—Lina. —Su voz era sin duda más cálida—. ¿Cómo va a luchar conmigo si se coge una gripe primero? Vamos, levántela. Le prometo que no me moveré.
Ella dudo. Después, arrebato la manta y la envolvió a su alrededor olía vez con una opresión brutal.
—¿Cuál es su verdadero nombre? —preguntó Ronan, ahora en voz más baja, más amable.
Ante la ausencia de respuesta por parte de ella, agregó:
—Vaya… ¿De verdad le importa que lo sepa?
—¿A usted le importa saberlo?
—Podría obligarla a que me lo diga. —Estaba más cerca de lo que pensaba—. Se da cuenta de eso. Prefiero que usted me lo diga voluntariamente.
Su voz era tan tranquilizadora; la hacía pensar en la brisa que soplaba por sus hombros descubiertos, y el nudo en su estómago, y en cómo aún le dolía el brazo.
—Leila.
—Ah. Leila.
¡Por Dios! Lo hacía hermoso. Su corazón dolía al escuchar la manera en que lo decía.
—¿La extraña, Leila? ¿A su abuela?
Y debido a que estaba tan tranquilo y porque ella decía la verdad, contestó:
—Todos los días.
Ella se sentó en la cama y dejó caer la cabeza en sus manos.
Él se colocó en silencio delante de ella; lo sintió sin levantar la mirada.
—Encontré un pequeño frasco de líquido en su vestido. ¿Qué es?
—Láudano —respondió entre dientes—. Para los dolores de cabeza.
—Una droga fuerte.
—Son muy intensos mis dolores de cabeza —explicó.
El colchón se inclinó cuando él se sentó a su lado. La tocó con mucha suavidad, con la mano, sobre su cabello.
—¿Por qué corrió hacia Baird anoche cuando me vio en el océano? ¿Por qué intentó salvarme cuando la contrataron para matarme?
No respondió. No podía pensaren una respuesta lo suficientemente clara como para decir en voz alta.
Él esperaba mientras le acariciaba el cabello. Leila solto la respiración entre la palma de sus manos.
—¿Le duele la cabeza ahora? —preguntó Ronan.
—No.
Deslizó su mano por la espalda. Poco a poco, le soltó el cabello atrapado en la manta y lo alisó otra vez.
—Algo le duele —susurró él—. Lo siento. Sí. —Su mano se deslizó más abajo y encontró su codo—. Aquí. Lo siento aquí.
Ahuecó los dedos sobre la articulación. Llegó un calor sorprendente, como si le calentara el brazo y luego todo el cuerpo. Esto hizo que ella levantara la cabeza.
—¿Simplemente está siendo amable conmigo antes de matarme, Lord Kell?
—No —respondió ronco—. Nunca soy amable con las damas que quiero asesinar, Leila.
Su beso fue suave. Como besar una nube o sentir mariposas en el rostro. Puso la mano en los hombros de ella y la recostó sobre la cama. Se puso sobre ella, a su lado, corpulento y delgado, y el colchón de plumas se hundió bajo el peso de los dos. Sus antebrazos junto a la cabeza inmovilizaban su cabello en las almohadas.
Sus pensamientos llegaron a ella como el reflejo de una luz distante: dormir, ahora ella debería dormir, déjala pensar y luego regresa, ahora dormirá segura…
Había un pendiente en la cadena que usaba. Estaba atrapado entre ambos, rígido, redondo y frío. El cabello de Ronan le rozaba las mejillas; en la oscuridad imaginaba poder ver el perfil de su rostro sobre ella.
Cada roce era una tierna calidez. Cada beso era la suave paz.
Quizás le dijo que durmiera. Quizás ella sólo había soñado que lo dijo.
Leila cerró los ojos y, aún con sus labios sobre los suyos, se quedó dormida.
Capítulo 11
La playa estaba desierta. Leila estaba sola, de pie en la orilla, y miraba consternada la extensión interminable de arena, agua y pedregullo. Se volvió para mirar los restos del castillo que se encontraban detrás de ella: columnas de piedra, paredes derrumbadas y vides maltratadas por el hielo enterradas por todas partes. Le llamó la atención el destello del ala de un cuervo que estaba cerca de la única torre en pie; el pájaro bajó y viró con violencia y desapareció entre unos arcos, siendo tragado por la tranquilidad absoluta de los bosques manchados de nieve al otro lado de las ruinas.
