La última sirena – Shana Abe

El cielo se acercaba más y más, contenido sólo por la brillante hermosura dorada que era él. Deslizaba sus labios por los de ella y presionaba profundamente y ella sintió… oleadas dulces y giros prolongados de éxtasis, justo hasta el cielo mientras se sostenía en sus brazos.

Él presionó otra vez de manera profunda con el nombre de ella en la garganta, otro empujón fuerte… un jadeo, un escalofrío. Su cuerpo apretaba con firmeza… y luego se relajó poco a poco. Una mano extendida en su seno; enterró el rostro en su tabello.

Mía, pensó, aunque nunca lo dijo.

Mía, afirmaba cada parte de su cuerpo, aún cálido y profundo dentro de ella.

—¿Tienes frío ahora? —le preguntó en voz baja, agotado, en el oído.

Leila, medio vestida e inmovilizada en la piedra por un hombre grande y musculoso, levantó una mano para proteger sus ojos de la luz del sol.

—No —respondió, maravillada, porque por primera vez en muchísimo tiempo, era verdad.

* * * * *

No podía dejarla allí.

Ronan quería. De verdad lo deseaba. En Kell estaría a salvo, segura y solitaria. No habría nada que la tentara, ni a él, más allá de ellos mismos. No habría complots ni planes ni locos españoles que ensombrecieran su tiempo junto a ella. Pensaba que nada le agradaría más que holgazanear con ella ahí en esos pálidos días de invierno, envolverla en su manta escocesa y besarla y tenerla hasta que las sombras desaparecieran de sus ojos.

Pero no podía quedarse. Kell era un lugar encantador pero también cruel; a los mortales nunca les iba bien ahí. La había llevado allí enojado, en un brote y un gesto de imprudencia, y aunque no se lamentaba por eso, tenía que solucionarlo. Pronto.

Era difícil pensar en soluciones con ella acurrucada en su cama. Era difícil pensar bien cuando la tenía debajo de él, y su cabeza se inclinaba y sus labios se abrían y la colmaba con él mismo. Había seguido su propio sueño y había cubierto las almohadas y las sábanas con pieles. Era una joya en suntuosos colores ahumados, una estrella en la noche que lo provocaba y lo tentaba y al final, lo ahogaba en éxtasis.

No podía quedarse. Cuando llegó la mañana y la vio dormir, posó su mano sobre su corazón, sintió el frágil latido y olió el dulce perfume de mujer que tenía. Kell se volvería en su contra, de un modo u otro. No lo odiaba ahora, incluso después de todo lo que había hecho. Sin embargo, si la dejaba allí, atrapada en el castillo… lo haría.

Pensaba que no podría tolerar eso.

Estaba el maleficio, por supuesto. En el fondo, Ronan no creía de verdad en él. Era ridículo, teniendo en cuenta lo que era él. No obstante, siempre había considerado su cuerpo como algo tangible, un don real y doloroso, mientras que la historia de su familia estaba tan débil y lejana que se había desvanecido en su corazón a una simple leyenda, sin un significado duradero. ¿Existía aún el maleficio viviente que había dejado aquella primera sirena? Sin duda estaba el arrecife y el castillo y toda la acumulación de tesoros que había enterrado debajo de la isla. Sin duda había muerte escondida para cualquiera que se atreviera a llegar sin ser invitado. Pero, ¿había muerte también para los que la abandonaran?

Entonces algo más llegó hasta él, un verso de una canción muy vieja:

Niño del mar al descubierto…

Miró a Leila, toda iluminada de rosa con el amanecer que se deslizaba a través de las ventanas. ¿Era amado por su enemiga?

No. No era probable… no todavía.

Ronan puso su mano en la sien de ella para apartar un mechón rebelde. Sus ojos se abrieron de manera instantánea, como si nunca hubiera dormido.

—Tengo una propuesta de negocios para hacerte —anunció.

Ella esperaba con sus curvas color nata, aquel perfume delicioso y un brazo flexionado sobre la cabeza.

—Parece que necesito un guardaespaldas. Propongo contratarte.

Ella parpadeó una vez, sólo un parpadeo lento, y respiró más profundo que antes.

—Creo que eres la candidata ideal —continuó Ronan—. Pareces estar lo suficientemente familiarizada con las armas y en fingir situaciones. Supongo que entiendes mejor que nadie al hombre que intentará matarme. Y me has dicho que necesitas dinero. Te pagaré el triple de lo que te haya ofrecido Lamont.

Las cejas de ella se elevaron.

—No sabes lo que me ofreció él.

