La última sirena – Shana Abe

—Esto —dijo Ronan desde el agua, sus palabras hacían eco— es lo que Lamont quiere en realidad.

—¿Sabe de este lugar?

—Lo sospecha. Tiene una isla cerca de aquí. Las monedas han sido arrastradas hasta sus costas por décadas. Se dice que cada fragmento de restos marinos de Escocia proviene de allí. Su padre lo sospechaba, y su abuelo. Eran hombres codiciosos pero no estúpidos. Nunca creí realmente que Lamont fuera el que intentara hacer algo tan tonto como un asesinato. Supongo que piensa que con mi muerte el caos dominará al Clan. Tendría razón, por un momento.

—Lo suficiente para venir aquí y robar el oro.

—Sí.

—¿Cuántos años tienes? —preguntó ella de repente.

Él sonrió, enigmático. —Soy viejo.

Ella le echó una mirada cautelosa a la estatua de Poseidón que estaba a su lado con el tridente en la mano y él se rió entre dientes.

—No tan viejo.

Ronan brincó a la plataforma. Tenía piernas humanas Otra vez. Eran gruesas y maravillosamente musculosas. Se inclino y se quitó el agua del cuerpo con la palma de las manos aplanadas. Su cabello era un cordón color ámbar sobre sus hombros. La cadena y el colgante que llevaba pendían firmes en la base de su garganta.

—No nos quedaremos mucho tiempo aquí, milady. , ¿Has decidido sobre el pago?

Ella lo miró fijamente, al colgante de plata, un adorno único y modesto entre todo ese lujo. Le había parecido extraño antes, en el barco, aquella primera vez que lo había visto. Pero volviendo atrás, se dio cuenta de que nunca lo había visto sin él. Ni una vez.

Caminó hacia ella, elegante y dominante. Se detuvo delante de ella, tan imponente como los dioses de piedra de alrededor.

—¿Decido por ti? —dijo en voz baja.

Leila se puso de pie y tocó el colgante con un dedo. Era un relicario, ahora lo veía, brillante y reluciente con un dibujo que le recordaba a un río correntoso.

—Es tan cálido —dijo sorprendida.

—No, es sólo que tú estás fría.

—No lo estoy. —Sus ojos brillaron en los de él—. No ahora.

Él la alejó con suavidad.

—Lo estás; lo sabes. No te das cuenta, pero lo estás —El rostro de él cambió: sus ojos se cerraron, su boca se volvió más dura y se alejó un paso más—. Tu pago, Leila. Y luego, debemos irnos.

Ella levantó la mano una vez más, y él retrocedió otra vez, con más brusquedad que antes.

—No —dijo él—. No preguntes. Puedes tomar cualquier otra cosa. —Se dio la vuelta y desapareció detrás de un florido biombo barroco.

Ella escuchó un crujido y un estrépito tintineante; una sola moneda de plata rodó hacia afuera del biombo para chocar contra una caja fuerte. Ronan volvió a aparecer para colocar algo en la mano de ella diciendo:

—Esto debería asegurarte algo un poco mejor que una cabaña. —Y la llevó hasta el borde de la plataforma.

Ella bajó la mirada. Le había dado una piedra tallada casi del tamaño de un huevo de gallina. Un blanco brillante engarzado en oro trabajado. Un diamante.

Ella quedó estupefacta; estaba por hablar pero la arrastró hacia el mar con él.

* * * * *

El océano era muy, muy negro.

Leila no había imaginado que estuviera tan oscuro en el mar sin la luna, aunque en muchas ocasiones había aprovechado tales noches en tierra. Era una oscuridad que consumía todo lo demás y se sentó en el bote de remos con las manos bien apretadas a los costados, no para afirmarse (el pequeño bote se movía como la seda sobre un vidrio) sino para asegurarse de que aún lo tenía allí.

Por fin, el viento cesó y dejó sólo el soplido de su viaje pasando a su lado No había niebla No había estrellas Debía haber nubes sobre sus cabezas, pero ni siquiera podía verlas. Las añoraba tanto que le dolía la garganta por eso.

Ronan remolcó el bote con una sola cuerda atada a la proa. Ella no quería imaginar que se rompiera. ¿Qué haría allí si él decidiera abandonarla a ciegas y tan sola?

Su voz flotaba en la desolación. Un saludo en voz baja resonó por encima del susurro del chapoteo de las olas.

—Dime, ¿logró Finlay terminar la historia de la primera sirena y el pescador?

