Ya había aceptado la mentira apresurada de ella en la cafetería y la había entretejido en una mezcla astuta de ficción y verdades a medias. Le contaba al resto una serie de desgracias: cómo su carruaje privado se había atascado en el barro al pasar Dumfries (verdad) y sobre una mucama enferma que había dejado atrás en Carlisle (mentira) y su propio asistente personal, su esposo, se había quedado allí con ella por cortesía (mentira, mentira) y sobre la manera en la que la pequeña dama había deseado tanto continuar con el viaje (razones personales, dijo el señor mientras sacudía la cabeza) y por ello él le había seguido la corriente, porque ya se sabe cómo pueden ser las damas, tan impulsivas, y ahora miren dónde los había llevado su paciencia…
Eso fue en la carreta de camino hacia allí. Se quejaba a un carro lleno de orejas de hombres comprensivos. Pero la historia no se sostendría sin más detalles; lo sabía tan bien como él.
Le permitió que él lo manejara. Ella tenía otras cuestiones en qué pensar.
Leila se inclinó más cerca de las llamas y extendió las manos. En esa posición podía mantener al conde al límite de su visión, una sombra ámbar y oscura, colores que cambiaban y se avivaban según el estado del fuego.
Ella había visto el mar una vez más cuando él la tocó. Más que verlo lo había sentido, poderoso y en ascenso, oscuro y misterioso y, de alguna manera, imprescindible para él. Estaba atado al océano, fue eso lo que sintió; sus dominios se componían de unas cuantas islas escocesas, y él era del mar de una manera muy natural.
Sin embargo esta vez su impresión sobre el océano había sido fugaz, devorada por algo más profundo, algo más salvaje: un anhelo en él. Un anhelo por ella, con forma de demonio azul y oro brillante y una sonrisa peligrosamente sutil. El destello de su barba matutina en la mandíbula, el control frío de su mano sobre la de ella, la sostenía con facilidad, la acercaba a él como si fuera lo más natural del mundo. La había mirado a través de sus ojos soñolientos y una vez más tuvo la impresión de que él también veía dentro de ella, de manera tan clara y profunda como ella podía hacerlo dentro de él.
Era, en todo su conjunto, como ningún hombre que hubiera visto antes.
Ahora Leila pensaba, en retrospectiva, que Lord Kell en verdad podría haber estado cerca de…
—No. Estuvo todo bien.
—Prometo que no me demoraré tanto como con el ponche en el baile del duque.
Ella inclinó la cabeza y sonrió, y el joven se ruborizó hasta las orejas. Che Rogelio hizo un ruido similar a un suspiro.
—Pronto nos marcharemos —dijo Finley—. Y sólo quería… em, asegurarme que estuviera cómoda. Si necesita comida… o, o nada más.
—¿Adonde van?
—No muy lejos. Vamos al puerto. A Ayr.
—¿Con esta tormenta? —No tenía que exagerar su sorpresa.
—No es nada más que una pequeña lluvia para nosotros —le aseguró—. En el norte es mucho peor. Esto sólo es el comienzo.
—Peor —repitió ella con ligereza.
—¿Hacia dónde se dirige, milady? —preguntó el conde, justo detrás de ella. No lo había oído acercarse; ni una pisada, ni el más pequeño crujido de las tablas en el suelo. Eso quería decir algo, si tenía en cuenta lo mucho que se había entrenado a lo largo de los años en captar todo lo que había a su alrededor.
—Ayr —dijo Che de manera inesperada—. También vamos a Ayr.
—¡Vaya!… —Leila pudo escuchar el escepticismo en la voz del conde, tan profundo y suave por sobre su cabeza—. Discúlpeme, milord pero, ¿ha ido a Ayr con anterioridad?
—No tuve ese placer.
El conde se movió hacia la luz y con lentitud apoyo una mano sobre el respaldo de la silla de Leila. Ella notó por primera vez que llevaba una espada. No era la baratija decorativa de la mayoría de los caballeros, sino era gruesa, sencilla pero impresionante.
—Podría no llamarlo placer, señor. Es una ciudad portuaria, pequeña y que apenas vale la pena… visitar —termino con una mirada hacia ella.
—No vamos de visita —comentó ella después de un momento—. Buscamos un barco hacia el norte.
—Hay mejores puertos que Ayr.
—Usted va hacia allí —replicó ella con mordacidad.
—Sí, pero yo tengo un barco.
—Señor —comenzó Finlay con emoción y el conde lo silenció simplemente levantando su mano.
