La última sirena – Shana Abe

Pasó por una pila de harapos manchados con sal y se dio cuenta de que era su propia túnica, su capa, hechas a un lado y arrugadas. Aedan no se detuvo.

Los listones de madera fijados en su pierna eran demasiado largos y no le permitían caminar con comodidad; chocaban contra las piedras sueltas y le producían una agonía tal que le subía por toda la columna vertebral. Le llevó una eternidad cruzar la alcoba. Pero lo logró.

Con un gruñido, levantó el yelmo más cercano, una cosa monstruosa de bronce y plata manchada y la hizo a un lado de modo tal que se deslizó ruidosamente por el piso. Una de las espadas que formaban la cruz era inservible, extrañamente doblada, con el extremo de la hoja roto. La otra era más prometedora, más antigua, ancha y lisa y grabada con óxido. Sin embargo todavía tenía la empuñadura de cuero agrietado y la hoja sonó bien cuando la golpeó contra el muro. Con la empuñadura en su mano, Aedan se sintió un poco mejor y se las ingenió con una serie de pasos torpes y tambaleantes para llegar a la ventana más cercana.

Desnudo, lisiado, pero bien armado, el Príncipe Aedan de Kelmere observó lo que se encontraba delante de él. En un Instante funesto comprendió que nunca volvería a su hogar, a su rey ni a su gente; nunca jamás.

Capítulo 3

Un hombre en su isla.

Un hombre en su casa.

Ione frunció el ceño y se mordió el labio; dibujaba círculos con un dedo en la arena junto a su pie. Estaba sentada, escondida y en silencio, a la sombra de su castillo, mientras dejaba que el viento le enredara el cabello entre las pestañas. Sobre ella, el cielo brillaba de un azul prístino, la invitaba al mar, sin embargo, Io no se inmutó. Con la espalda apoyada sobre una roca, le agradaba pasar inadvertida incluso para las nubes.

Había hecho algo muy peligroso, una cosa terrible, y no sabía cómo deshacerla. Ni siquiera sabía si quería hacerlo.

Un mortal, dormido en su lecho, el olor de Aedan en sus sábanas, su mejilla sobre su almohada. Y su rostro, ay, su rostro…

Ione lo había visto por primera vez a la luz de un relámpago de la tormenta, sacudido por las olas, oscuro y solitario, incluso cuando pendía delante de ella.

Había sido la noche de las noches, relámpagos y el furioso rugido del océano, las corrientes tan profundas y fuertes como nunca había sentido Ione. Era una noche traicionera, incluso para ella. Sin embargo, había salido de todas formas, atraída por el agua de un modo tal que nunca había sentido antes. Y una vez que estuvo perdida, tan víctima del océano como este pequeño barco, se lanzó y buscó con frenesí aquello que la mantenía en medio del aguacero.

Era él. Io lo sintió en todo el cuerpo, un tirón invisible que se volvía hacia ella con ferocidad cuando lo vio por primera vez: el condenado destino de un hombre arrastrado hacia el fondo del mar.

Aedan pesaba en sus brazos, era un peso muerto, e Ione pensó que había llegado realmente tarde. Una nube de sangre color carmesí se arremolinaba en su cabeza; un presagio. Sin embargo, muerto, era el hombre más hermoso que hubiera visto jamás, con una cabellera que brillaba de un azul ébano debajo del agua y un rostro clásico y frío, un estudio de la armonía de la naturaleza: nariz recta, mandíbula fuerte, labios curvos que le sugerían cierta magnificencia, masculino y sensual. Ojos cerrados con elegantes pestañas que combinaban con sus cejas.

Sus ojos se habían abierto. Eran de un color gris plata, la luz de las estrellas sobre la tormenta.

Una vez más sobre las olas, no perdió nada de su belleza y cuando inhaló de modo entrecortado, lo sintió un alivio inesperado. Viviría. Por razones que iban más allá de su entendimiento, ella lo había salvado y él viviría.

Ya que no sabía qué más hacer, Ione lo llevó a su casa, un lugar sagrado, escondido y protegido. Nunca había hecho algo así antes, nunca lo había siquiera considerado. Llevar a un hombre a Kell era invocar la ira de la maldición… pero Aedan estaba lastimado y sangraba. Tenía ojos de plata. En medio de las colosales olas, de pronto el resto de las costas parecían estar demasiado lejos.

Por eso le dio refugio y un lecho donde durmió y durmió mientras Io lo estudiaba en su tiempo libre.

