La última sirena – Shana Abe

Déjala. Casada o no, esperaba a otro hombre.

—Buenas noches —dijo él mientras ella pasaba a su lado otra vez con sus tacones que resonaban en el suelo hueco.

Entonces sí lo miró, sólo una vez, esos ojos verdes inolvidables palidecían hasta un gris con la noche, y lo saludó con un pequeño movimiento de cabeza antes de marcharse.

* * * * *

Leila sintió su mirada en la espalda y se aseguró de caminar con normalidad, de mantener los brazos relajados a los costados y los hombros hacia atrás. Gracias a Dios que estaba oscuro; sus mejillas ardían. Los malditos zapatos eran enormemente chillones sobre la gravilla (los había visto en una tienda de París y había sucumbido ante las hebillas bonitas, el color delicado y los cumplidos risueños del dueño del establecimiento, nunca más, no los usaría nunca más.

No los usaría nunca más sin pensar en él.

Leila levantó el rostro hacia el viento. El frío se sentía compasivo ahora; también resistió la tentación de abanicarse.

Pasó al lado de una pareja entrelazada junto a una estatua y fingió no verla. La mujer hizo un pequeño ruido de sobresalto y el hombre rió entre dientes y la adentró más en la noche. De manera gradual los árboles y los arbustos se sesgaban con la luz amarilla. El salón de baile debía estar justo al dar vuelta la siguiente curva.

—Señora —dijo un hombre alineándose a su paso junto a ella, y una mano tomó su codo—. Permítame.

En voz más baja, Che agregó:

—¿Cómo estás? ¿Necesitas sentarte? ¿Puedes llegar hasta el patio?

Ella lo miró mientras caminaban, vacilante. Esto no era nada de lo que habían planeado.

—Leila —gruñó él, con un fuerte apretón—. ¿Vas a desmayarte?

—No —le contestó ella con un susurro—. ¿Cuál es el problema?

Él se detuvo y así lo hizo ella; se miraron el uno al otro en el sendero recto y remilgado.

—¿No lo hiciste? —preguntó él.

—¿Hacer qué?

—Estuviste con él todo el tiempo. ¿Nunca tuviste la oportunidad?

Un grupo de damas jóvenes se acercó, los vio y volvieron a retirarse con risitas tontas reprimidas. Che se inclinó de manera exagerada y obtuvo más risas. Luego, tomó el brazo de leila otra vez y la condujo hasta un sátiro de piedra caliza en cuclillas que se encontraba bajo un árbol. Esperaron hasta que ya no escucharon más el parloteo alegre de las jóvenes.

Che la miró directamente.

—Entonces nunca lo tocaste.

—¿A quién? Johnson ni siquiera está aquí…

—El hombre de la glorieta —dijo él de repente—. Yo miraba desde la pérgola. Estaba seguro de que lo habías hecho.

Ella mantuvo el rostro muy sereno, aunque su corazón parecía helársele en el pecho; culpa y temor y asombro. Che no podía saber sus pensamientos; no había visto nada; no tenía manera de probar nada…

La voz de ella al hablar era tranquila.

—¿Por qué habría de tocarlo?

Che la miró fijamente.

—Leila, ése era el conde de Kell. Estuviste con él todo el tiempo, niña. ¿No lo sabías?

Capítulo 4

Sintió que su boca caía abierta.

—¿Ese era el conde de Kell?

Che movía la cabeza.

—Tendrás que regresar, eso es todo. Creí que los zapatos eran un truco inteligente… bien, ¿qué más podrías haber olvidado? ¿Tienes un pañuelo?

—No —dijo Leila—. No puede ser cierto. El conde es anciano, Che, más que tú. Lo sabemos. Este hombre era… más joven.

—Era él. Lo confirmé dos veces. De hecho, le pregunté al mismo duque.

—Dijo que su nombre era MacMurray.

Che se encogió de hombros.

—El apellido. O mintió.

Cerró los ojos e imaginó el rostro del hombre una vez más, diabólicos ojos azules y esa ligera sonrisa atractiva.

No, no había mentido, estaba segura de eso. Y tampoco era lo suficientemente mayor. Che estaba equivocado. Ronan MacMhuirich no envejecía como un déspota; podría ser un bribón, o un lobo de mar, o sólo un noble aburrido que disfrutaba de jugar con las mujeres.

Pero ese no era el hombre al que debía asesinar, para lo que la habían contratado. Ay, claro que no.

—Sí, tu pañuelo —Che murmuraba mientras se pellizcaba el caballete de su nariz, como siempre lo hacía cuando estaba perturbado—. Lo tiraste. Lo necesitas. Encuentra la manera para manchar tus guantes y quítatelos.

—Che —comenzó ella como advertencia.

—¿Puedes hacerlo? —Levantó la mirada y frunció el ceño.

—Yo… —Leila pensó de repente en su sueño, sobre el lugar secreto en su corazón donde guardaba sus esperanzas, enterradas tan profundamente que a veces las perdía por completo. Pensó en su futuro, y en España, y en la vida que tendría que vivir allí—. Sí. Volveré cuando pueda. —dijo ella.

—Estaré cerca —contestó él, aunque ella ya lo sabía.

Y naturalmente, cuando regresó a la glorieta, el hombre que no era el conde de Kell, ya se había marchado.

* * * * *

Ronan aceptó su sombrero y sus guantes de las manos de un lacayo. Extendió los guantes y metió un sombrero tricornio debajo del brazo, salió de la mansión del duque para inhalar el olor de los caballos tibios y la noche fría. Aún era temprano para dejar el baile, pero ya había espera para la caballeriza; había espera, al parecer, en cada aspecto de esta monstruosa ciudad.

No le importaba esperar. Tenía, por supuesto, mucho tiempo. Y había algunas cosas que corroboraban muy bien su paciencia.

Ronan miraba hacia abajo, a los adoquines, y pensaba en el recuerdo de un tobillo muy fino mientras sus hombres ajustaban sus capas y se reunían a su alrededor.

—Una noche desperdiciada —anunció Baird en una queja en voz baja—. El demonio se lleva al hombre. Nos llevó hasta la maldita Londres. ¿Y para qué?

—Para asistir a un baile —respondió Kirk, indignado. —Un baile extravagante, para un señor extravagante, empolvado y con lazo, que tenía más colorete en los labios que la mitad de las damas de allí, lo garantizo. Y Lamont nunca apareció.

—Ese «señor extravagante» es un duque y nuestro aliado —dijo Ronan sin alterar la voz—. Lo necesitamos, en especial ahora, si queremos obtener el permiso del rey para disparar contra los merodeadores de Kell. No lo olviden.

Kirk hundió su cabeza, soplando la escarcha del suelo:

—Sí, señor.

—Y no del todo desperdiciada —dijo el joven Finlay, tras una pausa—. Conocí a una dama…

Todos los hombres rezongaron.

—No, no —dijo Baird, negando con la cabeza—. Otra vez no, muchacho. Te enamoras de un par de bonitos ojos nuevos todos los días… a toda hora. Los relojes pueden tocar para ti.

—No es así —dijo Finlay, con toda la dignidad de sus diecisiete años—. Y sus ojos eran bonitos.

Ronan levantó la mirada.

—Por supuesto que lo eran —dijo Kirk—. Y, a ver, tenía el rostro más atractivo…

—La sonrisa más delicada —agregó Baird.

—La voz más dulce…

—El paso más ligero…

—Y los pechos más bellos…

—No le miré los pechos —interrumpió Finlay, entumecido—. Pero con respecto al resto, sí. Tenía… todas esas cosas.

—Nunca te enamores de una muchacha inglesa —le aconsejó Baird, mientras se rascaba la peluca—. El verano en los ojos y el invierno en la cama.

—No era inglesa. —Ahora a Finlay lo habían insultado claramente.

—Ah, ¿no?

—¡No! Era de España.

—¡Vaya! —dijo Ronan, con más humor que resignación.

—¿Cuál era su nombre, entonces, Helen de España? preguntó Kirk, mientras palmeaba sus manos para evitar el frío.

—Doña Adelina Montiago y… y…

—Luz —terminó Ronan en voz baja—. Montiago y Luz.

El rostro de Finley cayó, con tanta rapidez y tan insulso que Ronan casi se compadeció de él.

—¡Vaya! Usted… usted ¿también la conoció, señor?

—Sí. —Le sonrió al muchacho como distraído y se dio la vuelta para encontrar al mozo de cuadra que llevaba su semental—. Pero no tenía el honor de saber su nombre de pila.

—Ah —dijo Finlay, más alegre—. Bueno, estoy seguro de que si hubiera querido… eso es, se lo hubiera dicho, si hubiera pensado… em…

—Sí —dijo Ronan otra vez—. Si hubiese querido, sin duda.

* * * * *

Alguien intentaba matarlo.

Era un negocio ruinoso, tedioso, pero había funcionado por un tiempo. En el último esfuerzo (un asalto simulado en Edimburgo) el par de hombres había dejado deslizar su nombre antes de que él se encargara de ellos… Fue todo tan grosero que Ronan había decidido que ya era hora de ocuparse en persona de la situación.

