Ronan se dirigió hasta ellos, le quitó la mantilla, se la entrego a Finlay y luego le ofreció el brazo hasta la mesa.
—La cena está servida —anunció él, tan impersonal como pudo.
Che ya estaba sentado junto con los otros dos hombres del conde. Ronan la ubicó a su derecha, le ofreció la silla con cuidado y la volvió a correr con tanta facilidad como si fuera una niña. Saludó a los demás de manera cordial, inclinó la cabeza hacia Che y tomó su lugar en la cabecera de la mesa. Todo era muy civilizado. Tal vez sólo Leila había visto la mirada que le lanzó bajo sus pestañas al acomodarse en la silla, un vistazo intencionado y ardiente. No pudo evitar encontrar esa mirada y entonces, peor todavía, dejó caer la vista hasta sus labios, que se levantaban en esa sonrisa tenue y ligera, un reconocimiento escueto de ella, de lo que hacía. Leila dejó de mirarlo y se colocó la servilleta sobre el regazo. Luchaba por mantener su color y su pulso bajo un control estricto.
El camarote principal no era un lugar pequeño. Se trataba de un monumento a la organización y al lujo desvergonzado: una mesa de caoba lustrada atornillada al piso, linos planchados y brillante platería, sillas con fundas, lámparas de aceite que colgaban con esferas de cristal grabado y llamas amarillas azuladas. Incluso había un florero de cristal que servía de centro de mesa, un ramo de acebo y algo más, delicados tallos con hojas plateadas, como ramas de un bosque encantado.
El conde estaba lo suficientemente cerca como para que casi se tocaran los brazos. Si ella movía el pie con demasiada libertad, con seguridad encontraría el de él. De reojo, observaba su mano izquierda tan tentadoramente cerca… La unión elegante de músculos y huesos, los dedos relajados y delgados, su piel oscura contra el lino pálido. La había tocado con esos dedos. Había acariciado sus mejillas con ellos y había hecho girar su mundo.
Un criado con una chaqueta de tartán verde se inclinó para servirle el vino, que se balanceaba en el vaso en un rubí intenso, el sensual color oscuro de la… sangre.
Sólo entonces miró a Che y lo que vio en su rostro la hizo volver a su juicio de manera brusca.
Diez años atrás La Mano de Dios había envenenado a Leila con éxito por primera y última vez.
Había sido parte de sus lecciones, como le explicó más tarde. Le había estado enseñando por meses las sutilezas de los venenos, las texturas, los sabores, los olores invisibles de la cicuta o la belladona o el acónito. Al menos esperó hasta que tuvo catorce años; para entonces Leila ya había pasado por los rigores de la esgrima, el tiro y las bases del combate. Ella suponía que haber esperado significó una amabilidad de su parte.
Sucedió una noche durante la cena en su casa de Madrid. Ella había aceptado la leche que le había servido sin cuestionar, como lo había hecho cientos de otras noches. Habían pasado el día en su laboratorio, dividieron químicos y quemaron aceites para obtener sus esencias. La mano de ella estaba entumecida de garabatear notas y ya tenía dolor de cabeza por los olores persistentes del trabajo. Como aumentó durante el transcurso de la comida, no lo relacionó. No al principio.
Sin embargo, era cada vez mayor. Y la comida del plato comenzó a perder el color, se borroneó en figuras extrañas. Levantó la mirada al otro lado de la mesa y vio los ojos de Che, abiertos y brillantes, fijos en ella. Aguardaba.
Leila se puso de pie y volcó la leche. Se derramó por la mesa en un largo listón de un blanco grisáceo y Che no se movió.
Entonces lo reconoció: un escaso regusto metálico, como el que se siente al tocar cobre con la lengua.
—Iris —dijo su mentor, aún sentado en la silla—. ¿Cuáles son las propiedades, Leila?
Náuseas. Mareo. Pérdida de la visión.
Buscó a tientas el borde de la mesa, cayó de rodillas, catorce años y sentía que su corazón latía más despacio en su pecho, como una piedra que se posaba en el fondo de un lago profundo y oscuro.
—Una dosis pequeña —le dijo Che, arrodillado junto a ella para coloca i un antídoto de olor nauseabundo en sus labios—. Pero recuérdalo, niña. No confíes en nada. No confíes en ninguna comida, ni bebida. Sin importar quién te la de.
Y Leila lo recordaba.
