—Si, señó —contestó ella, con su mejor acento de los barrios bajos de Londres—. Lil’Sal siempre viene, ¿no es cierto, cariño?
Él bajó la voz.
—No estaba seguro de si la había localizado. —Voilá. Aquí estoy. ¿Dónde estaba en el baile, señor Johnson?
—Hubo un problema.
—Sí. El problema fue que estuvo ausente.
—No… —Se limpió de nuevo el rostro—. El conde estaba allí.
—Se suponía que el conde estuviera allí, creo.
—Casi me ve. Me recono… —volvió a entrecortarse, hizo una mueca extraña hacia el escenario.
—Ah —dijo Leila, entendiendo—. Lo conoce. Sabe lo que usted hace. Sí, ya veo. Ése es el problema.
Johnson la tomó del brazo.
—Necesito que termine el trabajo ahora. Tan pronto como sea posible. No puedo esperar.
—Me temo que La Mano de Dios está muy disgustado con usted. —Hablaba con el más suave de los lamentos—. Desperdició su tiempo y su talento. Ahora habla de dejar el país.
— ¡No, no! Haré lo que pida. Pagaré más.
Ella admiraba su cuchillo a la luz de las velas, sin decir nada.
—El doble —dijo él con desesperación—. Pagaré el doble.
Al menos Che estará contento. Che estará…
Entonces se le ocurrió, un plan tan claro y perfecto que brillaba como un diamante en su mente. De repente la tenía, la solución a todos sus problemas, si jugaba bien, si era inteligente, afortunada y diligente. ¡Vaya si funcionaría! ¡Podría funcionar!
—El triple —le dijo al hombre, con la calma de una roca.
—¿El triple? —Quedó boquiabierto—. ¿Está loca?
Leila sonrió y comió otro pedazo de pera.
—Dios, no puedo… no…
Ella esperó. La multitud a su alrededor gritaba ante alguna broma torpe.
—Muy bien, sí, maldición. El triple, entonces, si así tiene que ser.
Ella inclinó la cabeza en reconocimiento.
—Estoy segura de que La Mano estará satisfecho.
—Mejor que termine pronto el trabajo entonces. Por esa suma de dinero…
—Paga por el mejor, señor Johnson. Obtendrá lo que desea.
—Dios —dijo él otra vez con el ceño fruncido mientras la miraba fijamente.
Leila dejó caer el corazón de la fruta y se lamió los dedos para limpiarlos.
—Apueste a eso, señor.
Johnson vaciló, obviamente asqueado, luego le dio la mano.
…maldita, maldito, venderé las joyas que Eva no notará, nunca usa las perlas, de todos modos. Recuperaré todo. Después de Kell, después de la isla, lo recuperaré cien veces más…
La soltó. Fue rápido y corto pero el dolor de cabeza estalló en ella sin consideración, un dolor terrible y devastador, apretó los dientes y apartó la mirada, tragó fuerte, luchaba, luchaba. No podía sucumbir ahora.
Johnson comenzaba a retirarse. Lo cogió de la manga.
—Un depósito —logró decir mientras sus dedos apretaban la tela—. A voluntad.
—¿Qué? ¡Ah, sí! —Hurgó en su chaleco mientras ella se esforzaba por soltarlo —. Tome.
Leila tomó la bolsa y la escondió con rapidez en el bolsillo de su delantal.
—¿Cuándo sucederá? —dijo Johnson entre dientes.
Ella volvió a tragar.
—Bien podría comenzar esta noche. Estaremos… en contacto.
Le lanzó otra mirada con el ceño fruncido y se dio la vuelta para retirarse.
* * * * *
Che comía una naranja cerca de la puerta. Cuando ella se acercó, hizo a un lado la fruta y retiró un pañuelo del puño para limpiarse las manos. Ella continuó caminando. Él caminaba con ella.
—Sí, continuamos —dijo Leila en voz baja—. Johnson estuvo de acuerdo en pagar el doble.
—Te sangra la nariz.
—Debía asegurarme —dijo ella, y aceptó el pañuelo tan pronto como dejaron el teatro.
Capítulo 6
El camino estaba empapado y bordeado de escarcha; los cascos de los caballos agrietaban el hielo embarrado con cada tranco. Era un día plomizo, con nubes que amenazaban con la caída de aguanieve de ahí a unas pocas horas, según el cálculo de Ronan. Noviembre siempre era una época mala para viajar hacia el norte. Pero hacia el norte iban. Al norte hasta Kelmere, y Kell.
A pesar del tiempo, sentía que su corazón se elevaba con el pensamiento.