—¿Qué los espera al norte, me pregunto? —inquirió muy apacible.
Leila le lanzó una mirada a Che. Ahora se arrepentía de que no se hubieran reunido; Lord Kell no era un tonto, en absoluto, y a Leila no la engañaba la amabilidad de sus preguntas. Nada iba como lo habían planeado. No tenía idea de por qué Che había revelado su destino a menos que fuera para obligar al conde a que se ofreciera a llevarlos. Eso tenía algo de sentido, desde su punto de vista: Che consideraba que así estarían más cerca de su objetivo y de esta manera, de la finalización del trato… y Leila tendría que hacer el trabajo más duro para tenerlo bajo control.
Por otro lado, Lord Kell ahora sabía que se encontraban en Escocia y que continuaban viaje. Si se separaban ahora y más tarde, por alguna desgracia del destino, él los descubriera de nuevo en su camino, evocar alguna excusa nueva por estar cerca iba a resultar casi imposible.
Johnson había dicho que el conde de Kell sabía lo que iba a hacer él, que quería matarlo. Ella suponía que un hombre que sabía que estaba marcado, cuestionaría todo. En especial, las historias endebles. En especial, las coincidencias.
Leila había recorrido Europa en sombras y sigilo casi toda su vida. Había conspirado y tramado con el mismo fantasma de la muerte a su lado, y pensaba poco en eso, simplemente porque ese era su mundo. Había tomado dinero por vidas malvadas de manera tan rutinaria como otras mujeres lo harían por pan o ropa o sexo, porque eso era lo que era. Para eso la habían criado.
Sin embargo, supo de repente, con cada fibra de su ser, que no quería hacer enfadar a ese lord escocés. Que ponerlo a prueba y fallar sería el fin de todo.
Se concentró en sus manos que descansaban sobre su regazo. Debía de haber un camino de salida de ese embrollo…
—Es una cuestión personal —le dijo Che Rogelio al conde, mientras se hundían más profundo con cada mentira—. Tiene que ver con mi hijo, el esposo de la señora.
Ella cerró los ojos, impotente, expectante.
—Ya veo —dijo Lord Kell con cierta informalidad—. ¿Se encuentra en el norte?
—No. Está en España. Me temo que enfermo.
—Qué lamentable —dijo el conde, aún con esa voz apacible que le enviaba un temblor por la columna.
Dios, ella tendría que intervenir.
—Buscamos un lugar para él aquí, para que se recupere —dijo ella levantando la cabeza—. El frío, el aire del océano, ¿se da cuenta? Sus pulmones están débiles. Necesita… —dudó; buscaba la palabra correcta en inglés—. Necesita un refugio aquí, para recuperarse.
El conde la había estado observando: la misma esencia de una elegancia salvaje, el cabello despeinado, pestañas doradas rojizas y botas pesadas. Con sus dichos, ella creyó ver un atisbo de algo azul detrás de su mirada, no sabía de qué. Revelación, tal vez, o sólo un interés cauteloso.
Se mordió la lengua para no decir más y que los descubrieran.
—¿Sabe cabalgar, señora? —preguntó él.
—Todos los niños en España cabalgan, señor.
Lord Kell le hizo una reverencia cortés en la oscuridad.
—Entonces, ¿me permite ofrecerles a usted y a su suegro disponer de mi barco? Viajamos hacia el norte, a nuestro hogar, y puedo desembarcarlos en cualquier puerto que elijan. No encontrarán un galeón mejor que éste en Ayr.
Ella se dio la vuelta para mirar a Che, quien sufría intensamente en el mar. Él sonreía y asentía con la cabeza.
—¡Qué generoso es! —dijo Leila lentamente—. Nos sentimos muy honrados de aceptar.
Capítulo 7
La notable semejanza que compartían todos los señores del clan Kell en los últimos extraños doscientos años era muy popular en el folclore de las Tierras Altas de Escocia. Todos tenían cabello dorado, ojos azules, aproximadamente del mismo peso y la misma estatura, aunque las cuentas en este punto a veces variaban. Por momentos, se decía que un señor era un poco más alto que su padre, o un poco más ancho, pero a decir verdad, debajo de los cuadros escoceses, la capa, el manto o el sobretodo, ¿quién podía notarlo?
Y algún viejo familiar del clan afirmaba que los señores siempre habían lucido semejantes. No obstante, otros salían al cruce con historias de señores pelirrojos y señores de cabello oscuro como cuervos. Todo retrocedía hasta el mismo gran Rey de las islas, quién se sabía que tenía el cabello tan negro como la víspera del solsticio.
