La última sirena – Shana Abe

Después de unos cuantos pasos hizo una pausa, tomó aire y recuperó la compostura. Controla el dolor, controla el dolor, ya casi termina, contrólalo…

Había girado por segunda vez en el pasillo cuando sintió una presencia detrás de ella que se acercaba. Io giró y desenfundó la espada. Su mano firme e inflexible.

—Tengo un nuevo plan —escuchó la voz de Aedan en su oído—. Iremos los dos.

Ione se sacudió con fuerza, aterrada. Aedan vio su rostro, sus labios formaron una sonrisa seca.

—Vamos juntos —reiteró—. O no va ninguno. Fue sincero. Permaneció allí, inclinado sobre su bastón, a simple vista de cualquiera que pudiese pasar por allí, totalmente indiferente al peligro. Había más antorchas allí. Estaba bañado en luz, expuesto en su totalidad. Arriesgó su reino y puso en riesgo a su pueblo y su vida, y a pesar de todas las amenazas que padecían y respiraban a su alrededor, Aedan apenas la miraba, inquebrantable.

En algún lugar al final del pasillo, un hombre pronunció un nombre, una respuesta distante.

Io echó un vistazo frenético a su alrededor. Encontró el rincón abovedado de una puerta cerrada cerca y arrastró a Aedan hacia allí.

—¿Estás loco? ¡Ni siquiera tienes una capucha! ¡Te verán en un segundo!

—Intercambiemos las capas —dijo. —¡Aedan!

—¡Deprisa! —murmuró con aquella sonrisa indignante—, La noche no nos esperará y tu guardia no dormirá para siempre.

Más voces, un grupo de mujeres se aproximaba. Más cerca. Luego, se volvieron débiles.

Aedan afirmó los hombros contra el muro al igual que un hombre con paciencia ilimitada.

—Te asesinarán. —La ira que sentía la volvió imprudente; tiró con fuerza del gancho de su capa para cerrarla.

—Todos lo dicen. —Aedan ya se había quitado la suya, había hecho a un lado los dedos de Ione y había soltado el gancho él mismo—. Y sin embargo, sé que tengo muchas ganas de vivir.

—Toma. —Le entregó la capa. Aedan la tomó, la agitó y todo se volvió negro a su alrededor, tenso. Por alguna razón, encendió su temperamento una vez más. Io cerró los ojos con fuerza y sacudió la cabeza.

—Ambos seremos asesinados.

Oyó el ruido de su bastón contra la puerta. Aedan la acercó con ambas manos, deslizó sus dedos por el cabello y presionó su mejilla contra la sien de Ione e ignoró su silenciosa protesta.

—No si regresas al…

—No seas tonto. —Pero su caricia fue como la seda, un dulce brillo en todo su ser y se inclinó sobre él a pesar de su disgusto. Las manos de Aedan recorrieron la espalda de Ione; la cubrió con la húmeda capa y la cerró alrededor de ella. Después, Ione llevó sus manos a los labios de Aedan.

Ella retrocedió; él le cubrió la cabeza con la capucha.

—Sígueme, sirena —dijo Aedan y salió al pasillo.

* * * * *

La criada caminaba detrás del séquito real con la mirada fija en la cola del vestido de la reina. Era un vestido nuevo, un regalo del pueblo de las Islas del Norte y le molestaba ver cómo el borde que alguna una vez fuera de un inmaculado marfil, se tornaba gris y sucio y polvoriento.

Agua fría, pensó la criada. Agua alcalina. Eso podría funcionar. O no, no agua alcalina, demasiado agresivo para una tela tan fina. Entonces, jabón vegetal, sí. Jabón vegetal y, quizás, leche. Toda la noche.

Los pasos de la reina eran constantes y uniformes en el vestíbulo. No caminaba con prisa; los años en la corte y su criada le habían enseñado las virtudes de un paso pausado. Sin embargo, Caliese guiaba a ese grupo de extraños y cortesanos, siempre apenas adelante del resto, asentía, escuchaba, hablaba con voz suave, tan suave que los hombres alrededor debían inclinarse para oírla.

