La última sirena – Shana Abe

Llegó hasta una cima pequeña y observó la escena que se representaba ante él. Un carruaje volcado de lado en el medio del camino, los otrora pasajeros se agrupaban a su lado. Un caballo atado a un árbol con la cabeza gacha y dos más en el suelo. Dos rayas oblicuas y furiosas de tierra atravesaban la nieve en el lugar en el que el carruaje había derrapado y girado. Y sangre, extrañamente brillante ante sus ojos, de un escarlata que atravesaba un blanco puro y virgen.

Ronan impulsó la yegua a un trote valiente.

Nadie parecía notar que él se acercaba, excepto el otro caballo, que movía con nerviosismo las orejas y relinchó una vez más. Ronan condujo la yegua hasta allí y desmontó con una última palmadita. Las personas se agrupaban contra el interior expuesto del carruaje, algunas sentadas contra éste con los hombros caídos, otras de pie. Una mujer lloraba con las manos en el rostro junto a una silueta tendida en el suelo. La habían cubierto con un sobretodo.

—No, no dejen que se duerma —dijo una voz que él conocía y, sin el más mínimo sentido del asombro, Ronan vio que en el costado del otro extremo había otra mujer con las faldas embarradas, su pálido cabello rubio estaba desatado y volaba suelto con el viento sobre la espalda.

Era ella. Adelina.

Sostenía los hombros de una tercera dama apoyada contra el coche. Estaba agachada para verle los ojos. Otras personas hablaban a su alrededor dando empujones. Una de ellas, un hombre, intentaba echarla a un lado.

—Déjela sola —decía el hombre—. Está herida, no la toque…

Alguien lo tomó del abrigo y dijo:

—Babcock, apártese, dijo que era enfermera. Vio lo que hizo por Hamilton…

—Está herida —dijo el hombre, elevando la voz—. Déjela…

—Ya sé que está herida —contestó Leila, sin mirar alrededor—. Intento ver…

El hombre se soltó y embistió hacia adelante con el brazo levantado. Ronan estaba allí antes de que pensara moverse. Tomó el puño del hombre cuando éste salía. Una bofetada maciza de carne contra carne. Luego, apartó al hombre de un empujón.

—Atrás —le ordenó, su voz no revelaba la indignación que sonaba en él—. No le está haciendo daño a su esposa.

—Hermana—murmuró el hombre, mientras se frotaba los nudillos—. Y, ¿quién demonios es usted?

Ronan lo ignoró. Se volvió para hallarla a través de la nieve que caía. Entonces ella levantó la mirada hacia él. Tenía el rostro tranquilo pero sus ojos verdes eran como un eco del viento del norte.

—Lord Kell —dijo. No sabía si lo saludaba o lo anunciaba ante el grupo.

Milady. —Se agachó junto a ella y notó la mancha de sangre en su frente—. ¿Está herida?

Ella negó con la cabeza, impaciente, y se dio vuelta hacia la otra mujer.

—Abra los ojos —le dijo con voz fuerte—. Señora… ¿cómo es su nombre?

—Glynis —le respondió alguien.

—Glynis, abra los ojos. ¿Me oye? Ábralos.

La mujer gimió; sus pestañas se agitaban.

—No debe quedarse dormida. —Le dio una pequeña sacudida que quitó la nieve fresca sobre ambas—. Debe permanecer despierta, Glynis, con su hermano. Venga aquí. —Dirigió al joven, al que Ronan casi aplasta y el muchacho se dejó caer sobre sus talones al lado de ellos, lanzándole a Ronan una mirada de recelo.

Ronan le devolvió la mirada con una advertencia rotunda. El muchacho tenía la maldita suerte de tener una mano aún.

Leila le dio un codazo en el brazo al hermano y atrajo su atención:

—Escúcheme. Sosténgala, háblele. No permita que se desvanezca.

—¿Cómo se supone…?

—¿Quiere que se muera? —dijo ella con brusquedad—. ¿No? Entonces háblele, arrástrela de pie si es necesario. Necesita estar despierta hasta que venga el doctor. —Se apartó un mechón de cabello húmedo de los ojos y le lanzó una mirada a Ronan—. ¿Viene un doctor?

—Pronto —le respondió, y ella asintió con la cabeza y se esforzó por ponerse de pie. Ronan la tomó de la mano sin preguntar, con la intención de ayudarla a pararse.

