La última sirena – Shana Abe

Leila levantó su café, saboreaba su rico aroma negro, la manera en la que el sol de la mañana iluminaba el humo en una bruma plateada.

—Se puede remediar con facilidad.

—No pareces tú. —Che removía su café con estrépito y le agregaba una gran cantidad de azúcar.

—No sabía quién era —dijo ella, quizás por centésima vez—. ¿Cómo podría haberlo sabido?

Che abrió la boca para responder; el camarero llegó con más nata y él la cerró otra vez. Miraba con el ceño fruncido hacia la ventana de la pequeña cafetería elegante.

Habían discutido esa mañana. Rara vez discutían por otra razón que no fuera que Leila protegía tanto sus pensamientos de él. Había aprendido, hacía mucho tiempo, que darle a Che una pizca de sí misma era darle más armas en su contra. Pero esa mañana había entrado en su cuarto pensativo y enfadado: lo había decepcionado; la misión más rudimentaria, los hechos más evidentes ante ella; había dejado al conde marcharse; y él estaba viejo y cansado y su artritis empeoraba con el frío.

Deseaba terminar el trabajo. Deseaba ponerse en contacto con Johnson (quien de hecho tenía toda la culpa, según la opinión de Leila) y devolver el dinero prestado. Ir a casa. A España.

Para siempre.

Leila se había negado. Cambiaban del inglés al español y al catalán, intercambiaban pullas en el más suave de los tonos. Cuando la camarera tocó a la puerta, Leila simplemente tomó su bolso y se marchó, dejando a Che refunfuñando tras ella, o no.

Y así fue que llegaron allí. Estaban sentados juntos en el establecimiento de Messrs. Harvard & Gereau. Che miraba enfurecido por la ventana el raro sol del invierno y Leila lo miraba enfurecida a él. Un magnífico plato de tartas se hallaba, intacto, sobre la mesa que los separaba.

El camarero se marchó. Leila cerró los ojos en busca de paciencia y tomó otro sorbo de café. Aún estaba muy caliente.

De verdad extrañaba el café español. Y el aceite de oliva. Extrañaba eso. Tapas y sangría y…

—¡Por Dios!—exclamo Che, ahogándose, y apoyó la tuza ele porcelana con un siniestro ruido seco—. No lo puedo creer.

—¿Qué?

—Allí… del otro lado de la calle. Mira allí. Es él.

—¿Johnson? —Se dio vuelta para buscarlo.

—No. Lord Kell.

Levantó una mano hasta sus ojos para protegerse de la luz y lo vio (alto y elegante, con una capa pesada que se ondulaba, una zancada larga y relajada) justo cuando giraba la cabeza en dirección a ellos.

—¡Vaya! —susurró ella, mientras el sol se inclinaba y lo iluminaba en un fuego claro. No llevaba peluca, ni siquiera polvo. Mostraba su cabello que era lustroso oro profundo, largo y brillante, despeinado por el viento o por su caminar. Estaba rodeado de otros, escuchaba hablar a alguien, sus ojos estaban distantes, distraídos. Pasaron sobre los de ella sin pausa.

Alguien más se interpuso ante él. Otro hombre, con ardiente cabello rojizo, hablaba con las manos en el aire, con rapidez, con gestos lacónicos. El grito enfadado de un cochero hizo que este hombre echara un vistazo a su alrededor… y de repente se detuvo al ver a Leila pasar por la ventana de frente arqueado.

Madre de Dios. Era su pretendiente de la noche anterior. El joven con el pañuelo de cuello.

Leila inclinó la cabeza y volvió a darse la vuelta hacia la mesa. Miraba la superficie de granito, pequeñas motas de color rosado, nata y negro espolvoreada con azúcar. Después, se arriesgó a echar una segunda mirada hacia afuera. El muchacho hablaba tranquilo, de hecho, señalaba hacia ella. Los demás hombres se dieron vuelta para mirar.

—Queridísima Leila —dijo Che—. Veo que ya tienes otro admirador.

—Pensé que me había librado de él anoche.

—No por mucho tiempo. —Che sonreía—. Aquí vienen. ¿Sabías que estaba con el conde?

—Por supuesto que no. Ni siquiera sé su nombre.

Levantó la mirada otra vez. Todos cruzaban la calle en medio del tránsito, tres… no, cuatro hombres, viejos y jóvenes y Ronan MacMhuirich era el último de todos, con paso decidido y la capa abierta al viento como las alas de un halcón.

Sintió el momento en el que él la miró. Sintió el poder de esa mirada. La atracción. El reconocimiento. Lo sintió hasta la punta de sus pies.

