Ronan se había marchado. Se sentó con tanta rapidez Que tuvo que esperar unos instantes para que se le pasara el mareo. Cuando ocurrió, vio que la puerta de la habitación se abría sigilosamente. Se paró de un salto antes de que la mujer pusiera un pie dentro de la habitación.
— ¡Vaya! —dijo la mujer con voz alegre y sincera—. El señor pensó que dormiría toda la mañana. —Traía agua caliente, y la que venía detrás de ella llevaba toallas, y la siguiente, ropa y perfume, y la última de todas, una bandeja con comida.
Leila se daba cuenta de que era un ritual, y le resultaba extraño. No estaba acostumbrada a que la atendieran; no sabía que hacer mientras trabajaban con prisa a su alrededor y le ponían su desayuno y el baño. Depender de otros era una debilidad. Che lo había enseñado eso los primeros días que estuvo con él. No sólo una debilidad sino también un disparate ya que el peligro podría esconderse con facilidad detrás de una sonrisa servil y era mucho más fácil ocasionarle la muerte a los descuidados.
Leila nunca se descuidaba.
Tomó la mano de la mujer que la ayudaba con el baño.
…tan flaca como un palo pobre muchacha. Le pediré al cocinero algo bueno para recomponerla…
Le echó un vistazo a los dedos de la que le dio las toallas.
…qué niña tan preciosa. Supongo podría haber elegido peor…
Dejó que las otras dos la ayudaran a ponerse el vestido nuevo.
…tímida. Ni siquiera dijo una palabra. Quizás no sepa hablar bien en inglés…
Era de seda color rubí. Y por último, apartó las manos mientras le arreglaban la manta escocesa a su alrededor.
Les agradeció, pero aún no habían terminado. La última cepillada y tirón de cabello apenas aliviaron su cabeza dolorida, pero se rindió ante eso sin moverse. Les permitió pensar que era tímida. Mantuvo la mirada en un punto más abajo del espejo. No miraba sus rostros mientras trabajaban sino sus manos y sus faldas mientras la cepillaban y la peinaban y le colocaban horquillas de perlas que sacaban de bolsillos invisibles.
Las horquillas eran una dificultad. Requirió de toda su fuerza de voluntad para permanecer inmóvil en esta parte de la ceremonia, para confiar en estas desconocidas con objetos con forma de agujas puntiagudas en su cabeza. Tuvo que concentrarse mucho en el broche que usaba la mujer mayor. Se aprendía de memoria cada detalle de la plata, cada faceta de los granates cuadrados colocados en círculo.
—Ya está —dijo esa mujer—. ¿No se ve bien? Vamos, muchacha… ¿Le teme a su propio rostro? Levante el mentón, así se hace. ¡Qué bonita vista para saludar al señor! Pronto pondremos algo de color en esas mejillas, se lo garantizo.
Ella miró. Si «bonita» era la palabra que deseaban, no iba a discutirlo, pero según su punto de vista, Leila veía algo más grave que eso: una mujer con cabello suavemente dócil, oscuras cejas arqueadas y ojos en una búsqueda intranquila de luz.
—¿Dónde se encuentra el señor? —quiso saber.
—Ah, por ahí —fue la respuesta exhaustiva, seguida de promesas de que pronto la buscaría, ahora que sabría que estaba despierta y vestida.
—No —dijo ella y se puso de pie—. Yo misma iré a buscarlo.
Y por alguna razón, esto les agradó muchísimo. Leila las siguió al salir del cuarto soleado del señor. Pudo ver por primera vez, la primera vez de verdad, los pasillos del hogar más convencional de Ronan.
La seda color rubí se agitaba y flotaba como un céfiro brillante a sus pies. La tonalidad del vestido era tan cálida que mojaba los pisos lustrosos. Las mujeres escocesas caminaban adelante, deliberaban dónde podría estar el señor, y Leila observaba en silencio las paredes, los retratos, los bustos de mármol y memorizaba el camino de regreso. Pasaron por puertas abiertas y cerradas y luego, por una puerta abierta de donde salían voces.
El tono de esas voces llamó la atención de Leila de inmediato: quebradas y preocupadas; sombras claras de un punto crítico.
Disminuyó la marcha y se volvió. Se dirigió de manera deliciosa hacia la puerta.
—…qué más podemos hacer? No comerá, no puedo obligarlo a beber. Se despierta y respira con dificultad y el dolor no cesará.
Era una mujer, de pie junto a una cama con dosel.
—Ahora duerme. Déjelo descansar. Dele esto cuando despierte.
