila —le dijo con un dolor repentino, y la tomó fuertemente de la barbilla. Pasó el dorso de la mano por su suave piel—. Más tarde, amor. Más tarde.

Asintió con la cabeza y apartó la mirada otra vez, sin sonreír; un brillante escudo letal vestido de novia en encaje blanco.

* * * * *

Era un lacayo. Se desplazaba como lo hacían ellos, servía como lo hacían ellos. Llevaba una peluca marrón y el mismo ropaje que los demás, y Leila no quería imaginar cómo lo había obtenido.

Che encontró la mirada de ella al inclinarse para servirle cerveza a alguien. Era un fantasma que se movía en un silencio cordial; no podía creer que nadie excepto ella hubiera notado la muerte en sus ojos.

Ronan se dio la vuelta hacia ella para susurrarle al oído palabras dulces. Con Che que observaba, se movió en su silla y lo besó fervorosa (calor, corazón y llamas). Luego se apartó y se obligó a mirar los ojos zafiro.

Era un guapo hombre feroz. Ahora ella entendía el significado de las palabras.

Cuando Ronan se dio la vuelta para responder una pregunta del administrador, ella deslizó el cuchillo de mango de hueso de su plato y lo sostuvo plano en la palma de su mano.

El señor se puso de pie: la comida había terminado. Leila se puso de pie junto a él, con la mirada sobre Che, que estaba junto a la puerta observándola con un lienzo de lino sobre la muñeca.

En la confusión de la salida, Leila encontró a Finlay y tiró de su manta escocesa. Se dio la vuelta para mirarla con una expectativa cautelosa; ella se acercó y le habló en tono suave y constante.

—¿Ama a su señor?

Los labios de él se afinaron; eso la conmovió.

—Es mi familia.

—¿Lo defendería?

—¡Por supuesto!

Le tomó la mano y la sostuvo con fuerza.

—¿Moriría por él?

—Sí —le dijo de manera lacónica—. Lo haría.

Y vio que era verdad.

—Entonces escuche, Finlay MacMhuirich. Manténgalo aquí.

Antes de que pudiera responder, ella se abrió paso y salió con rapidez hacia la puerta. La gente se desparramaba tras ella en parejas o grupos; no escuchaba a nadie que la llamara.

En el pasillo de luz tenue, Che caminaba delante de ella. Sin el bastón tenía una cojera marcada. No obstante, sus pies casi no hacían ruido sobre las baldosas de mármol en damero.

No se dio la vuelta para ver si lo seguía. Sabía que lo haría. Sabía que no podría marcharse.

Una vuelta. Otra. El olor a la cera de abeja se volvía irresistible para ella. Era el perfume empalagoso de la iglesia y las velas nauseabundas. La condujo a una habitación que daba a un jardín cuyas puertas ya habían sido forzadas. Ella salió a la noche que helaba la sangre.

Era un jardín pequeño que conducía a un paredón oscuro de bosques. Él se detuvo junto a un seto y esperó. Esa noche había luna. Una luna delgada en forma de hoz, pero suficiente para distinguir su rostro. Parecía más viejo de lo que era, más viejo de lo que recordaba.

Che dijo:

—Si eran cumplidos lo que buscabas, te los podría haber dado yo.

Sólo negó con la cabeza como respuesta. Tenía el cuchillo en la mano, escondido entre sus faldas.

—Hice preparar un barco, Leila. Es el camino de regreso a casa para ambos.

—¿Por qué mataste al señor Johnson?

—No me agraciaba. —Levantó los brazos e hizo un movimiento claro que la abarcaba a ella, la mansión, el jardín—. Alguien debía pagar por esta debacle.

—¿Mataste al hombre que llevaba esa ropa?

—No. —Sonrió—. Lo pensé, lo admito. Pero sabía que no te agradaría. Duerme a pierna suelta en el establo.

—Debes marcharte —le dijo en serio—. Vete y no vuelvas nunca.

—¿Sin ti? ¿Cómo podría hacerlo?

—Voy a buscar algo en mi bolsillo, Padre. Me moveré con mucha lentitud. Quiero mostrarte algo. No es un arma.

Buscó el diamante y se lo ofreció. Incluso bajo la delgada luna destellaba y brillaba en un blanco ardiente. No podía haber confusión sobre lo que era.

—Mi pago —dijo, y lo lanzó a los pies de él.

Che no hizo ningún movimiento para levantar la piedra.

—Pago. ¿Eso es lo que piensas de mí?

—Por favor, vete. Toma tu barco. Vete a casa, a España. Vive una larga vida en tu casa de campo.