El líder de los sajones hizo una reverencia tan cerca de la reina que su brazo se levantó para no perder el equilibrio y la palma de su mano rozó la espalda de la reina. Fue una caricia más ligera, más veloz, íntima.

La criada retrocedió un paso más. No le agradaban aquellos hombres a los que la reina entretenía con sus palabras. No entendía por qué la reina soportaba sus caricias. No le correspondía juzgar… pero era la niña de Kelmere. No confiaba en los sajones, sin importar todo lo que sonrieran o alabaran la fortaleza o juraran pelear contra los pictos.

Eran hediondos. No se afeitaban. Había oído del primo de su primo que preferían beber sangre natural que aguamiel.

Pero la criada valoraba su posición; ella era las manos de la reina y también su paz, evitaba la mirada de los extraños, mantenía sus labios sellados.

Su paso imitaba el de la reina con precisión. Era su segundo ritmo para ella, algo aprendido, una rutina. Ya no tenía que pensar más en ello.

Jabón vegetal. Iría a buscar el caldero ella misma tan pronto como llegaran al gran salón y la despidiera. También buscaría agua alcalina, por las dudas…

De pronto, la reina se detuvo; de repente su voz se silenció. La criada se detuvo también, sin poder pensar, y levantó la vista para ver qué había detenido su marcha.

El fantasma del príncipe asesinado estaba delante de ellos, con una capa con capucha diabólicamente negra; con ojos ardientes y un rostro salvaje, miraba fijamente a su hermana, a la reina.

Años de entrenamiento no la abandonaron. La criada batió las palmas sobre su boca para reprimir el grito y se desmayó en el lugar.

Capítulo 17

Io vio que el rostro de la reina estaba lívido. Hubo una pausa sin prisa en ese momento, una sensación de estar en el sueño de otra persona, donde nadie se movía y nadie respiraba y nadie se animaba a hablar. Sólo estaban esos seres humanos delante de ella, conmocionados, sorprendidos y rencorosos, delgados como figuras de madera dibujados en la arena.

En la parte superior de la pared que estaba junto a ellos, como si fuera un diseño hecho a propósito, se filtraba un pequeño cuadrado de luz desde una ventana, un derrame de un gris borroso en el salón.

Una gran desesperación inundó a Ione y no pudo moverse del lugar en que se encontraba. Después de todo lo que habían arriesgado, todo lo que habían planeado, iban a morir allí. Los tres, Io, su amor y su bebé. Iban a morir allí en aquel sencillo pasillo de piedra, lejos de toda clase de ayuda. Las barracas, con seguridad, no estaban cerca de aquel lugar.

Lo siento, pensó, una oración sin rumbo para su hija. Lo siento.

Detrás del séquito de la reina se oyó un ruido sordo, lo vio un destello de faldas, una mujer cayó al suelo pero eso fue todo. Ninguno de los hombres de la reina se volvió para ayudarla.

—Caliese —dijo Aedan finalmente, con voz baja y temerosa.

—No —respondió con informalidad y se volvió al sajón que tenía a su lado—. Me dijiste que había muerto. —Volvió a mirar a Aedan—. Estás muerto.

—Te amaba. —Un profundo y rezagado dolor llevó sus palabras—. Por Dios, Caliese, siempre te he amado. ¿Qué has hecho?

Sólo negó con la cabeza.

—Steffen —dijo la reina con un pequeño rastro de risa—. Me dijiste que había caído en el pozo. Me dijiste que había muerto.

Steffen, según Ione, era el jefe de los sajones de la vez anterior, el comandante de sonrisa enfermiza. No quitó los ojos de Aedan.

Debajo de su capa, Ione encontró la empuñadura de la espada de Morag. Estaba lista, sedienta de sangre. Podía sentir el poder del frío helado en su mano.

—Mi señor —dijo con voz temblorosa uno de los ancianos—. ¡Mi príncipe! ¿Cómo puede ser?

—Sí —dijo el sajón, con el esbozo de una sonrisa—. Ciertamente, ¿cómo puede ser?

Io tenía una sola respuesta para eso.

