La última sirena – Shana Abe

Ronan le ahorró un resfriado al hombre. Se columpio por las cuerdas, envió al contramaestre de vuelta con el capitán y luego se dio la vuelta para saludar a su invitada.

Milady.

Ella le echó una sola mirada. Su belleza, incluso irritada por el viento, le envió un dolor mordaz a través del pecho, sorprendente e inoportuno. Tuvo que bajar la mirada y retraerse por un instante, envolvió su corazón y su mente para controlar ese nuevo dolor, y ella apartó la mirada otra vez, sin responder.

Sus faldas volaban alborotadas más allá de su capa, damasco rosado y galones de satén, un remolino de flores azules bordadas en la pechera en inverosímiles líneas femeninas.

Él no pudo evitar advertir que no llevaba anillo de bodas debajo del guante. No que él pudiera notar.

En silencio, miraban cómo el océano se levantaba y caía.

El cielo presionaba, bajo y gris, y las olas brincaban para alcanzarlo; Ronan suponía que era penetrante, frío y extraño para ella… y aún así, no se marchaba. Se aferró a la barandilla como si estuviera paralizada. Su capucha voló hacia atrás y ella ni siquiera se molestó en volver a levantarla. Él pensaba que su cabello era como el sol… como la luz del sol y las estrellas. En la taberna lo había notado sin querer, largo y ondeado, caía aniñado hasta la cintura. Húmedo por la nieve, sin polvo, horquillas ni pelucas. Se había secado en rizos indiscretos, sin rastros de la verdadera moderación propia de una dama.

Había disfrutado verlo, su cabello suelto. Deseaba mucho verlo así otra vez.

—¿Es así todo el tiempo? —preguntó por fin Adelina por encima del viento—. ¿Todos los inviernos?

—¿Se refiere a la nieve?

Ella asintió con la cabeza.

—Y el frío. ¿Siempre hace tanto frío aquí?

—Sí, casi siempre.

Ella cerró los ojos y los abrió otra vez para mirar enfurecida hacia el mar.

—¿Podrá su esposo soportar el frío? —preguntó él a su propio pesar.

—Sí —respondió de inmediato—. Le agradará.

La nariz se puso roja por el viento. A él le parecía que era encantadora, aunque no quisiera admitirlo. Encontrarla encantadora lo enfadaba. Lo enfurecía hallarla tan hermosa y fuera de lugar, como un girasol abandonado en la tundra.

—Y usted, milady. —Su voz se volvió más áspera de lo que pensaba—. ¿Podrá soportarlo?

—Sí —soltó ella, con los dientes apretados—. Me agrada el frío.

Otra ola gigante; él mantuvo su mano en la espalda de ella e intentó lograr un tono menos personal.

—Entonces le va a agradar Escocia. Tenemos frío en abundancia.

—Bien —comentó, y luego repitió—, bien.

La nieve se sentía como dagas en el rostro. Los labios y mejillas de Leila estaban secos, y tenía que entornar los ojos sólo para mantener la visión clara. El olor a alquitrán mezclado con salmuera y madera húmeda ardía en su nariz. La cubierta se levantaba y se hundía debajo de sus pies en gruñidos guturales salvajes… y el conde de Kell parecía no notar nada de eso. Sólo estaba de pie a su lado, en calma absoluta, como si hubiera hecho y visto todo eso con anterioridad, cien veces antes. Y por supuesto, se dio cuenta de que era probable que lo hubiera hecho. Le parecía que ni siquiera parpadeaba contra el viento.

Debajo de su pesada capa vestía muy parecido a sus hombres, pero de alguna manera más ligero, completamente más despreocupado. Llevaba un tartán azul real y esmeralda, Con suaves líneas carmesí, pero en él caía de un modo diferente a los demás. Enfatizaba la anchura musculosa de sus hombros en contraste con el ámbar de su cabello. Debajo usaba una camisa lisa. Ni siquiera estaba abotonada por completo; ella le echó un vistazo fugaz al metal que llevaba en la garganta: una cadena de plata, brillante y enmarañada. Parecía un adorno raro para un hombre que incluso evitaba usar anillos.

Leila deseaba seguir esa cadena hasta donde desaparecía debajo de la camisa. Se preguntaba si caería cálida contra su piel, y cómo se sentiría la palma de su mano contra ésta.

Por todos los cielos. Estaba loca; estaba helada. Deseaba escapar de la atracción inquietante que sentía por ese hombre y dirigirse hacia abajo. Pero allí la esperaba Che con todos sus planes… y ese momento de libertad y posibilidades parecía a la vez demasiado preciado como para renunciar a él. No todavía.