La Mano tenía la misma mirada en su rostro esa noche, una agudeza ávida y apenas disimulada en sus ojos como si no pretendiera no mirar al conde. Ella sintió un sudor frío que le brotaba de la frente.
Había estado sobre cubierta demasiado tiempo. Che llevaba bolsillos y anillos de polvillos mortales con él en todo momento; podría haber envenenado cualquiera de los platos, podría haber hecho algo. Qué tonta había sido en dejarlo a su libre albedrío por tanto tiempo. Se había demorado, había soñado y la habían besado en medio de los bravíos mares escoceses, y ahora, a menos que ella actuara, Ronan moriría por ello.
El barco se mecía y el vino de su copa se mecía con él, se elevaba justo hasta el borde y retrocedía otra vez. Las llamas de las lámparas parecían arder con debilidad en la oscuridad.
Los criados comenzaron a servir la sopa. El estómago de Leila estaba anudado; no podía mirar el sustancioso caldo marrón, no podía adivinar lo que había hecho Che. Intentaba atraer su atención, desesperada, pero cuando lo consiguió, todo lo que hizo él fue guiñarle el ojo entre sorbos. Su estómago se retorcía con más fuerza.
El conde no tomaba sopa. En realidad, ni siquiera le habían ofrecido sopa. Se sentó allí y conversaba con ligereza con sus hombres, sin comida, ni platos delante de él. Sólo había una copa de plata trabajada allí cerca. Ella intentaba recordar si le habían servido vino a él, pero no podía. Sin levantarse de la mesa era imposible notar si había algo dentro, y Ronan aún estaba por beber. Holgazaneaba en su silla con su tartán y la camisa abierta, la luz se volvía tenue en su cabello y cuando sintió su mirada nerviosa giró hacia ella. Era demasiado tarde para que apartara la mirada.
—¿No le agrada la comida, milady —preguntó el, otra vez de manera impersonal.
—Es excelente.
—No ha probado mucho.
—Tampoco usted —dijo ella, osada.
Le lanzó una mirada que no pudo interpretar, medio perdida en la sombra.
—No. Cené más temprano.
La mirada de Leila voló hacia Che, quien encontró los ojos de ella de manera ingenua.
—Sin embargo, veo que bebe. —Hizo un movimiento de cabeza hacia la copa de plata—. Es un vino magnífico, milord.
—Gracias.
—De veras —comentó Che—. No había probado algo tan bueno desde París. ¿Es francés?
—Portugués.
—Ah —dijo Che, con una sonrisita alegre—. Qué raro.
Leila avivó su voz.
—Qué… interesante… ¿Cómo lo llaman ustedes…?
—Grial —dijo Che.
—Cáliz —corrigió el conde, y lo levantó con una gracia natural.
—Sí, gracias, cáliz. Parece bastante antiguo.
Y valioso. Atrajo la atención de Che como el néctar a la mosca. La plata estaba muy trabajada, con ópalos que desplegaban un anillo de fuego alrededor del borde y grandes piedras púrpura incrustadas debajo.
—Es antiguo —dijo Ronan—. Podría decirse que es una reliquia familiar.
Sin mirar a Che, sin mirar a nadie, Leila extendió la mano, un pedido tácito. Contaba con los modales de él, en la imposibilidad de un caballero bien educado de rechazar a una dama, y el conde no lo dudó. Se inclinó para ofrecerle la copa y justo cuando el peso de la plata bajaba pesado sobre la palma de su mano, ella dejó que resbalara entre sus dedos. El recipiente tambaleó y cayó. El vino roció una medialuna roja sobre el mantel.
—¡Ay! —exclamó Leila, y recuperó la copa con rapidez, a la vez se aseguró de que todo el vino se hubiera derramado—. ¡Qué torpe de mi parte! Por favor discúlpeme, milord.
Se había puesto de pie como lo había hecho ella; sus dedos se cerraron alrededor de su muñeca. Una sacudida brusca y dañina de puro deseo carnal corrió a través de ella.
…su piel era como la miel, sus labios, calor y rosa y un crepúsculo color cereza, para tocarlos otra vez, para sentirla…
—No has hecho nada para perdonarte —murmuró Ronan justo en su oído—, Adelina.
Él tomó la copa. Mientras Leila volvía a su silla y Che los miraba a ambos.
* * * * *
Habló con rapidez cuando se desearon buenas noches en la puerta del camarote de ella. Le hablaba entre dientes en español.
—Explícate.