Ahora, finalmente, sabía por qué había hecho lo que hizo. Comprendió su atractivo, por qué había arriesgado tanto simplemente por un mortal, por más bello que fuera.

Habían transcurrido tres días. Tres noches.

Ese día era brillante y resplandeciente, el océano estaba tranquilo. El viento llevaba el canto de las ballenas y los delfines, y nubes de terciopelo, de luz de sol que traspasaba las amplias y sonrientes aguas.

Ione miró el destello en la ventana de la torre, cabello oscuro, un rostro. El hombre se había despertado. A la luz, se le veía delgado y fuerte, un lobo solitario atrapado entre las piedras; Aedan contemplaba, helado, el paisaje que ella amaba, aferrado al borde de la ventana con dedos curvos.

Una oleada de algo incómodo cercano al arrepentimiento la envolvió. Io permaneció allí y se ocultó entre las sombras, luego se volvió, corrió en dirección opuesta y siguió el espigón hasta terminar sobre la espuma de las olas.

Necesitaba pensar. Volvería a su casa pronto.

* * * * *

La puerta de su habitación se abrió después de todo.

Aedan hizo una pausa allí mientras examinaba el sombrío pasillo que se extendía delante de él. Su propia sombra fue devorada por la penumbra: un hombre alto con una túnica andrajosa, la espada que llevaba, el largo de la jabalina que utilizaba como bastón.

Al igual que las otras maravillas de ese lugar, la jabalina no le era familiar, una vara pesada de madera rojiza y negra, tendón y hueso atados en la parte superior, un cordón de lo que alguna vez habrían sido plumas atadas con un cordón de cuero. La había encontrado apoyada oblicuamente sobre una de las paredes, como sus vestimentas, a un lado y olvidadas. El mango estaba pulido y lleno de marcas, muy usado pero ya en ruinas. Aedan no tuvo que imaginar su historia: esa arma extraña había sido arrastrada por el mar. Todo lo que le rodeaba había sido extraído de él, del enorme cementerio de barcos apilados en el fondo del arrecife más allá de las ventanas de su habitación.

Se encontraba en una isla. No del grupo que pertenecía a su padre; no había nada relacionado con un reino oficial allí. Sin embargo, con una profunda y lúgubre seguridad, Aedan supo dónde se hallaba. Estaba en Kell.

Imposible, increíble… pero, sí, era Kell.

No había faroles encendidos, ni lámparas ni braseros, pero el pasillo no estaba totalmente vacío. Desde la puerta podía ver muebles que recubrían las paredes, madera hecha añicos, cerámica hecha pedazos. El mismo suelo parecía brillar, incluso sin luz. Dio un pequeño paso adelante, perplejo. Había monedas desparramadas entre las piedras, innumerables soles y lunas, discos de oro y plata y la áspera rugosidad verde del antiguo bronce.

Dulce Madre de Dios. Una fortuna delante de sí juntaba polvo.

Kell, Kell, una isla perdida, el infierno del marinero.

—Hola —dijo Aedan mientras elevaba la espada. El eco de su saludo se desvaneció en la helada nada. Inhaló profundamente y luchó contra la oscuridad que surgía en sus ojos, luego cojeó (descalzo y entablillado) hacia el pasillo, sobre ese camino de monedas.

No había podido encontrar sus botas aún.

Kell, Kell... Tierra de mitos, de olvido. Aedan había crecido con esa fábula, con la leyenda de la sirena y el pescador, y su amor destinado al fracaso. Ya nadie creía en la historia, excepto los más supersticiosos. Kell era una isla y sólo eso. Había estado a la vista durante tanto tiempo que ya nadie podía recordar. Y durante todo ese mismo tiempo, Kell había sido evitada. Un peligro real que iba más allá del mito: se había comprobado una y otra vez que ningún barco podía acercarse. Su propio encuentro con la isla de niño había sido tan cercano como nadie jamás lo había estado durante toda su vida… y vivió.

Las corrientes eran salvajes y profundas. Nunca nadie pudo sobrevivir a ellas.

No totalmente, murmuró una astuta voz interior. Un hombre lo ha logrado. Un lisiado, un hombre desesperado, varado en una isla hechizada.

Y, por lo tanto, nadie vendría a rescatarlo. Nadie nunca se atrevería a hacerlo.