Pero sucedió otra vez: los dedos de él tocaron la piel de su muñeca más allá del guante y sintió un sobresalto palpable, real y cálido e increíblemente sensual. Latió en él, lo dejó inmóvil e hizo lo mismo con ella. Sólo los dedos de ella se movían, se encorvaron en los de él hasta una tensión repentina, como si ella lo sintiera también. La sorprendía en el suelo y él casi de pie; se miraron fijamente el uno al otro y el calor de ella fue como el sol para él, como la primavera que derrite el largo frío del invierno, que irradiaba en él a través de eso mismo, su mano en la de él. Sintió que todo su cuerpo se levantaba a la vida, como si hubiera estado dormido hasta ese momento. Como si hubiera vivido a la deriva con simples sueños.

Su cabello era luz enredada en las estrellas. Sus pestañas sostenían diminutos copos de nieve. Sus labios (una rosa oscura, no coral) se abrieron con lentitud. Lo miraba con algo semejante al asombro.

Y luego, un completo silencio. No había nadie más en el mundo. No había nada más excepto la caída de la nieve y el silencio, y ella.

Deseaba besarla. Terminó de levantarla con toda la intención de besarla, porque eso era lo que sucedería después. Eso era lo que sucedería, lo que se suponía que sucedería. Se levantó y caminó hacia él en una extensión de mantilla y faldas, los dedos de ambos se entrelazaban entre estas. Ella levantó el mentón y él sacó la otra mano…

—Señora —gritó una nueva voz, y el hechizo se hizo añicos. Ella se liberó y se colocó la capucha. El color se elevaba en sus mejillas.

No, deseaba decir Ronan, incrédulo. No. Vuelve. Vuelve conmigo.

El suegro cojeaba hacia ellos, con un bastón que perforaba el barro del camino.

—Mi niña —dijo él—. ¿Cómo está la dama?

—Viva —respondió Leila, con un tirón corto y tímido de sus faldas—. ¿Y usted, Padre? Su… ay, ¿su pierna?

—No está rota —dijo él con alegría—. A diferencia de la del cochero, creo. —Sus ojos grises se toparon con Ronan—. ¡Y usted, señor! Qué alegría encontrarlo aquí.

—Ha pedido ayuda —dijo Leila.

—¿Sí? —El hombre cojeó hacia adelante—. De verdad somos afortunados.

Ronan se quedó allí, de pie, en silencio, imposibilitado de pronunciar palabras por la bruma de emociones que aún lo colmaban: pasión y enfado y un remordimiento creciente. Mientras, Leila miraba fijamente el camino y a Che.

La mujer que estaba en el suelo rompió en nuevos sollozos. Dos hombres se acercaron con torpeza a ella. Uno se agachó para darle una palmada en la espalda, para ofrecerle unas forzadas condolencias. Ronan giró de manera abrupta e hizo crujir la nieve al ir hacia ella. Observó la figura cubierta, un hombre, sin duda, y se agachó.

—Señora —dijo él—. ¿Puedo ayudarla?

Ella no levantó la mirada, ni respondió. Sus ojos quedaron fijos sobre el hombre muerto, sobre los bultos y dobleces debajo del sobretodo. Tenía un gran moretón horrible que se hinchaba en su frente.

Ronan levantó la mano.

—Está asustada —dijo Leila detrás de él con suavidad—. Intenté… ayudarla, pero… no sabe dónde está.

Él asintió con la cabeza para demostrar que escuchaba, encontró el mentón de la mujer y con gran determinación, concentró sus pensamientos dispersos. Era mayor de lo que había percibido en principio, arrugada y demacrada; ella lo miraba inexpresiva, con los ojos colorados, que lloraban grandes lágrimas silenciosas.

—Duele —le dijo Ronan con lentitud, ahora tocándole la mejilla—. Sí, duele. Lo sé.

La boca de la mujer temblaba en preparación de otro sollozo, pero él lo vio primero, lo alivió y lo hizo retroceder. El dolor en ella era agudo, no sólo en su cabeza sino en su corazón, un dolor desgarrador y punzante. Deducía que era su esposo, que lo había amado y su pérdida era inmensa… tan oscura, enorme y paralizadora que en ese momento terrible ella estaba simplemente en el límite, avistando un adiós sombrío y desolador.

—Lo sé —susurró él de nuevo—. Lo sé.

Y dado que le decía la verdad, porque él conocía ese dolor, Ronan lo recogió en sí mismo, lo arrancó de ella y lo atrajo dentro de él, y ahora su corazón se quebraba también, y su cabeza giraba, pero lo mantuvo cerca y lo encerró, como siempre lo hacía. La mujer cerró los ojos, relajó los labios y su respiración se calmó.

Ay, Dios. Dolió. Recordó cómo dolía.

La mujer volvió a abrir los ojos:

—Michael. —Se estiró y apoyó las manos sobre el abrigo—. Mi dulce Michael.

