Debió haber sido la llave de la salvación para ella. Había sido su última esperanza.
Debía elegir, con mucha rapidez. Debía decidir.
Por un momento incómodo, nadie dijo nada más. Che le lanzó a ella una mirada breve y penetrante; luego hizo un gesto hacia la mesa.
—¿Viene con nosotros, milord?
—No —dijo Leila de manera abrupta, y sonrió para disimular su descortesía—. Ay, perdón. Quise decir que nos vamos, ¿no es cierto, Don Pío? Me decía lo importante que era no llegar tarde a nuestra cita.
—Sí —asintió Che mientras aparentaba mirar su reloj de bolsillo—. Por supuesto, mi niña. No me había dado cuenta de la hora.
—¿Adonde van? —preguntó Finlay—. Tal vez podríamos acompañarlos, al menos en parte del camino.
—Lejos de la ciudad —improvisó Leila—. No se molesten, señores.
No obstante los escoceses los acompañaron hasta el bordillo y esperaron hasta que Che encontró un coche. Era un círculo de hombres en la acera atestada y Leila se encontraba en medio de ellos.
Lord Kell era más ágil que Che; cuando el carruaje se detuvo, él abrió la puerta primero y la ayudó a subir. Para entonces tenía los guantes puestos.
—Adiós —dijo Leila con frialdad, con una punzada veloz y severa de remordimiento.
El armonizaba con el tono de ella:
—Quizás nos volvamos a encontrar.
—Tal vez.
Sus dedos apretaron los de ella y luego los soltaron.
—Buenos días, señora.
Che subió. El conde de Kell cerró la puerta y dio dos golpes sobre la madera; el coche se puso en movimiento y se marchó.
* * * * *
Tenía un humor de perros.
Ronan se repetía que no tenía nada que ver con la muchacha de ojos color verde vidrioso. Miraba hacia afuera por la ventana de su salón privado en la posada. Sus hombres terminaban lo último de la cena detrás de él. El sol se hundía del otro lado de los picos puntiagudos y las variaciones del horizonte de Londres. Apenas podía mirar en dirección recta hacia éste, era espeso, anaranjado y maduro.
No tenía nada que ver con ella. Ni con su rostro, ni con su voz, con su acento claro y tentador. Ni con la ráfaga veloz e impetuosa de ira que había visto en sus ojos al mirarlo fijamente en la cafetería.
No eran sus labios, con su bonita curva burlona.
Ni siquiera era su mano, tan delgada y flexible en la suya. El temblor desnudo de sus dedos mientras él la sostenía, rápidamente acallado.
La calidez de la palma de su mano. El dulce sobresalto de su piel, una onda de calor que había brillado a través de él, tan caliente y pura que casi era… erótica.
No.
Estaba indignado con Londres, con Inglaterra. Con Lamont y el tiempo desperdiciado y los planes y las mentiras. Eso era todo.
Era suficiente.
El pergamino que tenía en la mano se sentía seco e ingrávido. Ronan lo desplegó otra vez y ojeó las palabras en la luz tenue.
Hemos descubierto una cuestión de cierta importancia, decía la misiva de su administrador en Kelmere. Es un nombre extranjero relacionado con cierta persona de interés. Parece ser que un personaje de cierta reputación profesional ahora está involucrado en este asunto, Zurich, París, Londres. Se ruega enviar Detalles.
Un cordial saludo.
W.M.
Ronan rompió la carta en dos y se dirigió hacia el fuego. La sostuvo sobre él hasta que se encendieron las puntas. Observaba las llamas amarillas y verde azufre en la tinta que devoraban el escrito, y lo soltó en la chimenea sólo cuando comenzaron a dolerle los dedos. La última brizna del pergamino se hizo cenizas antes de caer sobre las piedras.
La carta había llegado a la posada esa tarde, con el lacre aparentemente roto, las palabras codificadas sin leer. William era un hombre prudente; era una de las razones por las que era un administrador excelente. Sin embargo, el mensaje para Ronan llegaba perfectamente claro.
Lamont no estaba contento con sus delitos menores. Había contratado a un asesino profesional para que hiciera el trabajo por él, un hombre que había viajado a Londres desde el continente.
Ronan sonrió de manera misteriosa hacia el fuego. En la posición de Lamont, él podría haber hecho lo mismo. Hasta ahora, todos los atentados contra su vida habían resultado tristemente frustrados.
