Ronan sintió que algo rígido dentro de su pecho comenzaba a aliviarse.
—Sugiero que tengamos nuestra conversación en otro sitio, milady.
—Fuera no —dijo ella con rapidez, cerca del pañuelo.
—No, mi amor. Nos quedaremos dentro.
* * * * *
Pasaron tres días.
Tres días de simular que su mundo era normal, que nada milagroso había llegado para quedarse junto a él en la forma de una mujer muy hermosa. Ella se tomó sus tareas a pecho. Ronan recibió una lista de reglas para obedecer por su seguridad y así lo hizo. Leila casi siempre estaba a su lado. La miraba y le consultaba y contemplaba lo encantador que era su clan. Ella era exótica, reticente y desconocida. Los intrigaba sólo con su silencio y los atraía en un círculo a su alrededor uno por uno hasta que quedaban en su órbita como cometas con el sol… tanto como él lo hacía.
Hizo traer sus baúles hasta la habitación. Las llaves se habían perdido. Kirk, el de los dedos hábiles, trabajaba para abrir con artimañas las trabas hasta que Leila le pidió prestadas las limas de metal y dio la vuelta a los seguros en menos de un minuto. Incluso Finlay preguntó cómo lo había logrado.
Se puso la cocina a su disposición para que preparara la poción. Ella permaneció al mando de las ollas hirvientes y las hornallas de cobre. El lugar se llenó del olor inconfundible de un boticario. Mezclaba y revolvía y murmuraba medidas para sí y cuando Allie apareció, Leila hizo una segunda tanda, para que la esposa de Baird pudiera ver cómo lo había hecho.
No había magia ahí, dijo ella. Sin embargo, se equivocaba. Había magia en cada respiración suya.
En el gran comedor, la tercera noche, Baird estuvo otra vez levantado, con los labios blancos pero presente. El clan estaba muy animado por verlo. La sala resonaba con las conversaciones, levantaban vino y whisky en un frenesí de brindis que duró toda la cena.
Kirk, sentado al otro extremo de la mesa, había convencido a un novato de hacer una apuesta y obtuvo un hermoso puñal nuevo como recompensa. Hacía alarde de eso, mostraba la cuchilla y le provocaba a Finlay una envidia oscura hasta que Ronan alzó su mano.
Leila, según recordó él más tarde, se encontraba a su derecha y hablaba con Baird. No sólo la cabeza sino todo su cuerpo estaba apartado de él mientras atosigaba con delicadeza a Baird para que comiera.
Kirk le lanzó el puñal sobre el abadejo.
Antes de que Ronan pudiera cogerlo, Leila lo empujó con fuerza con ambas manos. Si él no se hubiese sorprendido tanto, ella no lo habría podido mover, pero se lanzó toda la fuerza de su peso por detrás. Ronan y la silla Gibbons de patas finas se inclinaron y cayeron. Después, Leila y su silla se desmoronaron.
Sobre ellos bajó un silencio significativo.
Entre las patas de madera satinada talladas y los almohadones bordados, Ronan llevó sus manos hasta el cabello de ella y la besó. Le desordenó todo el peinado pero no le importó.
—¿Te has lastimado? —le preguntó justo cuando aparecía el rostro preocupado de Baird por encima del hombro de ella.
—No. ¿Y tú?
Ronan sonrió.
—No. —Y la volvió a besar.
Baird la ayudó a levantarse mientras Ronan se encargaba de las sillas. Cuando volvió hacia ella, Leila hizo una reverencia formal, luego buscó el puñal y lo entregó por la empuñadura.
De repente estalló la risa, silbidos y aplausos y zapateos. Ella permaneció allí un momento con el cabello suelto. Luego, le ofreció una segunda reverencia, más tímida, a la mesa.
La tomó de la mano y pensó: La amo.
Ella levantó la mirada hasta la de él. El brillo de su sonrisa difundió calidez como un día de verano por su corazón.
* * * * *
Ya lo había olvidado. Había olvidado cómo era ser la niña que alguna vez sólo conoció de árboles, colinas y abrazos, y nada acerca de la morbosa muerte por encargo. Había olvidado cómo se sentía estar rodeada de inocencia, sin códigos ni insinuaciones perspicaces escondidas entre las palabras. Había olvidado qué se sentía al caminar con confianza, relajar ese dolor sordo y consumir entre sus omoplatos, la marca de una vida temerosa. Había olvidado la calidez y la comodidad, y el amor.