—El triple —afirmó.

—Me pagó en oro. —Ella bostezó y se desperezó como un gato bajo el sol.

—Yo también puedo hacerlo.

—Quiere su pequeña isla.

—Como yo —dijo Ronan con severidad.

Ella se sentó. Sostenía un armiño real en su pecho mientras lo miraba con especulación encubierta.

—¿Qué sucede si no lo hago?

—Entonces podrás aprender a disfrutar de Kell.

Las pestañas oscuras bajaron y escondieron su mirada.

—¿Y si no lo logro?

—Entonces supongo que ya no necesitaré un guardaespaldas.

Ella pasó su mano por el grueso pelaje que tenía sobre sus piernas.

La Mano es despiadado, pero te dejará en paz si voy con él.

—¿Eso es lo que deseas? —preguntó con brusquedad.

—Lo que yo quiera es irrelevante. Lo que le digo es que tu verdadero problema es este hombre Lamont. Nos contrató. Y contratará más personas después de nosotros.

—No —juró Ronan en voz baja—. No lo hará. Eso te lo aseguro.

—Pagó en oro —repitió ella y levantó la mirada olía vez con sus ojos verdes rodeados de luz—. ¿Entiendes?

—Sí.

—Más oro de Kell. Eso es lo que en verdad desea. Creo que mi muerte para él es… secundaria.

—De todas maneras, te hice una oferta. Un simple trato comercial.

—Con sólo tu vida en juego —terminó ella de modo cortante.

—¿Qué dices?

—Si me dejas ir, te juro que La Mano me seguirá.

—No. Ven conmigo, o bien quédate aquí. Esas son tus únicas opciones.

Por un momento, el aplomo de acero de ella tembló; vio dudas en ella, sus dedos se retorcían en un nudo sobre su regazo.

Cubrió las manos de ella con las suyas.

—Tengo una fe sorprendente en ti, Leila de Sant Severe. Pero si piensas engañarme, ten en cuenta esto… te encontraré donde sea que vayas. Sabes lo que soy. Tengo poderes que nunca has imaginado. Lamentarás mucho, mucho haberme mentido otra vez.

—Ya lo lamento —murmuró ella—. Muy bien, Lord Kell. Acepto tu ofrecimiento.

—Ronan —insistió, y la llevó hasta él.

—Ronan —susurró ella y levantó su mentón por un beso suyo.

Capítulo 13

Esperaron la oscuridad de la luna nueva para viajar a Kelmere.

Era la primera exigencia de Leila: viajar en la oscuridad, como lo hacían los contrabandistas, sin linternas ni luz de luna que los dejara al descubierto. La Mano de Dios (Shay, como lo llamaba ella ahora) controlaría las costas, merodearía en las calles de la isla principal en busca de alguna pista de cualquiera de ellos. Ella pensaba que había pasado el tiempo suficiente para que él se pusiera de pie otra vez. Ronan tenía la imagen de un zorro astuto y canoso que miraba de manera lasciva desde los callejones húmedos y oscuros.

Pistolas, venenos, sables, incluso el leve e inocente arañazo de la uña de una mano; ella enumeraba las posibilidades de la desaparición de él con un tono realista, sentada en la cama con las piernas cruzadas mientras él observaba por la ventana del castillo cómo la nieve se derretía en chorros que caían desde los aleros.

—Y quisiera tener el pago por adelantado, si no te importa —dijo ella tan fría como el hielo.

Le echó una mirada por encima del hombro.

—¿No crees que viva lo suficiente como para girar un cheque en Kelmere?

Ella hizo aquel pequeño gesto de encogerse de hombros, tan elegante.

—En mi profesión. Uno no corre riesgos innecesarios.

—Muy sabia.

—Tengo veinticuatro, Lord Kell. No llegué a esta edad sólo de suerte.

—No —concordó él con seriedad—. Por cierto que no. Entonces, un cuarto del pago.

—La mitad.

—Hecho.

Así, la llevó hacia abajo, a las profundidades de la isla, de la única manera que aún se podía: por el mar.

No le complacía la idea. Estaba claro. Un día y una noche de hacer el amor no habían atenuado de verdad su reticencia. Permaneció en la playa con él y sostenía el cabello con ambas manos. Tenía la espalda rígida y erguida y la mandíbula tensa por la resistencia.

—Será rápido —le aseguró él, lo cual era casi verdad—. Apenas lo notarás.

Ella entornó los ojos.

—Te esperaré aquí.

—Lo disfrutarás, Leila. Te lo prometo.