—Es tu casa de campo —corrigió—. La casa de campo y mi vida. Todo tuyo. ¿No te has dado cuenta?

Apretó con más fuerza el cuchillo.

—¿Te irás?

—No, niña. Solo no.

Hablaba con suma seguridad. Era la voz de la razón, la voz de su niñez y de sus pesadillas.

—Cerré tu cuenta en Londres —anunció—. Ay, sí que lo sabía. Siempre lo supe. Me temo que el padre de la querida señorita se puso al corriente de ella y de sus imprudentes hábitos derrochadores. Fue bastante fácil engañar a los banqueros. Continuaron disculpándose hasta que salí del banco.

Leila sintió que una sensatez clara y fría caía sobre ella. Lo veía allí adelante, el seto, la noche estrellada, hacía pedazos la última de sus ilusiones con sólo una sonrisa indulgente.

—No puedo fingir que no me sorprendió, Leila, y un poco me lastimó. Todo ese dinero. ¿Cómo pudiste haberlo conseguido sino fue engañándome? Y ahora esto —dijo mientras tocaba el diamante con la punta de la bota—. ¿Qué más has escondido?

—Vete —dijo ella, pero fue demasiado suave.

—Tengo una idea mejor. Toma mi mano. —Levantó la palma de su mano para mostrar que estaba vacía.

Ella no se movió.

—¿En verdad pensaste que podías quedarte? —preguntó él—. ¿Pensaste que así era como terminaría? No estás hecha para este lugar. No estás hecha para él.

—Tampoco tú.

—Toma mi mano.

—No. —Esta vez la palabra sonó con fuerza.

Che comenzó a caminar hacia ella. Con cada paso, el césped quebradizo crujía como si fuese de vidrio. Su sonrisa se entristeció.

—¿Sería tan desagradable? ¿Valdría la pena arriesgar tu vida… o la de él?

Ella lo desafió:

—Mátame, si piensas que puedes. Porque no permitiré que te acerques a él.

—¡Qué devoción! ¿Qué habrá hecho para inspirarla?

Continuaba acercándose a ella con sigilo con aquel paso pequeño y furtivo. Lo había visto tantas veces antes… El cuchillo de hueso estaba frío y seguro en la palma de su mano. Mantenía los brazos relajados, sin indicios de lo que escondía, con su mirada en la de él. Si sentía debilidad, atacaría como una serpiente.

No obstante, aún tenía la mano extendida.

—Piensa cómo sería —dijo él con su voz tranquilizadora— si te quedaras ahora y yo me marchara. Nunca más volverías a dormir. ¿O sí, niña? Te conozco. Siempre te preguntaras cuándo regresaré, qué haré. Y yo regresaría, Leila. Siempre volveré por ti.

Tenía razón. Si le permitía marcharse ahora, nunca se acabaría. Nunca la dejaría en paz; ni a Ronan.

Dejó que sus labios temblaran. Dejó que sus ojos lloraran. Tenía los pies tan fríos que ya no podía sentirlos más.

Los dedos de él se curvaron con cuidado hacia arriba. Una situación apremiante, una invitación. Sus ojos eran del color de la luna.

Ella levantó su mano libre de mala gana y dejó que el escalofrío de la noche invernal bajara a sus dedos.

Leila pensaba en Ronan. En el latido de su corazón cuando la abrazó contra su pecho. En su cálida sonrisa torcida. En cómo la había alimentado con bollos y mermelada ese día, con cada mordisco, un beso.

—Buena niña —admitió Che, y justo cuando su mano la alcanzaba, ella se movió y azotó con su otro brazo. Lo torció hacia un lado y arremetió hacia delante con el extremo del filo apuntando a su yugular como si tuviera un estoque en lugar de un insignificante cuchillo de cocina. Él giró casi como lo hizo ella, se dio la vuelta hacia atrás y el filo dentado sólo le arañó la piel. Demasiado tarde para detenerse: su impulso la llevó hacia él. Cerró los brazos alrededor de ella y la corta hoja de la daga que Che había atado a su muñeca, le cortó el antebrazo. Tambalearon hacia atrás, perdieron el equilibrio, cayeron contra el seto y rodaron.

Desde algún lugar, un hombre gritó.

Leila dio una patada y sintió que su pie había tocado carne, aunque no pudo descifrar qué parte de su cuerpo había pateado. Che gruñía sobre ella y bajó la mano mientras luchaban; su arma brilló ante los ojos de ella y sintió un fuerte dolor en el pecho. Gritó y dirigió el cuchillo de hueso hacia el corazón de Che.

