La última sirena – Shana Abe

—Vamos.

Casi de inmediato, las luces comenzaron a aparecer en la oscuridad sobre ellos. La vieja mansión comenzó a parpadear a la vida, una vela, una ventana a la vez. Ronan retomó el camino hacia adelante otra vez.

Ella apenas podía ver. Con los destellos de luz que se iban encendiendo, Leila apenas comenzaba a descifrar la figura del edifico que estaba delante de ella, torres y parapetos y largas alas laberínticas. Sí. Ahora podía verlo, e incluso del otro lado de las ventanas, hasta la línea irregular de árboles y vegetación (y luego aún más allá de eso), hasta las pendientes de una montaña colosal, inhóspita y veteada de nieve, que parecía lista para tragarlos por completo.

Las luces danzaban. Brillaban aún más cerca de un punto en particular. Una puerta abierta en la planta baja. A lo lejos, figuras humanas de pie, en miniatura, contra el imponente edificio como si fueran muñecos dispuestos para un juego. Leila vio el arco ojival de la entrada, el brillo de un centenar de velas que se lanzaban sobre la piedra, sombras cambiantes que manchaban cada hoyo y cada peñasco.

—Ven, Leila —invitó el conde. Oro templado hundía sus mejillas y se enredaba en el dorado de su cabello. Sin mirarla, le extendió la mano—. Ven a conocer a mi clan.

Ella colocó la palma de su mano en la de él. Lo sintió frío otra vez. La calidez que tenía en Kell desaparecía de manera gradual. Era como tocar la mano de Poseidón excepto que él respiraba y hablaba.

—Espera. —Lo detuvo.

Su mirada era de un azul oculto.

—¿Si?

Ella caminaba delante de él y observaba a los demás.

—Hay demasiadas personas. Deberían dispersarse antes de que te acerques.

El rostro de él se aclaró.

—No aquí. No hay enemigos recluidos aquí. Esto es Kelmere.

—Sí, Kelmere, la residencia ancestral de los condes de Kell. Lo sé muy bien y puedes estar seguro de que La Mano también lo sabe.

Él le hizo un movimiento de negación con la cabeza.

—Ven.

Soltó su mano de un tirón. La irritación se elevaba en ella.

—Me has contratado para que te proteja. No puedo hacerlo con esta multitud.

—Entonces considéralo como un descanso —dijo él de manera informal, y continuó su caminata.

—Si esto es un descanso, entonces puedo marcharme —le espetó a su espalda.

—No, no puedes. —Y continuó caminando.

Maldito. Debería darse la vuelta ahora mismo. Al demonio con lo que decía. Debería tomar su voluminoso diamante y marcharse. Debería volver a Londres y vender la joya. Él tenía razón: era mucho más de lo que había pedido. Podría vivir de sus ganancias en los años venideros. Ya no lo necesitaba.

El conde subió los escalones de pizarra que bordeaban el camino arreglado hasta la mansión. Sin capa, ni manto. Sólo un hombre, con una extensa manta escocesa y las botas húmedas, subió solo cada escalón.

La reflexión le llegaba de ningún lugar y de todos lados a la vez, clara y con fuerza: la necesitaba.

Ella soltó la respiración en una nube blanca de exasperación.

El grupo de tres hombres la miraban; los dos centinelas cambiaron de sitio con inquietud pero Finlay permaneció de pie, inmóvil. La indignación irradiaba de cada parte de su cuerpo. Leila levantó sus faldas y caminó detrás de Ronan. Deja que el niño piense lo que quiera.

Lo alcanzó sólo porque él se lo permitió y porque había muchísimos escalones de pizarra incrustados en la cuesta cubierta de césped. Al llegar hasta él, el aire de la montaña se sentía mucho más débil que antes. Le hizo un lugar sin hablar y subieron juntos hasta la cima de la elevación.

Ella miraba los rostros reunidos alrededor y una vez más pensaba que eran demasiados. Demasiados para descifrar y juzgar con rapidez.

A medida que veían a su señor, la gente murmuraba y se apiñaba. Había amplias sonrisas y miradas vagas y un asombro evidente por verla a ella detrás. Ronan unió su brazo al de ella y el asombro se transformó en conmoción.

El conde sonreía y saludaba a las personas por su nombre al pasar, incuestionable, indiscutido. Caminaba por el centro abierto de la multitud mientras Leila examinaba sus rostros y buscaba cualquier señal de Che entre ellos.