—Sabes lo que pensé. Es demasiado peligroso arriesgarse aquí…
—¿Qué sucedió con tu sensatez, niña? Nunca sería tan necio. Estamos en un barco. No hay salida. Siempre tengo una ruta de escape.
Uno de los marineros que pasó cerca de ellos, se quitó el sombrero.
—Lo siento, Padre —respondió Leila en inglés—. Tú me has enseñado mejores cosas, por supuesto.
—¿Seguro? Comienzo a cuestionármelo. —Buenas noches —dijo ella, y cerró la puerta frente a él.
* * * * *
La luz de las nubes entraba por el ojo de buey de su camarote, demasiado borrosa para ser luz de luna verdadera, demasiado plomiza para propagarse. Leila se desvistió con cuidado en las penumbras nacaradas. Hizo una mueca al sacar de la manga su brazo dolorido. Había apagado la lámpara que le habían dejado. Prefería conocer la noche y permitirle a sus ojos adaptarse a las sombras. Después de años de entrenamiento estaba acostumbrada a esconderse. Se encontraba más cómoda sin que la vieran que a la vista. En algunas ocasiones ni siquiera podía recordar cómo era disfrutar del sol al aire libre.
Los baúles de Leila, rescatados del carruaje, habían sido cuidadosamente estibados a los pies de la cama de hierro. Daba gracias a Dios por el acero español. Tuvo que romper las cerraduras para abrirlas. El conde y sus hombres bien podrían haberse asombrado de que una dama noble llevara poca ropa elegante pero sí un arsenal de armamentos, disfraces y hierbas.
El barco se elevaba y se hundía. Del otro lado de las paredes de paneles prefabricados, el casco continuaba con sus gruñidos firmes.
En camisa y corsé, Leila se cruzó hasta el ojo de buey del camarote. La nieve había cesado y el mar parecía más calmo que antes. No había horribles capas blancas que rayaran el Cielo. No había llovizna que chisporroteara. No estaba completamente tranquilo, pero…
Tocó el vidrio con los dedos y de inmediato se formaron aureolas alrededor. Después, de manera extraña e impulsiva, presionó los labios contra el cristal. Imaginaba que la lisa frialdad era él. Que Ronan la besaba otra vez.
Cuando retrocedió y abrió los ojos, lo vio en el agua.
No estaba muy lejos, una cabeza, el torso, brazos fuertes que se movían y relucían con una seguridad rítmica. Fue hacia el barco y la luz sin brillo de las olas lo volvió a reflejar.
Ronan. El conde de Kell, con su cabello de mechones oscuros y el rostro como el mármol, nadaba desnudo y solitario en el océano helado.
Leila quedó inmóvil, miraba fijamente, su respiración llegaba en pequeñas bocinadas incrédulas. Lo imaginaba. Estaba dormida; soñaba.
Sin embargo era él. Pasó la palma de la mano contra el vidrio, limpió el vapor, y sí… aún estaba allí, un hombre a la deriva en una oscuridad interminable que se volvía más distante a medida que el galeón navegaba.
¡Santo Dios del cielo!
El barco no reducía la velocidad ni se detenía. ¿Nadie lo había visto caer por la borda? Leila corrió a la cama, tomó su bata, la echó sobre los hombros y tiró del picaporte. Había cerrado con llave. ¡Maldición! Lo había olvidado. Abrió la puerta de un golpe y salió dando traspiés hacia el vestíbulo. Brincaba los escalones de dos en dos.
El viento de la noche la golpeó de una bofetada obligándola a retroceder un paso, pero Leila apretó la bata contra su pecho y revisó la cubierta exterior. Buscaba frenéticamente a cualquiera que estuviera cerca. Había… luz y sombras allí, cerca del mástil principal.
—Deténganse, deténganse —gritaba ella, aún corriendo, y se dio cuenta que gritaba en español.
La figura de mastodonte de uno de los hombres del conde, fornido, huraño, Baird Innes (si la memoria no le fallaba), se dio la vuelta con asombro. Se apresuró para tomarla de los brazos.
—¡Vaya! ¿Qué es esto, muchacha? ¿Qué sucede?
—El conde —jadeó ella—, su lord… por la borda…
Apareció otro hombre detrás de él con un farol, más joven y delgado, con el cabello oscuro al viento.
—¿Qué sucede? —exigió saber—. ¿Quién cayó al agua?
—El conde. —Ella intentó sacudir a Baird para conseguir que actuara—. ¡Lord Kell! ¡Tiene que virar el barco!