—No… no… —La cogió de la muñeca y la sostuvo allí, con mucha más fuerza de la que ella hubiera imaginado. Ella movió la otra mano hasta su rostro y él también la cogió. Sus dedos la aprisionaban.

—Léeme el pensamiento —jadeó sobre ella—. Léeme Leila… Leeeeeeeee…

Su voz se desvaneció en una nota fatal y chirriante. Una sola palabra que daba vueltas y se distorsionaba en su mente y llenaba su cabeza como el zumbido de una guadaña que cortaba el aire.

Ay, Dios.

El veneno brotaba, negro y viscoso. Se atascó en sus pulmones. Leila no podía respirar y aún no se detenía. Sentía que la llenaba más y más. En su mente Che la descubría, la arrancaba de su lugar escondido en los árboles del río. Era una pequeña abandonada que temblaba con los ojos de un hombre noble que la robaba, la mantenía encerrada bajo llave y luego la acosaba con sus propios temores. Le enseñaba «esto hará agujeros en el hierro». El pequeño rostro de ella parecía una flor. «Esto hiela la sangre.» Crecía una extraña flor mortal de su propia creación. «Así es como vivimos y viviremos por siempre…»

Leila gemía. Ella creía que se trataba de ella. Una luz sobrevino en la noche y brilló con ferocidad sobre su rostro. Intentaba esconderse pero no podía. El veneno se atascaba en su garganta. Sus pulmones sentían el estertor de la muerte que no podía detener.

Leila. Leila. Abre los ojos. Leila, mírame. Amor, ay. Mira…

No era Che. Era Ronan.

¡Leila!

Lo oía tan fuerte en su cabeza. Su voz resonaba en ella y lo miró con los ojos entornados. Su rostro ardía en oro; un tigre atrapado en la luz con una ira salvaje y brutal detrás de la mirada.

Ella estiró la mano. Las palmas de las manos de él presionaban planas su rostro. Los labios de Ronan retrocedieron. Un hilo tino de sangre comenzó a colarse por su nariz.

—No, no —repetía mientras intentaba apartarlo. Él era la montaña, el mar. Nada lo movía.

El flujo de sangre se acrecentaba. Leila llevó una mano a la hemorragia y una secreción escarlata se deslizó entre los dedos.

—Detente. —La voz de ella se escuchaba agotada. Empujaba y empujaba—. Detente. Debes detenerte.

Retiró las manos de sus mejillas y se limpió la sangre de la boca con la manga.

—No te muevas —le ordenó—. Te han apuñalado. —Y entonces, agregó—. Dios. ¡Maldito sea! Me has asustado.

Ella ahora sentía la punzada en el pecho. No parecía tan terrible. Un insignificante dolor de corte de navaja. Ronan se había arrancado la manta escocesa para presionarla con fuerza sobre la herida.

—No te muevas —dijo otra vez al mirarla. Sin embargo, lo hizo. Dio la vuelta a la cabeza para ver hebras de césped que se borroneaban cerca, pies de hombres con botas, más distantes… y luego, una mano floja en el suelo. Che, sin vida, en el césped, con hojas en el cabello, la miraba con ojos vidriosos.

Los pies se movieron. Ella pudo ver bien la sangre que manchaba sus ropas robadas y la empuñadura, del cuchillo de hueso apenas visible al otro lado del pulcro chaleco verde.

—¡Vaya! —dijo de repente, jadeante—. ¿Tú has hecho esto?

—No. —Ronan se inclinó y la besó con una violencia que le cortó los labios, la sangre de él y la de ella se mezclaron—. Fuiste tú misma. Gracias a Dios. Y si alguna vez intentas algo tan estúpido como escapar así otra vez, te juro por Dios que te mataré yo mismo.

Levantó la cabeza.

—Finlay —rugió—. ¿Dónde diablos está ese médico?

* * * * *

Como de costumbre, el invierno escocés descendía con toda su fuerza, encerraba las montañas y cubría los caminos con hielo resplandeciente y resbaladizo, pintaba nieve en generosas capas por los bosques y las cañadas verde púrpura. Desde la misma cima de la torre del homenaje de la vieja roca de Kelmere, Ronan podía ver la brisa marina. Un esfuerzo de la luz del sol se abría paso a través de las nubes, pronto arrebatado por el viento.

Allí arriba, solo, podía creer que la fortaleza era su propio reino otra vez, que nada podía tocarlos excepto la naturaleza y el tiempo.

Autore(a)s: