La última sirena – Shana Abe

La extrañaba. Los extrañaba a todos. Y cuando ella volvía (siempre volvía) le traía noticias de su viejo hogar: hambre, guerra, devastación. Plagas, invasores e incendios forestales. Pero nunca sabía si algo de eso era real. Nunca sabía si debía confiar en ella, si era verdad o era un truco. Eso lo enloquecía, el no saber.

Hijo mío —lloraba el mar.

Una noche no pudo soportarlo más. Mientras su esposa dormía, se inclinó, casi sin pensarlo, y rompió la cadena de su cuello, la que lo ataba a ella.

En un instante sintió el poder de lo que había hecho, el peligro, una liberación embriagadora. Había roto más que una cadena de plata. Había roto su juramento. Su corazón saltaba y se detenía y volvía a saltar.

Los ojos de ella se abrieron, su mano se levantó.

Con rapidez, antes de que pudiera tocarlo, antes de que pudiera detenerlo, él abrió el relicario. Ella gritó. Fue un sollozo fatal.

Kell sintió que la respiración dejaba su cuerpo. Se sintió caer, caer y ahora se daba cuenta (ay, demasiado tarde) de que había roto demasiado. Había roto el bravío corazón de la sirena…

Capítulo 1

Londres, 1721

Era un chaleco sumamente fino, seda color limón adornada con brocado que con la luz adecuada dejaba ver lirios, botones de azabache brillante y un forro de satén francés. Había logrado obtenerlo de una viuda desesperada a un precio extremadamente bueno y estaba, desde entonces, bastante contento con él. Cuando una camarera medio cansada se inclinó demasiado cerca y lo tocó ligeramente con la espuma de una jarra de cerveza, la golpeó de un revés para arrojarla hasta un rincón.

La muchacha quedó tumbada allí, con el rostro enrojecido y los tobillos que caían blancos contra el suelo de madera.

El hombre se volvió hacia su acompañante y continuó la negociación. Las conversaciones no disminuyeron en la taberna.

Con lentitud, la camarera volvió a ponerse de pie, se mordió el labio mientras le temblaban las manos. Él la miraba de reojo, el modo en el que sus pechos se tensaban contra el corsé humedecido al inclinarse para levantar la jarra de cerveza vacía. Ella le lanzó una breve mirada de indignación, de temor. Luego, agachó la cabeza y desapareció dentro de la despensa detrás de la barra.

Interesante.

Imaginaba que la seguía dentro de la despensa. Imaginaba que la encontraba allí, sola contra los barriles, las carnes ahumadas y las jarras de ginebra barata. Imaginaba que tomaba aquel corsé y rasgaba de un tirón los cordones deshilachados, sus pechos libres, pálidos, por supuesto, porque la joven era inglesa, piel pálida con pezones ingleses rosados y ella gritaría, aunque él la detendría. Le pondría la mano sobre la boca y la obligaría a retroceder contra los barriles, sus dedos firmes sobre ella, los ojos de ella muy abiertos…

¿De qué color serían? Verdes, pensaba, o tal vez grises.

Verdes, sí. Un verde suave y temeroso.

Imaginaba que la hacía suya allí mientras la pellizcaba y la manoseaba hasta que gimiera bajo de la palma de su mano. Llevaría hacia atrás sus faldas. Sería cuidadoso entonces, porque sus faldas estaban sucias y a él también le agradaban bastante sus pantalones de terciopelo. Y vería aquellos talones otra vez, las medias de estambre subidas hasta los muslos, las ligas para desatar.

No, no para desatar. Las dejaría, encontraría la carne a su alrededor y por encima de ellas, muslos desnudos y regordetes que nunca habían visto el sol, nunca habían sentido una mano noble…

Entonces lo odiaría de una manera bastante violenta, lucharía, pero en realidad sólo era una niña y él, un hombre. Era un señor y ella, simplemente un objeto. Por un momento, su objeto.

El hombre sonrió ante la idea de que ella se avergonzara. Su rostro guapo cayó en una expresión de placer descuidado, tanto, que su compañero dejó de hablar y se reclinó en la silla, disgustado.

—¿Me escuchó, jefe?

—Desde luego —respondió el hombre—. No me has dicho nada nuevo. ¿Por qué habré malgastado mi dinero en ti?

—Tal vez porque desea seguir con vida —sugirió su compañero, seco—. Eso fue lo que escuché.

El hombre mantuvo su sonrisa perezosa.

—Dime de nuevo, anillo. ¿Por qué te pago?

—Porque sé lo que usted no sabe —dijo el otro sin rodeos—. Porque tengo lo que usted no tiene, jefe, y eso es mis oídos y ojos en las calles. Porque puedo averiguar quién lo quiere muerto, y con urgencia.

—Y aún… no lo has hecho.

—Necesito más dinero. Conozco un tío…

—¿…más dinero? ¡Qué inglés tan codicioso! Estoy consternado.

—.. .que dice que conoce al hombre contratado para el trabajo. Un extranjero, dice él, como usted, con su perdón, jefe, y hablará por un poco más de dinero.

El hombre suspiró.

—Siempre más dinero. —Terminó lo que quedaba de su cerveza.

La camarera volvió a aparecer. Esa noche trabajaba sola, él lo sabía. La vieja bruja que le había servido la cena se había retirado hacía un tiempo y el hombre, que en apariencia era el propietario de esa casucha deprimente, roncaba junto al fuego de la chimenea.

La joven se había atado la cofia otra vez. Tenía los labios apretados. Su cabello estaba desempolvado, era largo y negro; no había podido volver a sujetarlo por completo. Caminó casi por el costado para evitarlos. Los mechones oscuros flotaban detrás.

Podía sentir el calor de su antipatía por él, su enojo y él sintió que se volvía insensible.

—Este tío… —dijo el hombre aún mirando a la joven inclinada, encorvada, sirviendo, con el sudor brillando en su piel—. ¿Estás seguro de que sabe quién es el asesino?

—Sí. Si él no lo sabe, nadie lo sabe.

—¿Y estás seguro de que te lo dirá?

—Con… —dijo el compañero— la persuasión adecuada.

La camarera se enderezó, volvió a menearse, sus faldas resbalaron sobre la pierna de él. Desapareció en la despensa una vez más.

El hombre se puso de pie.

—Haz lo que debas, pero apresúrate. No puedo soportar esta ciudad por mucho tiempo más.

El otro hombre hizo retroceder su silla.

—Sí, jefe. —Tomó la bolsa de cuero que le arrojó, le hizo un guiño e inclinó su sombrero mientras el otro se dirigía hacia el mostrador.

Era más un armario que una despensa, era estrecha, oscura. Y ella no estaba allí después de todo. Dio un paso más dentro de las penumbras. Su visión se adaptaba poco a poco… y, ah, encontró su sombra junto a la pared más distante contra una caja con una mano sobre el rostro.

No había otras salidas.

Registró el espacio estrecho, prestó atención a las voces y oyó sólo el desorden de borrachos detrás de él. El hombre entró al cuarto. Sus talones rozaban con suavidad contra el suelo.

Ella levantó la mirada.

—Un momento, jefe.

El hombre se dio la vuelta con la mano en la espada. Luego, se relajó al reconocer la silueta de su chacal contratado.

—¿Qué sucede ahora? —preguntó con calma mientras comenzaba a desabotonar sus pantalones.

—Hubo una cuestión con una doncella en La Seu d’Urgell.

Más allá de la pronunciación mutilada, el hombre dudó, encontró un brillo de verdadera sorpresa. Tal vez el hombre era mejor de lo que creía.

—¿Sí?

Sintió, de manera extraña, un frío que se filtraba a través de él, un espiral débil de dolor que se elevaba en su estómago. Maldita comida inglesa. Odiaba todo eso. No podía esperar para resolver este asunto y marcharse…

—Una doncella muy joven —dijo el chacal, sin moverse.

El hombre abrió la boca para responder pero se dio cuenta de que no podía. No salían palabras de sus labios (no había sonidos), nada. Llevó una mano hasta el lazo de su chorrera y oyó un jadeo largo y estrangulado que provenía de él.

Sin advertencia, su cuerpo quedó tenso, sus manos apretaban. El último botón de sus pantalones se soltó de un rasgón.

Se puso de rodillas. Se recostó sobre la espalda. Indignante, ensuciarse sobre ese piso mugriento… tocar la gravilla de excrementos de rata y suciedad… su ropa fina… su peluca…

Su brazo se estiró en lo alto sobre él, absurdo, como si ya no estuviera conectado a su cuerpo. El botón arrancado aún estaba en su puño. La sangre comenzó a gotear por su muñeca y a manchar su mano; las uñas arregladas del hombre se clavaron en profundidad en la palma de su mano.

La camarera pasó por encima de él, cogió sus faldas, y se inclinó muy cerca. Él parpadeó. La huella de su mano aún estaba marcada con claridad en su mejilla.

Tenía razón. Sus ojos eran verdes.

Ella sostuvo su mirada y dijo en el español puro y elegante de la tierra natal de él: «El padre de ella le envía sus saludos».

* * * * *

Nyle miraba cómo el pez gordo se sacudía y echaba espuma, veía que sus ojos se ponían en blanco y su rostro palidecía hasta el hueso como una máscara, como un monstruo. Ambos esperaron hasta que el hombre dejó de sacudirse, hasta que las burbujas de su boca dejaron de brotar.

Volvió a mirar a la joven, asqueado a pesar de sí mismo. La cabeza de ella aún se encontraba inclinada. La cofia desordenada se deslizaba de costado. Parecía aún más joven que antes. La curva de sus labios parecía dulcemente dócil ante él, casi compasiva. La luz llena de humo de la entrada la bañaba desde la mandíbula hasta la garganta y dejaba ver la piel suave bajo la suciedad del polvo viejo.

Luego, ella levantó la mirada y encontró sus ojos.

Nyle sintió caer algo frío y muy silencioso en él.

Ella no era joven, no verdaderamente joven. No con esos ojos, fuego crispado, hielo interminable.

Sin quererlo, él retrocedió un paso.

—Por suerte no bebí de esa cerveza —dijo con brusquedad, para esconder sus nervios.

Ella pasó delante de él. En la entrada hizo una pausa y le echó una breve mirada por encima de los hombros.

—No fue la cerveza; fue la carne.

Y se retiró hacia la taberna.

Cuando Nyle salió unos minutos más tarde, a la joven no se la veía por ninguna parte.

* * * * *

La observaba desde la ventana del segundo piso de la tienda del comerciante de telas. A través de la niebla de carbón que atascaba el callejón, ella se movía sin problemas, con confianza. Con pasos de alguien que sabía dónde se encontraba y por qué. No se apresuró, ni se demoró. Un manto y una capucha escondían todo excepto un indicio de su mentón y el extremo puntiagudo de sus zapatos.

Sin embargo, Che Rogelio la reconoció, por supuesto. La conocía de noche o de día, en sueños o despierto. Podía predecir cada uno de sus pasos, cada inclinación de su cabeza.

Llevaba una canasta tejida debajo de uno de sus brazos. El extremo de una pieza de pan asomaba a hurtadillas por el borde. Un truco muy bonito, pensaba él, que no combinaba mucho con las altas horas de la noche de Londres.

Ella mantenía la cabeza baja y los ojos nivelados. El dobladillo del manto se sacudía a un lado con un práctico puño sobre los charcos de lodo y el ocasional mendigo encorvado.

Se detuvo justo debajo de su ventana, giró y volvió sobre sus pasos. Se inclinó ante una pila de trapos… no, otro mendigo. Che vio que una mano salía de los harapos, pálida y demacrada. No pudo ver lo que sucedió después; el manto confundía su visión. En unos pocos segundos continuó caminando y la mano volvió de un arrebato a la oscuridad.

Echó un vistazo de manera bastante obvia hasta que encontró la puerta azul de la tienda del comerciante de telas aunque él le había dicho con precisión donde estaba. No tenía necesidad de mirar. Luego, le hablaría de eso.

Che bajó las escaleras. Sólo una vela iluminaba su camino.

Llegó a la puerta exactamente cuando ella tocó, tres golpecitos, dos más largos, era su código.

—Está cerrado —dijo de todas maneras, porque no le haría daño recordarle los riesgos.

—Soy yo —dijo la voz de ella, muy baja, y él abrió la puerta.

Entró con una ráfaga de aire frío.

—Leila —saludó.

—Padre —murmuró ella.

—Habla en inglés, si quieres. Es más seguro.

—Como quieras. —Cerró la puerta y se dio la vuelta hacia él llevando hacia atrás la capucha.

La luz de la vela salpicaba oro en su rostro, entibiaba su piel. Él conocía su belleza lo suficientemente bien como para no distraerse con ella: la elegancia de sus pómulos, el tinto de sus labios. Exóticos ojos almendra, pestañas oscuras que enmarcaban una mirada de un auténtico verde pálido.

Che Rogelio levantó la vela aún más. Ella no se echó para atrás. Era el permiso para observarla, y así lo hizo.

Tenía la peluca suelta y dejaba ver un mechón de cabello rubio debajo del negro. El corcho quemado de una ceja le había tiznado la frente; el colorete era irregular. Él notó estos defectos en silencio sabiendo que ella ya lo sabía, que le había permitido este momento sólo para satisfacer alguna idea interna propia.

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