—Un amor perdido. Un triste final. —Ella le hablaba al vacío hueco y estaba contenta de que él nadara delante de ella, aunque no pudiera ver su rostro—. La historia de tu familia parece estar llena de desgracias, milord.

—Sí, algo de eso. Pero también ha habido felicidad. En realidad, una vez hubo un rey que amó a una sirena de aquí, hace muchos años. Ella lo había salvado del mar y decidió quedarse con él.

—Como un cachorro —dijo ella con amargura. Él rió y el bote dio un pequeño saltó.

—Como amante, milady. Y aunque el rey ya estaba casado, fue una unión realmente feliz.

—Tal vez no tanto para la reina.

—La reina era una mujer sabia. Amaba al rey lo suficiente como para comprender su destino. Tenían una hija, el rey y la sirena, y la reina la llevó a su hogar y la crió como su propia hija.

Leila no decía nada, pensaba en aquella mujer de hacía tanto tiempo, en cómo debió haber sido que le obsequiaran la hija encantada de su esposo. ¡Qué sola debe haber estado detrás de los adornos reales y su corona! ¡Qué generosa!

—Esa hija era mi tatarabuela —dijo Ronan.

—¿Qué les sucedió a la sirena y al rey?

—Ah. El rey era sólo un mortal. Al principio, no comprendía a la sirena, ni a Kell. Sólo deseaba regresar a su hogar porque era un hombre importante y tenía muchas vidas que dependían de él. Sin embargo, la sirena fue muy paciente, y en su momento, se enamoró de ella.

—¿Lo amaba?

—Con todo su corazón.

Él quedó callado. Leila soltó el bote y ocultó los dedos dentro de su capa.

—Pero lo dejó en libertad —dijo Ronan por último—. Porque él tenía el espíritu de un lobo, y como todas las cosas salvajes, no podía sobrevivir atrapado, ni siquiera atrapado en una isla. Un día se desató una guerra en la tierra del rey. Estaba en peligro. La sirena decidió abandonar su vida en Kell para quedarse con él, y casi muere a causa de eso. No obstante, el rey lobo era valiente e inteligente y logró salvarla de la única manera que pudo… la llevó de regreso a Kell. Tuvo que dejarla allí.

—¿Sin él?

—Sí. Él la visitó en el transcurso de los años. Un hombre en un bote, siempre solo. Cuando se acercaba a Kell, ella disminuía la neblina y calmaba los mares, diciendo: «Ven, amor verdadero, ven». Y él, lo hacía.

—¿Tú puedes hacer eso? —preguntó con escepticismo—. ¿Disminuir la neblina y calmar el mar?

—Bueno… ella podía. Y así fue hasta que un día el viejo rey nunca más regresó de Kell. Se decía que él y su amor habían vivido su vida hasta el fin y que habían desaparecido juntos en el mar, cogidos del brazo. Sin estar solos nunca más.

El aire pasaba rozando, negro y líquido como todo lo demás, sin dejar ningún color ni luz.

—Aun ésta me parece una historia triste, milord —dijo ella por lo bajo.

Hubo un pequeño movimiento adelante, como si él se hubiera dado vuelta para mirarla.

—Sólo te lo comenté por el bote. Creo que debió haber sido muy parecido a éste.

Ella frunció el ceño en la oscuridad, preocupada por su tono de voz. Había un secreto detrás do sus palabras, un mensaje oculto. Antes de que pudiera pensar en una respuesta, él murmuró:

—Aquí estamos. —Y el bote de remos rozó la arena.

Habían acordado desembarcar lejos del puerto principal, el cual, según le había informado Ronan, estaría lleno de gente casi a cualquier hora, un refugio tonto para un hombre sin linterna. En cambio, el conde había elegido una playa lejana sin cabañas ni calles. Ella se puso de pie en el bote que se tambaleaba con la ropa de él abultada en los brazos. La consolaba el hecho de que al menos él podía ver. Ronan buscó su miraba en la oscuridad y luego, la levantó contra su pecho chapoteando con ella hasta la costa.

La bajó y la ayudó a estirar sus faldas. Se había vestido con su papel antes de partir: ahora era una mujer escocesa común, sin aretes pero con enaguas abundantes, con su propio corsé y un vestido sencillo atado con la manta escocesa.

El diamante que Ronan le había dado estaba bien aprendo dentro de su bota derecha.