Cerraba los ojos. Los abría. Inspiraba de manera profunda y cautelosa.

El agua brincaba y se agitaba. Nunca había visto olas como esas. Nunca antes había visto el océano de ese color, el color de la masa y del peso y de una violencia natural.

Dondequiera que terminara después de todo esto, Leila había resuelto que sería lejos de allí. Sería en un terreno muy adentrado, apacible, nada elevado, nada notorio. Sin hombres salvajemente atractivos que inquietaran su corazón.

—¿Decidió dónde ir? —preguntó Lord Kell.

—¿Cómo? —Levantó la mirada hacia él, asustada.

—¿A qué puerto? —repreguntó con paciencia, con esa mirada azul de reojo que ella empezaba a conocer—. ¿Dónde desembarcarán?

—Ah, Don Pío lo decidirá.

—Por supuesto.

Dejó pasar un rato más largo antes de hablar:

—Oí que MacEanruig piensa vender unas tierras.

Mientras, ella sostenía la mirada fija y el ceño fruncido.

—Tiene islas, por supuesto. —Lord Kell hablaba como si ella le hubiera contestado—. A su esposo podrían agradarle.

—¿Islas?

—Sí, como aquella.

Levantó la mano y señaló al otro lado de la nieve liana una silueta que ella no había visto hasta ese momento: oscura y distante contra el mar, que pasaba con rapidez por la proa.

—No creo que necesitemos una isla entera —dijo Leila.

—Vaya. Bien, escuché que el Reverendo Guinne tiene una hacienda para quedarse. Unos cientos de acres frente a Lochinver.

Ella sostenía la barandilla con más firmeza. Si cerraba los ojos, el viento no los lastimaba tanto.

—Demasiado grande —murmuró ella.

—Déjeme pensar, entonces. —Lo sentía a su lado, sentía su fuerza. Ni siquiera se tocaban.

—El Clan MacQueen podría tener algo. No es una isla. ¿Qué tal la punta de una?

—Una cabaña —dijo ella con los ojos aún cerrados—. Eso es todo.

—¿Una cabaña? —Cambió de sitio; se acercó más—. Sin duda para ustedes tres y sus criados, al menos necesitarán una finca.

—No. —Soltó la barandilla y estrechó sus brazos contra el pecho—. Una cabaña modesta, en el bosque.

Permaneció callado.

—Su marido tiene gustos simples.

—Muy simples.

—Sin embargo, Don Pío no parece ser de la clase de hombres que… celebre la vida rústica.

Leila abrió los ojos.

—Por supuesto que no. Solamente era una expresión de deseo. —Se vio obligada a sonreír aunque aún no podía mirarlo de frente—. Por favor, no le cuente esto a mi suegro. Él… se preocupa cuando fantaseo demasiado.

El barco dio un bandazo repentino y la cubierta desapareció debajo de sus pies. La sintió caer y su estómago caía con ella. Leila cabeceó, tambaleó y terminó prendida con firmeza de los brazos del conde. Sucedió con tanta rapidez y de manera tan agitada que cuando todo terminó, ella estaba simplemente aferrada a él y lo miraba con los pies mal apoyados y el corazón en la garganta.

—Soñar no es ningún pecado —dijo Ronan MacMhuirich, que se inclinó y la besó en los labios.

Ningún hombre la había besado antes; nunca. Lo que más sabía sobre besos eran los antiguos besitos de aprobación de su abuela, breves y nunca prolongados.

Lord Kell no había besado nada igual.

A Leila le pareció apenas comprenderlo al principio; sus labios estaban entumecidos por el frío, y todo lo que en verdad sintió fue la presión de él, su cuerpo contra el de ella entre capas de ropa, su rostro y las pestañas abanicadas de sus ojos cerrados. El viento parecía cantar en sus oídos, se elevaba un coro divino, ángeles, querubines y serafines, y su respiración la entibiaba, su barba le rozaba el mentón y entonces lo sintió. Lo sintió, de verdad, de manera exquisita. De manera asombrosa.

No era ni océano, ni sal, ni oscuridad, sino todas esas cosas y él también, su lengua seguía los labios de ella, provocaba, succionaba y robaba sus sentidos, sus manos se sentían fuertes contra su espalda, y su cabello volaba como la seda sobre la piel. Vio el océano y las estrellas; sintió que su espíritu se iluminaba y el cuerpo se volvía deliciosamente fuerte; su boca se abría debajo de la de él.

La acercó un poco más.