—Bienvenido a casa, señor —dijo un hombre, y le siguieron más saludos. Todos se apretujaban y Leila sintió un momento de pánico. Intentó adelantarse a Ronan pero él la mantenía a su lado con su brazo como el hierro sobre el de ella. Acercó sus labios a su oído.

—Aquí no. Estamos seguros.

Retiró su otro brazo de debajo de la capa y dejó que su mano leyera los cuerpos que los rodeaban.

¡Caramba! Mira a la muchacha. Osada como te gusta…

…en casa a salvo…

…luce en buen estado. ¡Qué muchacho guapo y feroz…

…¿en la despensa? Ahora le agradarán las frambuesas… no, las zarzamoras y…

…¿La trajo aquí? No está bien…

…tan verde, como un gato…

…con nuestros colores…

…¿Quién es?…

… alabado sea el hogar…

…tan bonita…

…quién puede…

…volver…

…él camina…

…ella…

….señor…

…nuestro señor…

…esa muchacha…

…quién es ella, quién es ella, ella, ella, ella, ella,…

No debió haberlo hecho. Las voces se volvían más fuertes en su cabeza. Intentaba alejarse de ellos y se daba cuenta de que no podía. El dolor comenzó como un pequeño guisante en su mente, creció y creció hasta la ferocidad de un dragón blanco que lo devoraba todo. No podía ver; no podía pensar. Tenía la sensación de que había sombras y la luz parpadeante de un vestíbulo y el fuerte eco de los pasos sobre la piedra. Había voces fuera y dentro. Un murmullo extraño de sonidos que no comprendía, y la respuesta de Ronan, igual de incompresible. Pensaba que había dejado de caminar. No lo sabía.

Leila cerró los ojos casi jadeando. Estaba mareada. Dios la ayude, allí, delante de todos esos extraños. Iba a vomitar.

Ronan pronunció su nombre. Poco a poco, comenzó a sentir la palma de sus manos sobre sus mejillas. Las frotaban y le daban calor. Logró enfocar la mirada en su rostro, que se mantenía adusto frente al de ella.

—No has exagerado —comentó— sobre los dolores de cabeza.

Ella tragó saliva.

—No. —La lógica comenzaba a filtrarse a través de las náuseas—. La gente… dónde…

—Tranquila —susurró él, distante—. Quédate quieta. Ya se fueron y estamos solos. Siéntate tranquila. Pronto terminaré.

No tenía necesidad de preguntar qué estaba haciendo. Lo sentía. El calor se expandía en ella, sofocaba al dragón, lo volvía dócil y exiguo y luego, desapareció. Lo observaba alejarse. El aspecto distante que se deslizaba sobre él. El endurecimiento de sus rasgos que en la luz vacilante lo convertía en una efigie esculpida y luego, en un ser de carne y hueso otra vez.

Los ojos de él estaban muy oscuros. Nunca dejaron los suyos.

—Gracias —dijo ella.

Las pestañas de él bajaron. Dejó que sus manos cayeran y se apartó de ella. Soplaba aire a través de los dientes. Entonces ella se dio cuenta de que estaban en una habitación que debía de ser una alcoba, su alcoba, por supuesto, y estaba sentada en su cama, cuatro columnas de palo de rosa con nudos, hundida en las mantas.

La luz provenía de la chimenea, de candelabros de plata fijados a las paredes revestidas en seda china. Junto al fuego había sillas, una mesa de backgammon y unas cuantas estatuillas de porcelana que miraban desde el hogar de mármol. Había una pintura de un caballo enmarcada entre ventanas de vidrios negros; un armario; un espejo y un reloj cuyas manecillas le informaban que eran más de las tres.

Ronan estaba agachado sobre sus talones en una alfombra con borlas. Ella se deslizó hasta quedar de rodillas frente a él, buscó sus manos y las sostuvo entre las suyas.

—Te duele, ¿no es cierto? —le preguntó ella, aunque ya sabía la respuesta.

—No —mintió de manera abrupta.

Lo contemplaba. Extendió sus dedos para entrelazarlos con los de él. Parecía más cansado de lo que ya bahía notado. Era atractivo incluso con sombras debajo de los ojos y aquella línea dura de su boca.

—No lo hagas si te duele. No por mí.

—Si no lo hago por ti —dijo él con una tensión tranquila—, entonces por quién lo voy a hacer.

Miró por el rabillo del ojo las manos de ambos. Luego, poco a poco, las llevó juntas hasta su espalda, acercándola, con su pecho rozando el de él. Él presionó un beso caliente hasta su garganta.