—¿Novedades, señor? —preguntó Kirk, cerca de un bocado de comida.
Se dio la vuelta para mirar a los miembros de su clan.
—Parece que nuestro negocio de Londres terminó. Nos vamos a casa.
Podía predecir sus reacciones sólo por sus personalidades: Baird, hosco y tolerante, quien bajo la intimidante herida de su ceño extrañaba a su esposa. Kirk, decepcionado; impetuoso y leal, deseaba con desesperación una oportunidad para enfrentarse él mismo con Lamont. Y por último, el primo lejano de Ronan, su pariente más cercano. Detrás de esa reticencia tímida se encontraba la mente de un erudito y un muy buen espadachín. Finlay sólo asentía con la cabeza ante las palabras de Ronan, aunque el intelectual que había dentro de él se perdería la ciudad monstruo.
Tal vez, cuando eso terminara, Ronan lo enviaría otra vez, de regreso. Oxford o Cambridge. El clan podría utilizar un hombre con un poco más de camino en el mundo. En especial de su futuro señor.
—¿Cuándo? —preguntó Kirk.
—Hoy, ahora. —Hizo una pausa y luego señaló la mesa—. Cuando terminen.
Los tres empujaron hacia atrás sus sillas de inmediato.
—Cuando terminen —repitió Ronan con rapidez y se cruzó de nuevo hacia la ventana.
El sol casi se había ido, medio oculto ya. Después, nada más que un cielo de ópalo ardiente contra los edificios oscuros.
Sí, se marcharían esta noche.
* * * * *
Estaba casada. Y, de todos modos, no la volvería a encontrar.
Ella tenía un sueño.
El sueño de Leila no era sobre grandezas. Era algo simple, pequeño y pertinaz en su corazón, sin sonido, sin tiempo, como lo eran los sueños más verdaderos.
Era un hogar.
Y nada grandioso allí tampoco, no era una mansión ni una gran finca. No era el chalé que Che estaba construyendo en España. Sólo una cabaña situada en el bosque. La había deseado con tanto fervor y tan a menudo que podía verla con sólo cerrar los ojos.
Tenía una hiedra sobre ella, densa y exuberante. Tenía ventanas de vidrio para mirar hacia afuera, un sótano para esconderse y un techo de piedra que no se incendiara.
Tenía un jardín para que no hubiera hierbas envenenadas para cocinar, con un pequeño arroyo cerca de allí, para tener un suministro de agua seguro. Había cerraduras y cerrojos irrompibles en cada puerta, con llaves que sólo ella tendría. Tenía un gato y un par de grandes perros bravíos que la seguirían ante la primera advertencia. Había una habitación especial para todas sus armas.
Además, Leila imaginaba quizás… una glorieta. Igual a la de la casa del duque.
Viviría sola allí y eso estaba bien. No se sentiría en soledad. Estaba acostumbrada a estar sola en su corazón, si bien no en compañía. No extrañaba… a nadie. Desde luego, tampoco a un hombre que apenas conocía, sin importar lo azules que fueran sus ojos. Sin duda a él no.
Leila aún no sabía dónde encontraría tal lugar, sólo sabía que no sería en España porque ahí era donde estaría Che.
Che, más rico que cualquier terrateniente. Che, con sus cuentas bancarias en Madrid, Zurich, París y Bruselas. Che, que guardaba todos los pagos de los trabajos de La Mano de Dios y de esta manera tenía todo el poder. Leila no tenía acceso a sus cuentas bancarias. Él le había dicho que nunca necesitaría preocuparse por el dinero; todo lo que quisiera, se lo daría.
Ella no se preocupaba. Sólo planeaba.
Una tarde, mientras él se encontraba en East End, ella se había tomado el tiempo para abrir su propia y modesta cuenta bajo un apellido francés. Estaba contenta por depositar una infinidad de billetes y monedas que había conseguido reunir y esconder de él metidos por años en la ropa, los zapatos, las cajas de los sombreros y cualquier otro lugar que encontrara. Era una suma considerable pero nada cercano a lo que necesitaba. Todavía no.
Che Rogelio no sabía nada sobre esa cuenta, ni sobre su sueño. Ella esperaba, rogaba que no lo supiera. A veces lo pillaba mirándola en dirección oblicua; lo imaginaba adivinando sus pensamientos, escudriñando en ellos uno por uno, como un avaro que buscaba una pepita de oro. Después de todo, la había criado y la conocía lo suficientemente bien.