—Excelente —dijo Che, con una satisfacción resonante—. Comencemos de nuevo. Quítate los guantes.

—Che, no estoy realmente preparada…

—Quítate los guantes. Querías terminar el trabajo. Es tu oportunidad.

Vio que los hombres se acercaban. El traqueteo de un coche rebotaba tras ellos.

—Leila —dijo Che con una nueva voz, sus palabras eran una sucesión poco clara y en voz baja en español—. Tú necesitas la verdad, no yo. Lo mataré de cualquier modo, lo sabes. Es por ti. Ya sea que aproveches esta oportunidad o no, estoy preparado para seguir adelante sin ti, si esto hace que lleguemos a casa más rápido.

Bajó las manos hasta el regazo y con mucha rapidez se quitó los guantes de un tirón, los metió en el bolso justo en el momento en que se abrían las puertas de vidrio.

Entraron a la cafetería ante las reverencias crujientes de los camareros. Era una multitud de hombres despeinados por el viento en inquietantes capas oscuras que desfilaba por las mesas y movían sillas deprisa. Varios clientes comenzaron un balbuceo escandaloso.

—¡Vaya, mira! —le dijo el joven pelirrojo a sus compañeros, como si sólo él los hubiera visto—. Es la Señora Montiago y Luz.

—¿De veras? —dijo una voz conocida, aterciopelada por el aburrimiento—. Así es.

Ronan MacMhuirich estaba parado casi alejado del resto, más grande, más notorio, cabello dorado y ojos zafiro de párpados caídos que parecían ambas cosas, acalorados y ligeramente burlones. Su mirada fue desde Che hasta ella. La expresión de su rostro era muy clara.

No era la primera vez que a Che lo confundían con su esposo, incluso con su esposo cornudo, sin embargo, era la primera vez que a ella en verdad le molestaba. Por Dios, ¿quién era él para lanzarle esa sonrisa sarcástica y condescendiente? Si ella le hubiera dado la más leve oportunidad la noche anterior, sería el único que ahora compartiría el café del desayuno con ella, y ambos lo sabían.

Leila levantó el mentón y volvió a mirarlo. Sus propios labios se curvaron.

Si los otros dos hombres notaban la tensión, no lo demostraban. Eran rubicundos y silenciosos. Estaban de pie en el lugar con los sombreros en la mano. Tal vez eran tímidos; tal vez sólo admiraban las tartas.

—Estoy tan feliz de encontrarla —dijo el joven, sin darse cuenta de nada más.

Leila le ofreció una sonrisa astuta.

—Bueno… No pensé que volvería a verlo tan pronto.

—La perdí ayer por la noche —le dijo con seriedad—. Regresé con el ponche, pero usted ya se había marchado.

—Lo siento. Desafortunadamente me demoré en otro sitio.

—Ah —dijo el joven mientras cambiaba de un pie a otro—. Bien. Sólo quería que lo supiera. Lo del ponche. Que no me olvidé.

Leila volvió a sonreír, esta vez con más calidez.

—Gracias.

Che aclaró la garganta.

—Discúlpenme. —Ella se puso de pie obligando a Che a levantarse y a los demás a retroceder, agolpándose más contra las exquisitas mesas y sillas—. Qué descortés de mi parte. Por favor, permítanme presentarles… pero no sé sus nombres. —Ahora miraba directo a Ronan—. Excepto el suyo, por supuesto, señor MacMurray.

Leila elevó la mano liada él. Esperaba no delatar nada que nadie pudiera adivinar: el nudo que revoloteaba en su estomago o la manera en que su corazón comenzaba a golpea, en su pecho.

Él era arrogante, frío y atrevido. Sus ojos eran del azul más puro que ella había visto jamás. La había seguido y tentado. Había descubierto la púa de su abanico.

No quería que fuera él.

Ronan MacMhuirich permanecía inmóvil; Leila no sabía si debía sentirse ofendida o aliviada. Estaba de pie esperando con el sol cálido sobre los hombros, y quizás no la tocaría después de todo…

—Señora —dijo él por fin, y pasó por delante de sus hombres para tomar su mano desnuda en la suya.

Capítulo 5

Ella tenía un don.

Así era como lo llamaba su abuela, y así también lo creía la gente de su pueblo.

Dios había dotado a Leila con un don. La noche de su nacimiento había estado coronada por relámpagos; se decía que su madre le regaló su vida a la tormenta, que había salido a las colinas para alejar el peligro de Sant Severe. Su hija había nacido a la blanca luz del Señor: un anillo de tierra chamuscada rodeaba su cuerpo cuando la encontraron al día siguiente. Su bebé, la pequeña Leila, yacía intacta a su lado.