—Mejor —murmuró él mientras su boca merodeaba, exploraba—. Mucho mejor.

Soltó sus manos y ella las deslizó por su espalda, debajo del tartán. Se mantenía firme mientras él dejaba besos en sus mejillas.

—La puerta —protestó ella con ligereza.

—Al demonio con la puerta.

—Debe estar cerrada con el cerrojo.

La recostó sobre la alfombra.

—Lo está.

—Las ventanas…

—Sí, también.

Ella dio la vuelta a su rostro para tomar aire mientras él forcejeaba con la masa de sus faldas.

—¿Hay agua? ¿Un cuenco?

La respuesta de él fue apagada. Inspiraba hondo, como si pudiera ahogarse en su perfume.

—No.

—Puedo verlo desde aquí. No bebas…

—Sí. —Sus dedos encontraron el centro de ella; su voz se volvió áspera mientras la tocaba allí—. Sí, a cualquier cosa que digas. Sólo permíteme…

Ella perdía el hilo de la razón e intentaba, con vaga urgencia, volver a encontrarla.

—Ronan, debes escuchar…

—Leila. —La mano de él se movía en sus pantalones. Lo sentía libre, rígido y dispuesto entre sus muslos.

—Todo —dijo él con un gemido y empujó dentro de ella— está como debería estar.

* * * * *

Por la mañana ya no había más dudas en la mente de nadie con respecto a la identidad de la muchacha que pasó la noche en el lecho del señor. Ronan se aseguró de eso.

Guardiana, le dijo a su grupo de gente. Protectora. Como nosotros la protegeremos a ella.

No les dijo mucho más que eso. Dio algunos detalles a los oídos correctos sobre la historia de ella, sobre su heroísmo, su doble intento de salvarlo a pesar del villano bastardo que la aplastaría en sus manos. «Una doncella en peligro» también podría haber dicho, y vio que el brillo se contagiaba y echaba chispas de un ojo a otro.

No había nada que un hombre o una mujer escocesa disfrutara más que una seria intriga con un toque de romance coronada con un toque de dolor. El señor estaba feliz de alimentar los chismes. Quería dejar claro que la señorita era bienvenida allí.

No les contó nada sobre las cosas más dulces, sobre la manera en la que él quedaba despierto por las noches para mirarla, para seguir el suave pasaje de su respiración. Sobre la manera en la que siempre se frotaba la nariz y soltaba un breve suspiro cuando se acostaba a dormir, casi melancólica, antes de relajarse en sus sueños.

Sobre la manera en la que le había prohibido llevarla a la cama hasta no antes deshacerla hasta la base de madera, sacudir cada sábana, cada manta y almohada, buscar serpientes o escorpiones o alguna otra pequeña alimaña. Él se quedaba a un costado y la observaba pasar la mano por las finas sábanas a través del colchón desnudo en busca de cualquier tipo de problema que pudiera surgir y se maravillaba de la vida que había llevado, de la profundidad de una mente qué pensaría en poner una aguja mortal en el centro de la cama de un hombre.

Una vez satisfecha, la ayudaba a acomodar las cosan otra vez y luego la tumbaba allí, donde ella se apoyaba en su pecho y se dormía instantáneamente.

Por eso, él se quedaba despierto.

No le agradaría despertarse sola; lo sabía. Había tomado el papel que le había ofrecido con una vehemencia firme; él no sabía si sentirse más halagado o asustado.

Ronan se preguntaba cómo reaccionaría si tuviera alguna idea verdadera sobre lo difícil que era matarlo. No se lo diría. La verdad era que ni siquiera él estaba seguro.

No obstante, el señor se fue y tuvo una charla con su administrador y luego con el ama de llaves y los guardias. Lo había dicho a Leila que no había enemigos en Kelmere, y era verdad, hasta ese momento. Pero pronto se desparramarían bajo la montaña los rumores sobre la señorita que allí se encontraba. Contaba con una legión de hombres atrincherados en las colinas, una multitud de almas robustas y el astuto ingenio de las Tierras Altas de Escocia. El mismo Lamont se había escondido, pero cuando su asesino entrara a hurtadillas en el reino de Ronan, quería estar completamente preparado.

Por Leila. Por su corazón.

Capítulo 15

Estaba sola cuando despertó.

Al principio fue algo normal: sola en una cama mullida con el sol amarillo que le entibiaba el rostro. Acercó una almohada a su cabeza y olió a rosas, lo cual fue suficiente para hacerla abrir los ojos y echar un vistazo alrededor.

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