—A menos que quiera que lo ate, doctor —dijo la mujer con mordacidad—. No sé cómo lo lograré.
—Déjelo dormir —repitió el hombre en un susurro firme. —Llámeme cuando despierte.
—Sí—fue un suspiro irritado.
—Pobre Baird —murmuró una de las mujeres en el oído de Leila. El médico se dirigió hacia la puerta, vio al grupo y se abrió paso saludando con la cabeza. Leila siguió su figura hasta el vestíbulo para luego volver a mirar hacia el cuarto oscurecido.
—Baird —dijo ella—. ¿Baird Innes?
—Sí. Llegó a casa no hace más de quince días… Bueno, eso lo sabe, por supuesto… pero con los días se cogió una fiebre terrible. No dejará que Allie haga nada más que apretar su mano y preocuparse.
La mujer, la señora Innes, caminaba sobre el piso de parqué, alta con una gorra blanca y un delantal con volantes.
Leila ingresó al cuarto.
* * * * *
Ya no podía esperar más por ella. En medio de sus libros mayores y hojas contables y el eterno montón de números que le recitaba su apacible administrador, Ronan continuaba mirando el sol por la ventana de cristales. Lo observaba subir y subir del otro lado del bosque, por el césped color azafrán. Por encima de la pérgola y sobre el costado del flanco del este de Kelmere, inundaba su despacho con la inconfundible luz del día.
Había quedado exhausta y necesitaba dormir. Eso era todo.
No había forma. No podía concentrarse. No podía dejar de pensar en ella. Algún pequeño detalle de la noche anterior arañaba el fondo de sus pensamientos escurridizos. Ronan se disculpó con William. Le dijo que volvieran a programar una reunión según su conveniencia y llegó a la puerta justo cuando el ama de llaves se acercaba con las noticias de que «la muchacha extranjera» estaba cuidando de Baird.
Allí fue donde la encontró. Vigilaba la silueta postrada de su amigo. La mano de él estaba apretada entre las suyas y ella tenía la cabeza inclinada, mientras Allie y un grupo de mujeres permanecían ansiosas a los pies de la cama.
Por un momento sintió que su corazón se deshacía. Sabía de la enfermedad de Baird; había consultado al médico por la mañana temprano, tan pronto como lo supo. Sólo era la fiebre, había dicho el hombre. Muy probablemente la habría cogido en la tormenta de Ayr… pero Allie estaba con los ojos enrojecidos y la figura esbelta de Leila tenía una curvatura en los hombros que no había visto antes. Entró al cuarto y las mujeres se dieron vuelta a la vez para mirarlo. Todas menos Leila, que tenía el mentón contra el pecho y los ojos cerrados.
—¿Qué le dan de comer? —preguntó ella, y abrió los ojos al ver que nadie respondía. Levantó la cabeza pero sin hacer otro movimiento aparte de ese. Baird soltó un resoplido que se atragantó con una tos.
—Señora —dijo ella con más brusquedad—. ¿Qué come?
—Nada —dijo Allie, con una fugaz mirada de angustia hacia Ronan—. No come nada, ni siquiera ante las órdenes del médico.
—¿Qué medicina toma?
—La que le dio el doctor…
—Muéstreme.
Allie le mostró una botella de vidrio marrón; Leila apoyó con delicadeza la mano de Baird sobre las colchas. Cuando se movió, Ronan pudo ver su rostro con mayor claridad. Estaba pálida, con la piel demacrada. Lucía casi tan enferma como Baird. Se veía… como la noche anterior. El dolor de cabeza.
El cosquilleo en el fondo de su mente se volvía más intenso.
Leila abrió la botella, sintió un leve hedor e hizo una mueca.
—Dios mío, es hisopo. —Miró a Allie con ferocidad—. Hisopo. Lo matará con esto.
—Pero… el doctor…
—¡No es fiebre! —dijo Leila con brusquedad—. Es su corazón.
—Pero él dijo…
—Tiene las uñas azules y sus manos están heladas. A su esposo le duele aquí. —Le tocó el pecho—. Y aquí. —Y luego el brazo izquierdo—. Es su corazón.
—Bueno, yo… —Por primera vez desde que Ronan la conocía, Allie parecía haberse quedado sin palabras.
—¿Qué medicina debería tomar? —preguntó Ronan por lo bajo.
Leila apretó la palma de su mano contra la frente y negó con la cabeza, muda.
Él se acercó. Su mirada iba desde donde estaba ella hasta el hombre en la cama.
—¿Qué debería tomar? —repitió, aún bajo.