Y desde entonces, desde aquellas pocas horas después de su nacimiento hasta el día en que Sant Severe dejó de existir, vecinos y familiares trataron a Leila con una mezcla de ambas cosas, respeto y temor.

Ella sabía cosas. Le bastaba rozar su piel contra la de otra persona para conocerla. Conocía su corazón, cosas pequeñas y grandes, oscuras y alegres, lo deseara o no. Y después de cada roce, pagaba un precio. Al principio, eran pequeños dolores, jaquecas cortas, hemorragias nasales poco frecuentes. Al entrar en su juventud, apenas lo notaba, pero se volvieron cada vez, peor.

La pequeña niña que era Leila comenzó a vestirse con mangas largas cuando hacía calor, pañoletas y la lilas abultadas. Su abuela le bordó un suave ejército de guantes. Los pocos amigos que tenía habían desaparecido, atraídos por cielos más soleados y días más libres que los de ella.

Y así, avanzó su vida. Siempre estaba envuelta. Tenía cuidado de no tocar nunca sin permiso. Eso era lo que le habían enseñado y lo que había creído hasta que llegó su padre, y luego, tras él, Che Rogelio.

* * * * *

Sucedió de inmediato. Los dedos de Ronan se envolvieron fríos en los de ella y Leila tuvo la sensación inmediata de…

…ahogo. Luz negra, agua por arriba, por abajo y dentro de ella, cálida y fresca, segura e insegura. Un mar, una isla, guijarros, arena y orilla. Un castillo. Rostros y gárgolas tallados en los acantilados. Secretos, mentiras y ahogo, ahogo, espuma y neblina y agua interminable, un camino salvaje, el fondo del mar, silencioso y solitario, sin esperanzas ni corazón, no podía comer, ni beber, ni dormir…

Ella se liberó de una sacudida y el lugar comenzó a girar locamente sobre sí mismo; ventanas, velas y hombres oscuros a su alrededor, color y movimiento colisionaban en un extraño remolino mezclado. El sonido del propio latido de su corazón corría como un río por su cabeza.

Su piel quemaba donde la había tocado. Quemaba como las chispas de un fuego abrasador, un millón de pinchazos febriles que subían deprisa por su brazo.

Ronan MacMhuirich quedó inmóvil ante ella, con la mano aún extendida.

De manera intencionada y muy consciente, Leila bajó la palma de la mano hasta sus faldas. No tenía idea de cuánto tiempo había pasado. Nadie más parecía moverse. Nadie más parecía real excepto él, quien la miraba con las pestañas doradas por el sol y una mirada perspicaz y penetrante.

No sentía dolor de cabeza. No sentía angustia. Solo ese ardor extraño y brillante, y un ligero toque de sal en la lengua.

Che estaba allí, como una sombra que merodeaba. Su voz pareció viajar una gran distancia hasta llegar a ella:

—Te ves un poco pálida. ¿Te encuentras bien?

Se lamió los labios secos y contestó:

— Sí.

Todo volvió a la normalidad de inmediato: el ruido estrepitoso de las tazas sobre los platillos, el canturreo de las conversaciones, el café y el chocolate, y el aroma de los pasteles tibios que llenaba el aire.

—Quizás preferirías tomar asiento. —Che arrimó una silla.

—No. —Forzó una sonrisa y volvió a decirlo—. No, gracias. Aún no los presenté, ¿no es cierto? Señor MacMhurich, él es mi suegro, Don Pío Rodríguez Montiago, de Barcelona.

El rostro de Ronan no cambió. Simplemente trasladó la mirada desde ella hasta Che, imperturbable.

—Señor —dijo él con una inclinación de su cabeza dorada—. Soy Kell.

El corazón de ella se hundió, con rapidez, por completo.

—Kell —repitió Che, cuidadosamente neutral—. Un nombre bastante inusual.

—En algunos lugares —respondió el conde, igual de neutral—. Y estos son mis compañeros. Baird Innes, Kirk Munro, Finlay MacMhuirich.

Cada uno de los caballeros saludó con la cabeza de manera sucesiva. Leila se apartó con las manos apretadas y una sonrisa congelada en su lugar. Por primera vez en su vida de adulta no se le ocurría qué decir o qué hacer después.

Kell. Era Lord Kell. Ardía y llevaba el océano en el corazón, como una capa, como un escudo. No había percibido nada sobre derramamiento de sangre o matanzas dentro de él. No había percibido nada, excepto el mar. Una isla. Y algo más, algo brutalmente fuerte pero aplacado en la oscuridad… algo salvaje y reprimido.

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