La jabalina tintineaba contra las monedas que yacían en el piso; los listones de madera raspaban contra el suelo. Aedan se concentró en mantener la espada en alto y siguió ceñudo hacia delante, ignoraba el dolor embriagador, esa voz.

Con seguridad, había alguien más allí… Una persona real, no una sirena o un fantasma, un sobreviviente de esos hundimientos. Aedan lo encontraría y obtendría algunas respuestas de él, incluso si tuviera que revisar ese lugar piedra por piedra.

Tintineo. Tintineo. Un paso por vez. Uno más. Uno más. Se detenía en cada puerta para recuperar el aliento. Las otras alcobas eran como la de él, llenas de riquezas, extrañas formas e increíbles descubrimientos. Ánforas, biombos tallados, una pila de vajilla de vidrio de increíbles colores, azul y blanco. Enormes conchas marinas, trozos desparramados de piedras preciosas. Redes de pesca con boyas todavía aseguradas, brillantes y enteras. Estatuas de hombres y dioses, rostros extranjeros, piedras brillantes.

Una de las habitaciones sólo tenía armas. Al fin Aedan se tomó más que una pausa. Había armamento allí como para equipar todo Kelmere. Tomó una daga curva y elaborada; la hoja, afilada. Cortó el aire con un susurro mortal, pero tendría que abandonar su espada para llevarla. No tenía una vaina para asegurarla a su cuerpo, ni siquiera un simple cinturón.

Aedan la colocó en su lugar. Era muy bueno con las dagas. Era letal con una espada.

La oscuridad que acechaba sus ojos lo envolvía aún más. Pensó que podría ser hambre combinado con el problema de su pierna. Su cabeza. Se tomó el trabajo de llenar sus pulmones de aire con inhalaciones lentas y medidas y siguió cojeando.

Al final del pasillo tuvo que detenerse. Había una escalera a sus pies, ancha y pronunciada, que bajaba a las profundidades del castillo.

Cerró los ojos con frustración y se apoyó contra la pared. Ni siquiera se había dado cuenta de que no estaba en la planta baja.

Escaleras, más monedas, sombras burlonas. Aedan se dio cuenta, de pronto, que no podría lograrlo. No podría enfrentar esas escaleras, no en ese momento. Estaba extenuado, temblaba. Su cuerpo latía de dolor; su vista se nublaba.

Pero movió la jabalina un escalón. La pierna en buen estado siguió el movimiento; equilibrio; una exquisita tortura. Arrastró la pierna izquierda por detrás y reprimió el grito que quería surgir de sus entrañas; su cuerpo entero estaba cubierto de sudor.

Allí. Logró el primer paso.

La jabalina volvió a descender una vez más.

El cuarto paso fue desigual. La jabalina se deslizó y Aedan tambaleó. Su tobillo hinchado golpeó contra la escalera detrás de él. Al instante, Aedan quedó cegado del dolor, de modo fatal. Soltó la espada y se aferró a sus rodillas, pero no fue suficiente para salvarse. Después de tres giros completos, apenas pudo frenarse, los dedos se resbalaron sobre las piedras y siguió bajando en picado las escaleras una vez más.

* * * * *

Los dos hombres colgaban del aparejo con gran desenvoltura, permitían que sus cuerpos se balancearan con el cabeceo de la nave, con los ojos entrecerrados contra el viento salitroso. Habían pasado un tiempo incalculable allí juntos en la cima del mástil, día y noche, con buen tiempo o con malo. Eran marineros, mercaderes, piratas cuando era necesario, pero ese día eran simplemente compañeros de barco, en medio del mar en el primer tramo del viaje que duraría tres meses y que los llevaría al sur y al este y finalmente al norte una vez más.

Los hombres trabajaban con rapidez, enroscaban y desenroscaban una soga entre ellos por encima de la gran sábana blanca que conformaba la vela del barco.

—¿Escuchaste cuál es la enfermedad que aqueja al rey? —gritó el más joven de los marineros a su compañero en medio del viento.

—Fiebre —respondió el otro—. Un espíritu maligno en su sangre. Hay confusión en la corte.

—¿Confusión? —El joven tomó la pesada cuerda, la ató con un nudo—. ¿Te refieres a que el príncipe está muerto?

—El rey ha sido despojado. —El hombre mayor tiró del extremo de la cuerda—. Hemos perdido a nuestro defensor, pero él ha perdido a su hijo, y nuestra tierra a su heredero. El rey permanece en su lecho. Dicen que no sobrevivirá esta fiebre.

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