Llevaba un vestido de lana natural que, a juzgar por el corte, tenía al menos dos siglos. Aún así se veía y se sentía como si lo hubieran confeccionado el día anterior. Caía esbelto y suntuoso en ella, un verde menta pálido con ribetes de marta marrón, de mangas largas y con capucha.
No tenía bolsillos.
Lo había encontrado sobre una silla por la mañana, junto con unas zapatillas y un peine. No había rastros de su propio vestido, ni de su corsé, ni de su camisa, ni de sus medias, ni de sus enaguas, ni de su frasquito de láudano. No había rastros del conde.
En verdad, lo había hecho. La había llevado a Kell. Y la había dejado ahí.
El día estaba despejado y el ángulo del sol le decía que aún no era el mediodía. Tenía hambre y sed pero estaba viva. ¡Viva! Abandonada en una isla sin más compañía que los pájaros, las focas y la omnisciencia silenciosa del bosque blanco y oscuro que se encontraba detrás de ella.
Se dio la vuelta y un nuevo reflejo brilló en la arena junto a una roca. Leila se levantó las pesadas faldas y caminó para levantarlo; era una moneda. Una moneda de oro, acuñada con la cabeza de un rey con laureles y una leyenda en latín en el dorso. Había visto una parecida sólo una vez. El señor Johnson había pagado sus primeros honorarios con una moneda así.
La Mano quiso saber la procedencia ya que no había nada peor que una moneda marcada, y Johnson había dicho que provenía de una pequeña fortuna que había heredado legítimamente de su tío, un corsario. Cuando ella se lo contó a Che, él se rió diciendo que un corsario era sólo otra palabra para una parte de la sociedad inglesa que no sabía pronunciar bien pirata. De todas maneras, por supuesto, estaba satisfecho.
Como si sólo el pensamiento lo hubiera invocado, apareció un barco en la línea azul del horizonte. No era un galeón sino una balandra, reluciente, rápida y viajaba con el viento hacia Kell. Encerró la moneda en la palma de su mano y la observó llegar. ¿Sería Che? ¿Sería posible que ya se hubiera dado cuenta de lo que sucedió con ella? ¿Era un rescate o…?
No le importaba. Leila corrió hacia las olas, sacudía los brazos, saltaba en la arena, gritaba. La balandra se acercaba y luego se detuvo, giró de estribor a la isla. Una actividad agitada se centraba alrededor del mástil; Leila vio un bote en unas sogas que comenzaba a bajar al mar.
Pero se detuvo. Por el agua llegó una rápida cresta de sonido, hombres que gritaban y corrían. La balandra pareció dar un sacudón repentino pero era su imaginación, sin duda. Un barco de ese tamaño no…
Se ladeaba. Sin duda se ladeaba y los hombres aún gritaban. Hubo un reflejo brillante de luz seguido de un sonido similar a un estallido, una explosión fuerte, y las olas delante de Leila saltaron hacia el cielo.
Ella gritó y se tambaleó. Casi se tropieza con las faldas. Le disparaban, habían disparado un cañón, y cuando ella se dio cuenta, lo hicieron otra vez, mas ese disparo pegó de manera más abierta, más lejano, cerca de una ensenada de árboles.
A pesar de su inclinación, la balandra se alejaba poco a poco, balanceando la proa hacia el mar abierto y con la única vela henchida con una persistencia apresurada.
Ella cayó de rodillas en la arena y la vio marcharse. Inclinada de manera extraña, la embarcación navegaba hacia las nubes y el cielo.
Bien. Demonios.
Se sentó allí y dejó que la brisa levantara su cabello, con el estómago vacío y la moneda de oro apretada en la mano. La arena húmeda comenzó a manchar de oscuro el vestido verde; la piel de marta de sus hombros se sacudía y se extendía a voluntad del viento. Observaba llegar las volteretas de las olas grandes, una línea tras otra de pesada nata enrollada y, por fin, vio a Ronan en las olas. No era una foca. Ronan.
Cabello rubio brillante y aquel perfecto rostro bronceado. Sus brazos se abrían y cerraban en el agua a ritmo tranquilo. La vio sentada en la playa. Ella lo sabía.
Llegó hasta el mismo borde de la espuma y la contempló sin hablar. El océano se alejaba a su alrededor como si no fuera de carne y hueso, sino de una piedra sólida.
Ella sintió que se levantaba, atraída hacia adelante por piernas que no deseaban moverse aún. Leila se detuvo con el mar que silbaba a sus pies, que se elevaba y caía para arrastrar su vestido. Mantenía la mirada en el rostro de él, se negaba a mirar más abajo de eso, al brillo de su pecho y sus brazos y las líneas alargadas de su abdomen, o más abajo, Dios, a esa parte de él que no se parecía a nada que hubiera visto antes, escamas color índigo y cola del color del cielo.