Sí, la había criado. Y es por eso que sabía cómo mentir, incluso mejor de lo que él lo hacía.
Había fingido un malestar todo el camino de regreso a la posada. Se había caído, suspirado y había ido a su alcoba, donde lo despidió con el recado de buscar agua de rosas para su cabeza. Cuando la presionó para que le diera detalles sobre Lord Kell, farfulló algo sobre el mar y su cabeza y ese dolor terrible y ¿por qué no tendría la decencia de ir a buscar el agua de losas cuando sabía que era lo único que la ayudaría?
Y entonces, cuando se fue, llegó la nota de Johnson. Decidió recuperarse lo suficiente como para mostrar cuando regresara.
Nos encontramos esta noche en el teatro Royal, en Haymarket.
Leila advirtió que podrían exigir el resto del pago. Podrían ver lo ávido que era el hombre.
Al final, Che estuvo de acuerdo. Ella sabía que la prometa de más dinero sería demasiado tentadora como para resistirse. También lo conocía lo suficientemente bien… La Mano.
—Tarde, tarde, tarde otra vez —murmuró Che. Estaba de pie junto a ella en la platea del teatro, vestido como un londinense, con la mirada en la obra que se llevaba a cabo en el escenario. Le hablaba casi en el oído e incluso ella apenas podía oírlo; el ruidoso teatro no era un lugar para susurrar.
Leila era una camarera de cocina en su noche libre, llevaba un vestido barato, un delantal y un sombrero de paja estropeado, y con cuidado cortaba en tajadas una pera que tenía en la mano.
—Si nos falla de nuevo, terminamos —dijo Che apenas más fuerte. La cascara de una naranja cayó de un palco de arriba y aterrizó sobre el hombro de él, tambaleó allí por un momento, luego resbaló. Ella la observó caer en silencio.
—Te lo juro, Leila. Esta es la última vez. Sabía las condiciones cuando nos contactó por primera vez.
Sobre el escenario, una comtesse escandalosa le gritaba a su mucama, quien corría en círculos con sus faldas demasiado altas. Los hombres de la platea soltaron una fuerte ovación.
—Sí—le dijo a su pera, debajo del ruido—. Entiendo.
La mucama se desplomo con las piernas en el aire e incremento los abucheos y los silbidos.
—No lo recuerdas —dijo Che de repente, mirándola—. De verdad no recuerdas lo que viste con Kell.
—Era confuso —respondió ella, al menos en eso era honesta—. Colores, figuras. Como con nadie. Muchísima oscuridad.
—Pero no lo suficiente como para satisfacerte. No lo suficiente como para seguir adelante.
—No todavía.
La comtesse se abanicaba a sí misma y luego a la mucama, mientras la regañaba todo el tiempo.
La pera de Leila estaba tibia y estropeada. Mordió un trozo y luego escupió una semilla al suelo. Che se apartó con el borde de sus labios apretados.
Escupió otra vez, por si acaso.
La espantosa obra avanzaba al segundo acto. Ella la veía sin mirarla mientras jugaba con el cuchillo en la mano y tallaba la pera en pedazos groseros. Gritaba cuando los demás lo hacían, reía cuando los demás lo hacían. Sólo una simple omisión para divertirse un poco. Con su cabello lacio rojizo y su piel picada de viruela, era tan invisible en la multitud como podía.
Un hombre flaco y pálido comenzó a avanzar poco a poco hacia ella. Notó el movimiento de reojo y entonces se inclinó hacia Che.
—Está aquí.
Como el truco de un hechicero, Che desapareció de su vista, tragado por el público. Sólo podía ver la parte superior de su peluca que avanzaba con lentitud y paso seguro hacia la salida. Incluso antes de que ella lo conociera, él nunca se encontraba con los clientes enseguida; permanecer oculto acrecentaba la mística de La Mano. Leila se encargaba de esta parte del negocio… y últimamente, de la mayor parte del resto.
Ella volvió a su pera, que ahora era un poco más que el corazón pegajoso en la palma de su mano. El hombre se detuvo a su lado, hizo retroceder a empujones a un joven petimetre que intentaba meterse entre ellos y se pasó una mano por la ceja. Leila observó que sudaba de manera bastan te copiosa.
—Vino usted —dijo Johnson con una voz tan fuerte y tranquila que ella casi hace una mueca.