Ella no le creía, pero no le importó. La acercó a él de a un paso por vez dentro de las olas, por encima de las rodillas, por encima de los muslos, por encima de la cintura, el vestido que insistía en usar arrastraba tras ella. Cuando el agua llegó a la altura de su corazón, él se zambulló por completo. Aún sujetaba las manos de ella y le dio un tirón para llevarla con él. Ella se resistió un momento; él le dio tiempo para tomar aire y luego, tiró de nuevo. Esta vez ella fue.

Esperó el cambio hasta que ella pudiera verlo. Quería que viera cómo sucedía, para que lo conociera de esa manera. No quería más secretos entre ellos.

Fue rápido. Fueron más profundo y dejó que el océano lo colmara. Dolía, siempre dolía, y sus manos pudieron haber apretado las de ella. Se arqueó hacia atrás y lo dejo correr a través de él. Cuando finalizó, ella estaba con los ojos bien abiertos y los brazos extendidos, sin siquiera patalear para permanecer en el lugar.

La llevó de nuevo a la superficie. La giró en sus brazos, la echó hacia atrás para que descansara sobre su pecho y que flotaran juntos mirando las nubes. Ronan presionó sus labios en su cabello mojado.

—Y… allí está el cielo.

—Así es —dijo ella con debilidad.

—Respira —le aconsejó—. No es tan terrible. Respira, mi amor.

Envolvió sus brazos debajo de los de ella y comenzó a deslizarse lentamente hacia atrás. Ella encontró las muñecas de él y se aferró con fuerza.

—¿Frío? —preguntó él, aunque sabía que ella no lo tendría.

Negó con la cabeza. No soltaba sus muñecas.

—Ya casi estamos allí. Muy bien. ¿Estás lista? Contén la respiración.

El pecho de ella se ensanchó; él se hundió con ella en las profundidades azul cobalto.

El agua era cálida para él, aterciopelada; porque así la sentía y ella también lo haría. Sin embargo, para ella la realidad era bastante diferente. Tenía sólo un breve momento para tenerla allí en su hogar primitivo antes de que su cuerpo comenzara a morir. Había arriesgado más que eso al llevarla allí y no iba a exponerse a un daño mayor en ese momento. No obstante, quería que viera la gruta.

Las corrientes empujaban con fuerza pero él se movía con seguridad y facilidad entre ellas. La luz del mar se apagaba poco a poco y fluía. La entrada a la caverna estaba en las profundidades de la isla: un gran misterio ovalado que aún ningún hombre ni embarcación había descubierto.

Tampoco lo harían, pensaba él. Nunca, jamás.

Volvió a subirla con rapidez hasta la superficie. La sostenía con suavidad mientras ella tosía y se balanceaba en el agua y se quitaba el cabello de los ojos.

—Ven. —La plataforma no estaba lejos. Un sonido tranquilo después de todo ese tiempo. Una extensa tarima de mármol apoyada sobre el mar. Sin embargo, Leila no miraba eso. Miraba lo que había encima: todas las riquezas de Kell.

Pilas de monedas, montones de joyas, estatuas majestuosas, lingotes y armamento romano con manchas de óxido. La luz parecía cambiar con cada movimiento del agua. La luz que proyectaba el sol centelleaba sobre siglos de plata, oro y gemas de cada color del arco iris.

Llevó a Leila hasta el borde de la plataforma, la levantó y la colocó allí con los pies que aún colgaban en el agua.

—Elige lo que quieras —dijo Ronan con el aliento escarchado—. La mitad del pago.

Ella ahuecó una mano sobre su boca y comenzó a reír.

Estaba cegada, deslumbrada. Leila se movía con lentitud entre las montañas de tesoros, sostenía las manos de los dioses de alabastro, admiró por un instante una larga cimitarra encorvada grabada con flores de peral. Caminaba entre cascos y armaduras, y en un momento casi le faltan los pies entre un alijo de mosquetes y un arca de latón que contenía perlas.

Al final, no podía decidirse. Sólo se sentó, goteando, sobre un cofre cerrado junto a la pared de la caverna y apoyó el mentón sobre los puños. Nunca había visto algo así. Nunca lo había soñado siquiera, excepto quizás de niña en la extravagancia florida de las fábulas moras. Ni todos los pachas y príncipes del desierto podían tener un tesoro semejante a ese. Ni siquiera estaba segura de haberlo visto todo aún. Había escaleras más atrás que conducían a quién sabe dónde. Sin embargo, estaban enterrados debajo de una colina de escombros petrificados.

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