Esto significaba dejar Escocia, y Kell. No estaba feliz con eso; sus tierras no sólo ocupaban su corazón sino también su alma, si podía decirse que tenía tal cosa. Quizás sí, quizás no. Había hilado su vida en torno a su herencia, y su hogar reflejaba eso: una red de vidrio en el sol, casi invisible pero aún allí, aire y luz que se formaban más poderosos que el cielo mismo. Lo había hecho tan sólido y seguro como pudo. Sin embargo, el peligro invadía con rapidez.

No permitiría que el peligro llegara a Kelmere, o Kell.

No permitiría que le ocurriera ningún daño a nada de lo que era suyo, ni a sus posesiones, ni a su clan.

Circulaban rumores. Bajo la fina apariencia superficial de la sociedad, Ronan sabía que tenía enemigos en abundancia. Sus propiedades eran elegantes, su riqueza completamente incalculable. Tenía tierras de cultivo e islotes, y un comercio de lana que con seguridad tenía al rey riendo con regocijo por los impuestos que pagaba. Pero, principalmente, Ronan tenía a Kell.

Kell, esa isla abandonada. Kell, con lo que quedaba de un castillo, y playas vacías, y profundas aguas mortales.

Kell, con las reliquias de innumerables buques mercantes debajo de ella y todo ese botín sumergido, que sólo esperaba que lo recogieran. O así se decía.

El juego se había puesto en marcha en siglos pasados, nacido de barcos perdidos, leyendas y un arrecife demasiado letal. La codicia parecía ser eterna y así también los rumores de que Kell había crecido y proliferado con los años. No pasaba un mes sin que pillara alguna pandilla de forajidos en sus aguas, ya sea en apuros o por estarlo. Ronan no tenía paciencia con los intrusos. Dejaba que todos se hundieran. Si sólo eso le pusiera fin al problema… Sabía, mejor que nadie, que no era así.

Había esperado elevar una petición al rey para contraatacar con una fuerza oficial. Esperaba poder confiar en algo más que sólo leyendas y supersticiones para ahuyentar a los interminables ladrones. Sin embargo, la severidad de la corte retrasó su petición: el rey estaba ocupado, le dijeron; tenía negocios, le dijeron; usted comprende, muchacho, los deberes de la casa real, el parlamento y los jacobitas y cuántas cosas más.

Y Ronan, que muy abiertamente no era ni jacobita ni monárquico ferviente, no necesitaba a nadie que le explicara en detalle el hecho de que el rey tenía pocos deseos de satisfacer el pedido de un lord escocés solitario, sin importar la manera portentosa en la que él contribuía al Tesoro Real.

Habitualmente, Ronan prefería que lo dejaran solo. Habitualmente, nada le convenía más que ser ignorado por el gran apáralo pomposo que era Inglaterra. Como siempre lo había hecho, tomaba estas cuestiones en sus propias manos seguras.

Pero ahora esto. Algún maldito idiota estaba allí fuera para apartar la tierra de su señor, cuando todo lo que eso provocaría sería el ascenso de otro terrateniente, y otro.

Ninguno de ellos tendría la sangre de Ronan. Ninguno de ellos sería descendiente de sirena. Kell se volvería vulnerable; a Kelmere y a su gente los dejarían sin la antigua magia que aún los rodeaba. Su enemigo no podía saber eso, pero hacía de la determinación de Ronan la más inflexible. Aún no estaba preparado para morir. Lo enojaba bastante que alguien más decidiera que lo estaba.

Incluso sabía el nombre de su adversario: Lamont, el hijo de un viejo rival, un lord menor con tierras que no estaban lejos de las suyas, una flamante esposa bonita, y muchas deudas. Lamont, quien había desaparecido, de una manera poco práctica, el mismo día en que Ronan se enteró de su nombre de boca de aquellos gamberros de Edimburgo.

Todo eso lo llevaba de regreso a esa noche amarga, lejos de casa, el golpe firme de los cascos de su caballo sobre los adoquines, el brillo débil de los faroles de vela que bordeaban las calles de Londres. Sus hombres lo rodeaban, tan feroces como la guardia de las Tierras Altas, como cualquiera esperaría, vestidos con capas tradicionales, espadas escocesas y puñales.

El mismo Ronan llevaba una pistola junto a su espada. Había vivido lo suficiente como para confiar de manera razonable tanto en lo viejo como en lo nuevo.

* * * * *

—Error —espetó Che Rogelio con el tono de un profesor que no logra superar la decepción por el fracaso de su alumno preferido—. Cometiste un error.

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