—¿Está asustada ahora, señora? —preguntó el conde, burlándose en voz baja.
Ella era fuerte y segura de sí misma. Podía caer una lluvia de fuego desde el cielo y ya no se sorprendería. Ahora no se retiraría.
—¿Qué hizo con el barco?
Los labios de él se curvaron en una sonrisa salvaje. —Nada terrible. Un agujero en la popa, un agujero un tanto grande.
—Nada terrible —repitió con lentitud—. Irán ladeándose por el mar hasta quedar varados y que el barco se hunda poco a poco. Supongo que tiene razón. No es terrible. No en lo inmediato. Dígame, ¿por qué merecen semejante destino?
—Vinieron a Kell —respondió tajante.
—Como lo hice yo. —Leila abrió los dedos, dejó caer la moneda en el agua clara—. Me acuerdo de anoche, Lord Kell, y de mi brazo. Además de esto. —Su mano se levantó con un gesto breve de desconcierto; no tenía palabras para describirlo en ese momento—, ¿cómo puede…? ¿Puede sentir el dolor de los demás?
No respondió de inmediato. Ella miraba el mar a sus pies, succionados otra vez, formaban un remolino de arena en el dobladillo del vestido.
—Sí—dijo por fin.
—¿Es la razón por la que me trajo aquí? ¿Para sentir mi sufrimiento?
Quedó en silencio otra vez.
Ella asintió con la cabeza, aún siguiendo el desliz del agua.
—Ya veo —se apartó arrastrando las faldas mojadas y las zapatillas de nuevo hacia la playa.
—Leila.
Ella continuó. Se dirigía hacia la hilera de escalones que llevaban al interior de la torre en ruinas. Le pareció escucharlo venir iras ella en un santiamén con pasos rápidos en la arena.
—¡Espere, maldición!
No hubo hechizo ante ese pedido. Ella levantó el mentón y continuó caminando. Abordó el primero de los escalones irregulares, el siguiente, y el siguiente, hasta que él la tomó del brazo y la hizo girar.
Parecía humano una vez más, un hombre alto y atractivo que no llevaba nada más que aquel dije y la cadena. Bajo la fría luz del sol brillaba como un dios, todo dorado y rubio, tan verdaderamente impresionante que se asombró de no haberse dado cuenta antes. Que era diferente a ella, diferente a cualquier otra persona. Que sólo podía ser mágico, polvo de oro y piedras preciosas, músculos firmes y relucientes.
—Se ruboriza bastante —comentó— para ser una mujer de su ocupación.
Ella soltó el brazo.
—Quiero ser clara, Lord Kell. Lucharé contra usted. Haré todo lo que pueda para luchar contra usted y no me importa la manera en la que pueda morir. Si desea disfrutar de mi dolor, no le resultará fácil. No me retiraré simplemente como aquel barco de marineros destinados a la muerte.
—Eran piratas —dijo sin alterar la voz—. Venían a robar lo que es mío y por si no le importa, también dispararon contra usted. Creo que les dio un buen susto —agregó con un indicio de esa sonrisa malvada—. Pero no morirán, Leila. Al menos, no por mi culpa. Uno de mis barcos de patrulla irá pronto a su encuentro.
Él intentó tomarle la mano pero ella la soltó. Le cambió la expresión: su boca se ponía tirante y la tomó por la fuerza, con los dedos enhebrados entre los de ella.
Le molestaba que rehuyera a su roce; aunque Ronan entendía por qué le molestaba. Había sido abierto y honesto sobre quién era, se había expuesto por completo ante el sol y la tierra. Era demasiado tarde para esconderse de ella, aun aunque estuviera predispuesto a hacerlo, lo cual no era el caso. Ella se había enredado en su vida, y si sufría un poco las consecuencias. No podía compadecerse de ella. No lo haría.
Sin embargo, no quería que le rehuyera. No quería que se apartara de él como lo hacía ahora, con los ojos almendra bien abiertos y el pecho que se elevaba y caía un poco más rápido. Lo tocaba en algún lugar más profundo y tampoco quería eso.
Le preguntó:
—¿De verdad es casada?
Observaba cómo lo pensaba, sopesaba verdades, mentiras y consecuencias, y entonces se le cayó la máscara: su mirada de ojos verdes cambió, miraba algo por encima de los hombros de él, sus labios se aplanaron en una línea.