Habían pasado por la muralla de Adriano el día anterior por la mañana; se sentía bien al estar fuera de Inglaterra, de vuelta al campo abierto con el aire limpio, los prados ondulados y el cielo azul. Bien… un cielo que sería azul detrás de esas nubes. Por sus rostros podía adivinar que los demás sentían lo mismo, incluso con el viento y el frío. Era el viento escocés, y el frío escocés. Eso marcaba toda la diferencia.
Las colinas se volvían más empinadas, largas extensiones de terreno despojadas de cebada y centeno, seguidas de bosques vírgenes. Había nevado no hacía mucho, había hecho calor después y luego había refrescado otra vez, por lo que los árboles y los cultivos con rastrojo permanecían cubiertos de carámbanos. Unos rebaños de ovejas de cabeza negra vadeaban con serenidad mientras hacían crujir el hielo al igual que la paja.
En la distancia, Ronan imaginaba ver que comenzaba el borde de las verdaderas montañas, dentadas y filosas, una belleza estridente y espléndida que los esperaba. Y al otro lado de ellas, el océano.
Ahora estaría revuelto, con espuma por las tormentas invernales. Profundidades oscuras, espuma blanca, frío, salvaje y atractivo. En Kell golpearía la costa en un color azul, verde por la ensenada… verde pálido, como…
No.
Estaba haciéndolo otra vez, lo que juró en privado que no haría. Pensaba en ella. No era propio de él desperdiciar su tiempo. Y eso es todo lo que era: un desperdicio.
Se levantó el viento, soplaba húmedo en su rostro. Miró hacia el cielo, levantó la mano y observó que su guante tenía motas oscuras. Maldición. Aguanieve escocesa. Se había equivocado al pensar que demoraría un poco más. Tendrían que buscar un refugio para la noche.
Se acomodó en la silla de montar y vio que Baird se ajustaba el tartán para cubrirse mejor el cuello.
—New Cumnock, detrás de nosotros —dijo el hombre—. O Auchinleck por delante. No llegaremos a Ayr esta noche.
—No. —Ronan estaba de acuerdo. Volvió a observar el cielo, el aguanieve caía sesgada en apretujados dardos blancos—. Auchinleck. ¿Qué dicen, muchachos?
Habían llegado lejos, aunque no lo suficiente. Kelmere estaba suspendida, brillante, como una promesa del otro lado de las nubes. Nadie deseaba desandar el camino. Los caballos estaban sin aliento, suspiraban y sacudían la cabeza, y los cuatro hombres del Clan Kell empujaban hacia adelante a través de la tormenta creciente.
Auchinleck era pequeña y sólo había una posada, aunque era más una taberna con una gran chimenea. Ronan había estado en Quaichs antes… mucho tiempo antes, pero no creía que el posadero lo recordara. Había sido al menos un siglo atrás.
Estaba contento de ver los edificios viejos aún en pie, una nueva capa de pintura debajo del hielo y no uno, sino dos mozos de cuadra que corrían para darles la bienvenida. Casi llenó una medida adicional de avena para sus caballos y cogió el equipaje. Con algunos pisotones, se quitó el barro de las botas y llevó a sus hombres hacia la entrada, donde un muro de aire cálido los empujó cuando abrió la puerta.
Sí; tal como lo recordaba. El olor a humo de la leña y a haggis, piedra oscurecida, vigas y un gato adormecido junto al fuego. El gato levantó la cabeza y los miró con pereza mientras movía con nerviosismo sólo el extremo de su cola ante la corriente de aire frío que ingresaba.
Le ordenaron comida y whisky al corpulento propietario, quien les dio la bienvenida y acercó sillas junto a la chimenea. La taberna estaba casi vacía esa noche; el tiempo había llevado a la mayoría de sus clientes a casa, explicaba el hombre, y Ronan asentía con la cabeza y se compadecía por el aguanieve. Creyó reconocer el brillo de los ojos de ese hombre; el dueño de la taberna de los Quaichs de aquellos tantos años atrás tenía la mirada del mismo alegre gris avellana. Tal vez sería un nieto. O, más deprimente aún, un bisnieto.
Se sentó junto al gato y miró fijamente el whisky. Intentaba no dejar que ese pensamiento se apoderara de él. Ronan nunca deseó ser un hombre que sobreviviera su tiempo y su lugar. Cumplía una función: era necesario para su clan; era un señor, el líder y el conde. Era un mito y una verdad temible. Su pueblo (una gran, gran cantidad de gente) lo quería por quién era y por lo que era. Mientras viviera, tendría eso. Le era suficiente.