Por ello, tal vez, sólo era un capricho de la naturaleza que todos los últimos señores hubieran sido bendecidos en color dorado.
Tal vez no.
Solo unos muy pocos conocían la verdad, aunque la mayoría del clan lo sospechaba y algunos incluso lo presumían. No obstante, el secreto verdadero del clan Kell permanecía hermético dentro de la familia, confiado a un concejo secreto de hombres y mujeres que había comenzado hacía mucho tiempo en los días de aquel rey del oscuro solsticio, quien había cortejado y ganado a una doncella del mar y había nombrado a su hijo como heredero. Desde el principio, allí tuvo que haber un círculo de protección alrededor de ese noble secreto y así también de la forma en que su pueblo, por honor, y Ronan, por derecho propio, debían proteger la sangre del rey que originó todo. De aquellos miembros del consejo se concibieron nuevos reyes y reinas, y luego señores, y marcharon juntos de la mano a través del tiempo, por generaciones, socios por el parentesco y el misterio.
Y así había llegado Ronan, y luego Baird y Kirk y por último Finlay, todos ellos nacidos con sus propias reglas y sus propias obligaciones. La familia.
Y era la familia quien sabía que el hombre que no tenía hijos se había convertido en su propio hijo, una y otra vez. Ronan alcanzaba su cuarta encarnación en la actualidad. Una juventud falsa, una adolescencia rápida; luego, podría surgir una vez más como él mismo, mientras el viejo señor fallecía y el nuevo comenzaba su gobierno. Con el correr de los años se había cuidado siempre de incluir su verdadero nombre, Ronan, en cada nuevo líder que creaba. Era más fácil, sin duda. Pero aún más importante, era el primer regalo que le habían dado sus padres, la única parte de sí mismo a la que encontraba que era incapaz de renunciar con el tiempo.
Envejecía, pero con lentitud. Tan lento. Últimamente se preguntaba con más frecuencia cuánto tiempo más podría aferrarse a su rol antes de cansarse por completo.
Todo lo que debía hacer era alejarse de Kell. Lo sabía. Sólo resistirse al atractivo de Kell y en forma gradual ingresar por entero y con sigilo a la vida de los mortales. Envejecería como todos lo hacían. Comería, bebería, viviría y moriría igual que todo el clan. Igual que todo el mundo.
Desde la cubierta del Lyre, Ronan miraba el salvaje mar nevado, tan dolorosamente bello para él, verde y gris y alborotado. Pensaba que también podría arrancar su corazón al mantenerse alejado de Kell. Tendría que alejarse del mismo océano para lograrlo.
Y nunca podría hacer eso.
Doña Adelina estaba de pie junto a él, envuelta en su mantilla, y miraba hacia fuera igual que él. Ronan la observaba en momentos robados. La azotaba el viento. Tenía las mejillas húmedas, le lagrimeaban los ojos, el cabello daba latigazos sobre unos pendientes dorados sin importar cómo si intentara contenerlo.
Había una mirada de horror reprimido en su rostro.
Él le sonrió y la tranquilizó con la mano en la espalda mientras el galeón golpeaba una ola particularmente alta.
—Tal vez desee volver abajo —le ofreció mientras se inclinaba para alcanzar su oído.
Ella no lo miró. Sólo negó con la cabeza. Sus manos apretaban firmes la barandilla. Los labios firmes. Se parecía bastante a un conejo arrinconado y decidido a enfrentar el lobo.
Habían dejado el puerto hacía horas y ya estaban bien adentrados en el mar. La nieve se había aligerado ahí pero no había cesado; colgaba una nube blanca entre el océano y el cielo, y el Lyre la cortaba del mismo modo que a las olas: de manera implacable, con un propósito, una meta: ir a casa.
Doña Adelina había abandonado la calidez del interior del barco después de embarcar. Ronan la había observado salir de la bodega mientras negaba con la cabeza hacia el contramaestre que estaba a su lado, quien sin duda intentaba convencerla de que regresara. Ronan estaba a una gran distancia encima de ambos en el trinquete, su lugar favorito a bordo de cualquier barco. Veía con interés que Adelina no trataba de razonar como su contramaestre; simplemente lo ignoró, se tambaleó hasta la barandilla de la cubierta delantera y luego se detuvo allí con el viento que la arrebataba y la nieve que también caía a su alrededor. A él se le ocurrió que se parecía a Moisés y el mar imponente. El contramaestre quedó encorvado a su lado, sin decir más, con la gorra hasta las orejas.