Pero luego, por la mañana temprano en su cuarto día en Kelmere, llegó un mensaje de Che.
En el esplendor del granito arqueado del solemne vestíbulo, un par de criadas encontraron el cuerpo de espaldas del señor Johnson arreglado con tierno cuidado. Tenía los ojos bien cerrados y las manos dobladas piadosamente sobre el pecho.
Leila quedó sola en el alboroto que sobrevino. Miraba hacia abajo, al cadáver, y se dio cuenta de que se había olvidado de sí misma.
Capítulo 16
Después de eso, era sólo cuestión de esperar. Esperar e intentar convencer a Ronan de que la dejara ir.
«No» era su respuesta inquebrantable. Y a veces «Dios, no». Y, por último, «Por el amor de Dios, Leila. Nunca».
Ronan se reunió con hombres y mujeres de su clan, convocó al médico y al juez y envió el cuerpo al viejo granero hasta que pudieran transportarlo de nuevo a las tierras de Lamont. Con una escolta atestada de hombres ella fue hasta allí para examinarlo, para buscar alguna otra pista.
El señor Johnson (Lamont) tenía un cable de acero que atravesaba su corazón. Eso fue lo que pudo notar. Era uno de los métodos favoritos de Che desde su juventud.
Rápido, según se lo había enseñado él. Casi sin derramamiento de sangre.
Sintió un terror tan fuerte y determinante que por un momento temió quebrarse. Se arrodilló delante del hombre muerto y se concentró en mantener el rostro sin expresión y la mirada vacía, trucos que dominaba desde niña. Lecciones duras y amargas que en ese momento le eran de mucha utilidad allí, en el granero de piedra fría que aún tenía paja polvorienta de los cereales en los rincones.
Esta aquí… La idea le daba vueltas, sofocante, inexorable Está aquí, está aquí.
¿Cómo iba a salvar a Ronan ahora? Él no se escondería; no huiría. Ni siquiera regresaría a Kell con ella. No podía dejar vulnerable a su gente y, ¿cómo podría culparlo por eso, aunque su mente y su corazón gritaran en advertencia?
Ella pasó el día como si esa hubiera sido su última noche. Se cambió el vestido, de beige a marfil, el que se veía mejor. Rechazó la comida, el vino, todo excepto el agua porque no quería embotar sus sentidos. Su cuerpo presentaba la misma tersura clara que tenía en los días del pacto, otra razón para no comer.
Se convirtió en su sombra. Ese era su talento y lo utilizaba bien. Seguía a Ronan por los largos pasillos de Kelmere, se detenía cuando él lo hacía. A menudo, la tomaba de la mano mientras hablaba con los demás, jugaba con sus dedos, deslizaba la palma de su mano por la de ella. A Leila le llegaban ecos de sus pensamientos y debía esforzarse mucho para apartarlos de su mente porque eran dulces y sensuales y la distraían, y en ese momento no debía distraerse.
En medio de la decoración color bronce y verde del despacho, ella miraba por la ventana y escuchaba a medias mientras él hacía acuerdos y planes que no eran del todo buenos. Ni se molestó en decirle que una docena de hombres (cinco docenas) no podrían detener la furiosa La Mano de Dios.
Deseó no haber cruzado nunca el canal hacia Inglaterra. Deseó no haber conocido nunca a Che, haber muerto en el incendio de Federico. Volvió a mirar a Ronan (mítico, precioso y un verdadero corazón amado) y deseó no haber nacido, porque entonces él estaría a salvo.
No podría soportar su muerte. No podría sobrevivir a eso.
Leila se dio cuenta de que el despacho había quedado en silencio. Cuando volvió a mirar hacia atrás, se habían marchado todos menos el conde. Ronan estaba sentado solo detrás de su lustroso escritorio y la observaba con una enigmática mirada azul.
—Apártate de la ventana —le ordenó.
Ella pasó de la luz a las sombras.
—Ven conmigo —dijo y ella lo hizo.
Quedó de pie frente a él en marfil y encaje como una niña penitente. Él pasó un dedo por sus propios labios, pensativo, pero no hizo ningún movimiento para tocarla.
—Me dijeron que no estás comiendo.
—No tengo apetito.
—¿Nada?
—No.
—No obstante, vas a comer —dijo él—. Ordené té para ti.
A pesar de sus temores, sintió que sus labios se curvaban.
—Y, ¿cómo lograrás que coma, Lord Kell?
—Te cantaré una canción —dijo con firmeza—. Estoy muy tentado de hacerlo de todas maneras, sólo para lograr que tomes asiento.