Él escuchaba que el alboroto se acrecentaba sólo a la distancia, los caballos y los hombres que gritaban. No obstante, le tomó un momento encontrarse otra vez consigo mismo, cerrar su corazón y apartar el dolor para más tarde, cuando estuviera solo.

Cuando pudo levantar la mirada, la dirigió al rostro de la bella Adelina, que se encontraba de pie a su lado mirándolo con cuidado. Tenía la mano ahuecada en el codo; no se ofreció para ayudarlo a levantarse.

—¿Qué hizo? —. Quiso saber ella.

—Nada. Un frío consuelo. —Se puso de pie y se paso los dedos por el cabello para quitarse la nieve. Ella siguió el movimiento con atento interés. El verde de sus ojos brillaba muy claro en la luz del invierno.

—La tocó y se calmó.

—¿Estudió para ser enfermera? —preguntó él con brusquedad e interrumpió la especulación moderada de su voz.

Los labios de ella se curvaron con ironía: —Algo así.

—¿Qué le sucedió a su brazo?

Dejó caer la mano y flexionó los dedos:

—Un esguince, creo.

—Permítame ver.

Se apartó de él con un paso rápido.

—Gracias, pero no. —Se miraron el uno al otro a través de la nieve que caía.

No pensaba besarla, no pensaba probarla, no pensaba tirar hacia atrás su capucha y presionar sus labios contra sus mejillas y su boca y el lóbulo de su oreja, hasta que ella dijo en voz baja:

—Sus amigos lo buscan.

Y así era; lo buscaban. Baird y los demás habían llegado junto con los mozos de cuadra; incluso el dueño de la taberna. Habían traído una carreta y ayudaban a los demás pasajeros a subir. Sin embargo, Baird y Finlay caminaban pisando fuerte hacia él, cubiertos y envueltos. Sólo se veían sus ojos más allá de sus cuadros escoceses.

Leila también se dio cuenta de eso. Volvió a mirarlo con una arruga sutil entre las cejas.

—No tiene abrigo, Lord Kell, ni siquiera una capa. Debe de estar congelado.

Él sólo dijo:

—Estoy acostumbrado al frío —y se alejó de ella.

* * * * *

Che había subestimado seriamente los caminos, el clima y la gente. Pensó que podían seguir al conde de Kell de regreso a su pequeño imperio, pasar desapercibidos como gitanos o sirvientes anónimos y salir otra vez antes de que cualquiera lo notara. Johnson había realizado otro pago parcial (la mitad había ido con ingenio a la cuenta secreta de Leila) y Che tenía grandes esperanzas de finalizar el trabajo y terminar con eso.

Leila había calculado que necesitaba sólo un pago más. Con ese, ya estaba hecha; podía decirle a Johnson que era para gastos. Y luego, desaparecería en las colinas de terciopelo de Inglaterra, o de Escocia, o Gales, sin dejar rastro.

Pero La Mano no había anticipado la tormenta, ni el hecho de que estuvieran tan cerca de los talones de su presa. Tampoco que el mismo conde viniera en su rescate. Sólo la expresión en el rostro de Che cuando vio por primera vez a Lord Kell le producían risa, aunque en verdad no era gracioso… El desastre los golpeaba y el carruaje se había roto en pedazos.

Ahora estaban realmente atascados como el don y la doña, resguardados en esa pequeña taberna con el viento que aullaba fuera y la nieve que crecía y crecía, y el conde y sus hombres hablaban en voz baja en el mostrador. Deseaba saber si hablaba de ella.

Probablemente no. Desde luego que no. ¿Por qué lo haría?

Había personas arropadas por toda la taberna.

La viuda y Glynis, la mujer herida, se habían retirado a la habitación del dueño junto con el doctor del lugar, pero el resto no recibía los mismos cuidados; había comida y refugio suficiente, pero casi nada más.

Leila se sentó con Che y otros tres en un medio círculo de sillas delante del fuego. Intentaba con discreción calentarse los dedos de los pies. Sus faldas arruinadas echaban vapor por el calor y el cabello aún le goteaba por la espalda. Su peluca y su sombrero favorito habían quedado atrás, aplastados sin esperanzas debido al accidente.

Che continuaba lanzándole miradas bruscas y molestas; deseaba con desesperación hablar con ella, lo sabía, pero los límites de la habitación hacían imposible tener privacidad. No tenían una buena excusa para escapar los dos juntos de esa habitación hacia la ventisca que había afuera. De todos modos, ella no estaba en absoluto deseosa de perder el tiempo en la nieve otra vez. Lo irritaba que tuvieran que esperar y eso la satisfacía de manera muy perversa.

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