Las manos de él hicieron una pausa y se levantaron. Ahuecó las mejillas de ella y la besó. Fue un beso profundo y corredizo que hizo que la arena blanda que estaba a sus pies y el olor del ganado cercano fueran mucho menos trascendentes de lo que habían sido un segundo antes. Leila buscó los hombros de él y le devolvió el beso. Los dos respiraban calidez en la noche invernal. No lo admitiría en voz alta, pero fue un verdadero alivio que ahora la tocara, sentir su fuerza ante ella Cuando todo lo demás era misterio y oscuridad escarchada.

Él le hablaba contra la mejilla. Sus labios formaban palabras en voz baja.

—Es un camino largo, mi amor. ¿Comenzamos?

No obstante, sabía que él no pensaba en lo que los esperaba adelante. Pensaba en aquel rey solitario en su bote, una figura con un velo en la neblina, solo, solo, pero que al fin había encontrado a su amor, y que un día se había desvanecido en una leyenda a su lado.

Capítulo 14

Finlay los esperaría en el árbol del verdugo. Era el lugar de encuentro convenido que Ronan había utilizado una y otra vez, y esa noche no era la excepción. El clan enviaba una persona desde Kelmere para esperarlo todos los días y todas las noches hasta que el señor regresara o hasta que transcurriera un año entero y llegara el momento de designar un nuevo señor. Finlay tenía ese trabajo últimamente; Ronan esperaba que estuviera bien abrigado para protegerse del aire glacial.

El gran roble estéril extendía sus ramas en el cielo negro. Era más viejo que él, macizo y nudoso, un punto de referencia local que en realidad, según tenía entendido, nunca se había utilizado para colgar a nadie. Una sombra bajo las ramas se movía mientras ellos se acercaban.

El joven Finlay tenía ojos de gato. Ronan hacía mucho tiempo que sospechaba que algún rastro de sangre de sirena aún perduraba en ese primo suyo.

—¿La trajo? —preguntó él primero, su voz tenía un tono de incredulidad.

—Sí —respondió Ronan de manera tan fría que la boca del muchacho se cerró de golpe—. Ahora está con nosotros. Le presento a la señorita Leila de Sant Severe.

Leila inclinó la cabeza en silencio. Finlay le dio un sábulo forzado, con cierta terquedad.

—La señorita aceptó trabajar como mi guardaespaldas personal —agregó Ronan, sólo para medir la reacción del joven. No se decepcionó. Las cejas de Finlay bajaron para fruncir el ceño al mejor estilo Baird Innes. Pero al menos tenía la suficiente sensatez como para controlar su lengua.

Ronan sujetó a Leila por el codo.

—Por favor, guíanos a casa, muchacho. Temo que milady se congele aquí.

Sin más palabras, Finlay se dio la vuelta y salió al tranco con la capa hinchada en un ébano profundo que se agitaba hacia afuera y hacia abajo otra vez.

—Está enfadado —dijo Leila en voz baja.

—Está desilusionado. —Comenzaron a seguir la figura larguirucha por el camino de tierra—. Creo que estaba bastante enamorado de doña Adelina…

Ella suspiró con un sonido cansado, breve y pensativo.

—Bueno. Lo siento.

—No hay problema. Es una lección valiosa. La próxima vez, no se enamorará con tanta facilidad de un rostro espléndido. Ni siquiera de uno tan espléndido como el tuyo.

Ella le echó una mirada en la oscuridad, pero él no sabía si en verdad ya podía verlo.

—Ten cuidado por dónde caminas —aconsejó con ligereza—. Tenemos un camino rocoso por delante.

Y lo era. Más allá de los brezos y arroyos adornados con hielo, a lo largo de lechos de turba y cañadas que se pondrían verdes y en flor en el pleno florecer de agosto, todo el sinuoso camino de subida hasta la gran casa que descansaba sobre la colina, mitad fortaleza, mitad algo más, la culminación casual de generaciones de sueños y esperanzas realistas, se encontraba Kelmere.

Finlay se aseguró de que aún estuvieran detrás de él y luego llamó a los centinelas de la puerta de entrada. Siguió una breve conversación. Se encendió una linterna. Ahora, tres hombres quedaban ligeramente al descubierto en un color apagado y sin brillo. Ronan aminoró la marcha y Leila lo hizo con él. Uno de los centinelas desapareció detrás de la puerta de la casa y regresó levantando algo hacia su boca.

La caracola sonó con aquel toque inarmónico de sonidos que quebró la noche para anunciar su llegada.

Ronan sintió el sobresalto de Leila.

—Es un saludo para el señor. —Intentaba pensar en una mejor forma de explicárselo, pero al final sólo dijo:

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