Sacudió sus faldas y se sentó sin protocolo a sus pies.
—Bien —dijo él con un arco en su frente—. Fue simple. Bésame.
La luz del sol se volvió de color rojo dorado contra los párpados cerrados de ella. Los labios de él estaban fríos, aunque el calor llegó de todos modos, como chispas fogosas a través de su piel. De pronto, vio llegar un pensamiento que fue creciendo. Lo leyó con tanta claridad como aquella primera vez que se habían tocado.
Mi alma. Mi corazón. Mi esperanza.
Leila se soltó y apoyó su frente contra las rodillas de él. Vio cómo caía una lágrima y salpicaba en forma de estrella la gasa de su enagua.
Le acarició el cuello con la mano y la dejó allí.
—No me matará —dijo Ronan en voz baja—. Deja de pensar en eso. No sucederá.
—No lo conoces.
—Te conozco a ti. Conozco las razones por las que debo vivir. Dios otorga estos favores escasos, hermosa Leila. Pero cuando llegan, sé como aferrarme a ellos.
Levantó una mano y luego la bajó. Ella sintió que pasaba una cadena alrededor de su cuello. Sus dedos le rozaron la piel mientras cerraba el broche. El relicario de plata caía pesado sobre su pecho.
El ahuecó las manos debajo de su mentón y levantó su rostro.
—¡Eso es! Luce mucho mejor en ti que en mí, creo.
Ella cubrió el relicario con la palma de su mano.
—¿La mitad del pago? —preguntó mientras intentaba sonreír, pero él no le devolvió la sonrisa.
—No. No es el pago. Es un obsequio. Sólo… —Observó su rostro, una mirada como la neblina de la montaña oscura que rodeaba su hogar—. Sólo yo. Mi promesa hacia ti, Leila. Todo estará bien entre nosotros.
—Preferiría que me prometieras que regresarás a Kell algún tiempo.
—Mmm. Supongo que podríamos. —Inclinó la cabeza hacia la de ella—. Sólo para sobrevivir a él allí.
Ella arqueó el cuello. Disfrutaba del roce de su mejilla contra la de ella, y de sus dientes en el lóbulo de su oreja.
—Permanecer en Kell —murmuró él, mientras la saboreaba—. Harás de sirena para los piratas. Y yo —su voz se volvió más grave— jugaré contigo. Mil años, sólo tú y yo. Debería hacerlo.
—Mil años y sin un cuarto de baño. No lo creo.
Él rió en su cabello. Se escuchó un golpe en la puerta. El té había llegado.
Leila se acomodó mientras Ronan recibía la bandeja. Ella acariciaba el relicario de plata. Había cambiado de frío a cálido, muy cálido, sólo por el espacio de su beso.
La invitó con gentileza a la mesa. Deseaba (le pidió) que comiera.
En ese momento sería demasiado pronto. Él lo sabía.
La forma más segura de pillar a un ladrón era colocar una gema a simple vista. Por eso, Ronan no hizo nada por alterar su rutina diaria: se movió con libertad en su hogar, habló con aquellos que lo buscaban, anduvo todo el día de un lado a otro como si a la mañana no hubiera aparecido ningún enemigo asesinado.
En Kelmere, las comidas se hacían a la vieja usanza de su gente, lo que significaba que cualquiera que llegara a la gran mansión era bienvenido. El clan tomó los consejos de su señor y la cena transcurrió como si todo estuviera bien. Las conversaciones eran más suaves, quizás, aunque la sala estaba repleta de rostros. El Clan Kell tenía plena fe en él para llevar a cabo esta cuestión.
Con tristeza, se dio cuenta de que era más fe de la que tenía Leila.
Los sirvientes acomodaban a las personas de más con aplomo. Había comida y bebida para todos, excepto para Ronan, por supuesto.
Leila se sentó a su lado con las manos descansando con ligereza sobre los brazos de la silla, apenas apartada de la mesa. Con su vestido pálido, resplandecía con la luz de las velas y con la mirada inquieta, observaba a la gente. Era una sílfide con helados ojos verdes, demasiado tensa y austera para su agrado. El relicario de sirena se acurrucaba justo en la curva de sus pechos. No la había halagado antes. Parecía que lo hubieran hecho y moldeado exactamente para ella.
Le contaría la historia esa noche. Después de amarla y derretir ese hielo de sus ojos.
La comida terminó y nadie había muerto. El plato de Leila aún estaba sin tocar.