—Suficiente —le murmuró al gato, que lo miraba con los ojos amarillos y sin pestañear.
No obstante, había muchos amigos y familiares que se habían marchado. Tantos hombres y mujeres queridos por él, ahora eran polvo en sus tumbas. Sólo Ronan continuaba viviendo. Y viviendo.
Estaba contento de que nunca se hubiera enamorado. Estaba contento de que nunca hubiera tenido la oportunidad de sobrevivir a una esposa.
La imagen de un rostro se mostraba ante él; una visión delicada y majestuosos ojos verdes.
No, al diablo con todo. Estaba contento.
Sus hombres comían pan y estofado, intercambiaban comentarios con su anfitrión sobre el tiempo, los caminos y la probabilidad de que nevara por la mañana. Ronan ni siquiera fingía comer; en cambio, probó un poco de whisky. Ardía en su lengua, a salvo de la turba y la neblina de las Tierras Altas de Escocia.
Sin duda fue el aguanieve lo que sacó a relucir esa tristeza agobiante. En general, no se rendía ante la melancolía.
Bebió unos sorbos más de whisky. La luz de la lumbre bailaba en bronce por la superficie. Era como una proyección de colores entre la palma de sus manos. No se había dado el gusto de beber alcohol desde hacía mucho tiempo. Estaba contento de que de repente lo recobrara, ese humo líquido en su taza, un rastro de hogar, por fin.
Sus hombres se acomodaron junto al fuego, hundidos en sus capas a cuadros escoceses. Habían transcurrido cien años y los Quaids aún no tenían alcobas privadas para alquilar. Ronan se sentó a escuchar cómo la posada caía más y más profundo en la noche, silencio que sólo se rompía con los ronquidos apagados de Finlay.
El señor y el gato eligieron quedarse despiertos y juntos, protegiéndose mutuamente de la oscuridad.
* * * * *
Por la mañana, nevaba. Ronan observaba desde los escalones de la taberna, un amanecer gris y helado y copos gruesos que caían desde el cielo. Conocía esa nieve; cubriría todo con engañosas capas blandas, disfrazando el barro y el hielo negro en una monotonía perfecta. Inmóvil, pensaba, tenía en cuenta todo, la nieve era mejor que el aguanieve. Se marcharían tan pronto como sus hombres rompieran su ayuno. Baird ya estaba despierto. Sus quejas matutinas atravesaban con claridad la puerta. No faltaría mucho antes de que…
Ronan giró la cabeza. De repente, miró hacia el camino. Un caballo se acercaba al galope, a una velocidad que no era segura con ese clima. Llegó a la puerta del frente justo cuando el jinete apareció a la vista: escarcha y nieve y barro salpicado; el hombre y la yegua casi resbalaron al detenerse delante de él, ambos soltaban un aliento blanco.
—Un accidente —gritó el hombre antes de que sus pies tocaran el suelo—. Un maldito carruaje rompió un eje… hay gente herida…
—¿A qué distancia? —preguntó Ronan. El hombre intentaba recuperar el aire y mantener el control de su corcel al mismo tiempo. Pareció aliviado cuando Ronan intentó coger las riendas.
—Casi cuatro millas. Es un desorden terrible, las damas gritan, hay un hombre que probablemente esté muerto…
—Entre —le ordenó Ronan—. Cuénteselo a los hombres de allí. Dígales que los iré a buscar.
—Sí —resolló el hombre, y se marchó con pesadez. La yegua resoplaba con los ojos bien abiertos. Los músculos le temblaban debajo del sudor. Aunque aún así sería más rápida que el tiempo que le llevaría ensillar su propio semental, Ronan subió sobre su lomo con una disculpa rápida y un golpe en el cuello antes de guiarla de nuevo hacia el camino. No la apresuró; el accidente ya había ocurrido. No le haría bien a nadie estropear el lomo de la yegua o bien su propia espalda.
La nieve se volvía más espesa. Una cortina densa entre él y el cielo. Siguió las huellas que había dejado el otro hombre en su camino hasta que desaparecieron, cubiertas de un blanco intenso, Para entonces Ronan no necesitaba seguir las huellas. Podía oír a la gente adelante, los gemidos bajos y agudos que se incrementaba, un revoltijo de voces. No había damas que gritaran, sino gritos débiles entrecortados y el relinchar de otro caballo. Y alguien… había alguien a quien podía oír debajo de todo eso, una suave voz femenina, tranquila y serena, palabras que no podía distinguir, pero el gemido tembló y luego se detuvo.