Hubo un sonido entre ellos, una nota baja y dulce de deseo. Provenía de él, o de ella, no lo sabía; no le importaba porque eran ambos una canción que hacían juntos. Las manos de él subieron más alto por su cabello, luego a sus mejillas y las ahuecó en su rostro. La sostuvo inmóvil para él. Era un éxtasis tranquilo que golpeaba al ritmo de su sangre y presionaba con firmeza, y luego con suavidad y entonces con fuerza una vez más. No podía respirar y no le importaba. No necesitaba volver a respirar. Sólo deseaba eso: su roce, su sabor y su clase, el calor que echaba chispas y ardía entre ellos como un coro de ángeles, y se convirtió en un placer desenfrenado.

Y el gemido siguiente provino de ella, pequeño y maravilloso. Se desplegaba en su alma.

El barco viró otra vez. Ronan ni siquiera se balanceó; solo la apartó de él con suavidad y dejó que la nieve tomara el lugar de sus labios. Sus manos se deslizaron para descansar con suavidad sobre sus hombros.

Ay, no. Ay, no… no, no, no…

—Eso —dijo él de manera irregular— podría haber sido un pecado.

Leila presionó ambas manos en sus labios, boquiabierta. Su rostro se sentía caliente e irritado, como si se hubiera frotado la piel contra una lana áspera.

—No lo sabría de verdad, por supuesto —Lord Kell continuó después de un momento, la liberó, y se dio la vuelta hacia la barandilla—. Tengo por costumbre evitar los detalles que lo que otros llaman pecado. Prefiero definir los míos propios. ¿Puede perdonarme, Adelina?

Lo miraba. Tenía los ojos cerrados y una sonrisa medio torcida que se ladeaba hacia el agua. Él levantó la mirada hacia ella otra vez.

—¿Lo hará?

—No —dijo ella sin pensar. Él levantó una ceja—. No— dijo ella otra vez, más fuerte—. No debió haberlo hecho. No debió hacerlo.

—Lo sé.

—Entonces, ¿por qué lo hizo? —Estaba enfadada; lo sentía y lo aprovechó para equilibrarse, el enfado se propagaba en ella, y desterraba la luz, la calidez y el asombro.

La había besado. La había besado y había puesto su mundo de cabeza, y ahora nunca dejaría de desearlo. Malditos sus ojos. Todo estaba al revés; todo estaba mal. Debía ser despiadada pero sólo se sentía impotente, llena de anhelos y luego una tristeza conmovedora. Los fragmentos de la persona que era (la persona para la que había trabajado y sangrado y en la que había deseado convertirse algún día) se desprendían de ella y Leila sólo podía contemplar cómo sucedía. Todas sus esperanzas se hacían añicos a sus pies. Sintió un dolor tremendo en el corazón como el que nunca había sentido.

Ahora estaba incompleta, y lo sabía.

Ambas cejas del conde se levantaron; su sonrisa se a afino.

—No puedo disculparme—dijo él—. Pero… me arrepiento… si la lastimé.

—Sí, bien, muy bien. —Su voz temblaba con emoción, tiró con fuerza del manto a su alrededor—. No hablaremos de eso. No pensemos en eso.

—Tal vez usted no —contestó él, muy bajo.

Leila giró y lo dejó meditando hacia el mar.

Capítulo 8

La cena a bordo del barco del conde fue un acontecimiento forzado. Al principio, Leila apenas pudo prestar atención; sus pensamientos eran confusos, sentía los labios hinchados y estaba segura (de manera absoluta e incuestionable) de que todos los que encontraban en el camarote principal podían contar con exactitud lo que le había sucedido recientemente.

La había besado. La había besado el hombre que había acordado asesinar.

Ella también lo había besado.

Él la siguió un minuto más tarde. Apenas había tenido tiempo de alisar su cabello y sus pensamientos antes de que la puerta se abriera y él llenara el espacio vacío, un brillo de oro y una lluvia de copos de nieve. Nada en su rostro revelaba lo que ocurría. El conde de Kell se quitó la nieve de una sacudida y entró al lujoso camarote con la plena calma de un hombre que sabía que estaba como pez en el agua, que valoraba su poder y condición social. Se detuvo cerca de un rincón para conversar con un hombre de sombrero negro, que ella supuso, era el capitán, y luego echó un vistazo a su alrededor para encontrarla en las sombras, con la mantilla que caía sobre los brazos, de pie junto a Finlay, quien hablaba de manera entusiasta sobre salmones, o esturiones, no sabía bien sobre qué.

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