—Dedalera —respondió por fin, en un estallido—. Es su corazón. Por el amor de Dios. Lo prepararé yo misma. La dosis incorrecta con certeza terminará con él.
—Leila.
—Necesito mis baúles. Los del barco.
—Leila, detente. —Él extendió su mano y con sus dedos le tocó ligeramente el labio superior—. Estás sangrando.
Ella se dio vuelta con un pequeño sonido y se llevó ambas manos al rostro. Una de las mujeres se apresuró hacia ella con un pañuelo. Lo aceptó y le dio la espalda a todos.
—Señoras —dijo Ronan—. Discúlpennos.
Se marcharon en fila. Allie fue la última de todas y le lanzó a Ronan una última mirada intensa. Cerró la puerta tras ellas y luego se acercó a la cama.
Baird dormía bajo las mantas, casi sereno. Había sido su compañero y consejero por muchos años. Ronan recordaba de manera bastante vivida el día en que Baird había nacido. También hacía frío. Era pleno invierno.
Ronan ajustó las colchas con cuidado alrededor de los hombros de su viejo amigo.
—Cuando lo toco —comentó él—, sólo veo un buen hombre. ¿Qué ves tú?
Ella bajó el pañuelo con un lloriqueo pero no se dio vuelta. Él tenía una vista excelente de su nuca y aquel rizo persistente.
—¿Qué ves, Leila? ¿O es más que una percepción?
—Tiene problemas con su corazón —respondió finalmente.
—Bueno. —Ronan sintió su propia sonrisa—. Al menos eso lo entiendo.
Ella caminó hacia la ventana y corrió las cortinas que estaban cerradas. La luz del sol se dividía a través de ella en el cuarto y caía como una flecha por el suelo. El colorado de su vestido se encendió como una llama.
Él le preguntó:
—¿Siempre sucede esto, o sólo cuando lo deseas?
—¿El qué?
—La visión. Cuando tocas a alguien.
Arrugó el pañuelo en su puño.
—Sólo los ojos pueden ver —dijo cortante.
—Dulce mía, de verdad estoy muy viejo para ser diplomático ante temas incómodos de tratar. Esto es Escocia, el mismo fin del mundo civilizado. Aquí tenemos hadas, duendes y polvo de estrellas, e incluso sirenas. Has sabido lo que era yo mucho antes de que te lo mostrara. Nunca tocas a nadie sin guantes… excepto a mí. Pero hoy has tocado a Baird y al clan, ayer a la noche… Vi que retirabas tu mano… —Ronan se detuvo, reprimido, mientras otro misterio comenzaba a disolverse en su mente—. Esa es la razón por la que La Mano te sacó de tu pueblo —dijo él con lentitud—. ¿No es cierto? Porque podías ver.
—No —dudó, luego se dio vuelta para mirarlo—. Esa es la razón por la que no pidió mi rescate.
Él asintió con la cabeza, alentador. La magia sucede todos los días decía su expresión, aunque sabía muy bien que no era verdad.
La magia real era extraña. Tan extraña como el amor verdadero.
Los ojos de ella cayeron de nuevo. Pasó una mano por el abanico de sus faldas para alisarlas. La luz rubí se suavizaba y cambiaba con sus movimientos. Él podía ver con claridad el contorno de cada pestaña de terciopelo y el fino arco de sus cejas. Había perlas en su cabello, delicadas cuentas plateadas atrapadas en un entretejido de luz de estrellas.
—Che comprendió la manera en que mi don podía ayudarle. Porque podía decirle cosas de la gente que nadie adivinaba, que nadie sabía. —Sus dedos se inquietaban en el pañuelo dándolo vueltas y vueltas—. Si hacía las preguntas correctas mientras yo tocaba a alguien, veía las respuestas. Dónde guardaban el dinero. Quién era confiable y quién no.
—Pero te duele —dijo Ronan.
—Sí, siempre me ha dolido.
—Y él te obligaba a continuar.
Ella lo miró. Una espiral de oro verde y llamas.
—Quería vivir —dijo ella con simpleza—. Él me ofrecía el modo.
—Leila —dijo él con brusquedad—. Cuando… yo te toco…
—No. No ocurre así contigo. Es diferente. Es… muy agradable.
Agradable. No era la palabra que él hubiera escogido. Increíble. Glorioso. Emotivo, un cambio de vida,…
Baird soltó otro resoplido soñoliento seguido de una sarta de palabrotas en voz alta sumamente claras.
Leila se llevó el pañuelo hasta los labios. El color comenzaba a resaltar en sus mejillas; sus hombros temblaban.