—Magia —dijo y dio un paso hacia la luz, junto a Aedan.

Un brillo tenue de incomodidad apareció en el rostro del sajón. Le dio gusto a Ione ver cómo la seguridad del sajón comenzaba a estremecerse, aunque fuera por un instante. Forzó una sonrisa, más tenue que la anterior.

—Y usted —dijo con placer, luego cambió de idioma—. ¿Otro rescate pequeña palomita? Me temo que tendrá menos éxito que la vez anterior.

—No busco éxito —respondió Io, para que todo el resto pudiera comprender lo que decía—. Sólo justicia. Y creo que deberías tener miedo a eso.

Los excedían en número. Más de una decena de hombres rodeaba a la reina, sajones, con seguridad, pero quizás no todos ellos. El anciano de antes había llamado a Aedan «príncipe». Había otros tres detrás de él, vestidos casi del mismo modo. Quizás fueran leales a Aedan…

Ione no podía confiar en eso. El hombre que daba las órdenes golpearía a Aedan primero; ella sería su defensa. Sus dedos se volvieron tensos en la empuñadura.

—Fergus —dijo con un chasquido que sobresaltó a todos—. ¡Gannon! ¡Niall! ¿Se aliaron a esta inmundicia?

Uno de los ancianos trastabilló cuando dio un paso adelante.

—Milord nosotros… dulce señor, los sajones vinieron a combatir a los pictos, a los pictos que nos atacaron. ¡Usted, usted recuerda la batalla… milord!

—Sí, la recuerdo. —Miró al sajón con brillante intimidación—. Esa batalla y otra. Y me acuerdo de usted.

El otro hombre asintió con la cabeza. Sus ojos se posaron en Io, de nuevo en Aedan.

Perdón, pensó Ione, fría y lista. Ah, mi amor.

—Una derrota convincente aquel día —dijo el sajón en voz alta—. Un placer para nosotros, asesinar al príncipe de las islas, verlo sangrar en el barro.

—¿Qué? —Quedó boquiabierto uno de los hombres.

Ven a mí, pronunció el sajón a Ione. Ven, princesa.

—Sí, y ¿lloraste por mí, Caliese? —demandó Aedan—. ¿Lloraste en el hombro de nuestro padre y murmuraste dulces mentiras? ¿Le contaste cómo vendiste tu alma al enemigo?

La reina negó con la cabeza una vez más, sus manos flojas a un costado del cuerpo. Parecía que en cualquier momento se uniría a la mujer que yacía en el suelo.

El cuadrado de luz natural comenzó a ser más y más tenue.

Princesa, pronunció el sajón. Último ofrecimiento. Ven.

Tenía la mano levantada, suspendida en el aire. La empuñadura de su espada brillaba a la luz de la antorcha.

—¿Lo asesinaste? —Aedan comenzó a moverse hacia tu hermana—. ¿También lo asesinaste?

—No. Yo te protegí. —La reina estaba completamente pálida, su rostro, su vestido, su cabello, una niña vestida de un blanco real—. Estabas vivo. Me lo juraron. Te envié lejos, para tu seguridad.

—Tus hombres —dijo Aedan—. El bote.

—¡Para protegerte! —Caliese temblaba en ese momento, su falda se agitaba—. ¡No tenía tiempo para hacer planes!

—¡Ay, Caliese! —dijo en voz baja—. ¿Protegerme de quién? Mi verdadero enemigo eras tú.

—No. ¡No! Yo…

—No entiendes…

—¿Por qué?

—Él me ama —exclamó, desafiante—. ¡Seré la reina!

El sajón echó una mirada sutil a su derecha. El hombre detrás de él asintió con un pequeño movimiento. Sus dedos avanzaron lentamente a su cintura.

—Reina —murmuró Aedan—. ¿Es en esto en lo que te has convertido?

Alguien, una sombra al final de la muchedumbre, separado del grupo, se perdió por el pasillo con pasos silenciosos.

—Nunca quise lastimarte —dijo la niña, casi en una plegaria—. Debes creerlo.

—Pero me enviaste a Kell. —Aedan corrió hacia atrás la capucha, su rostro frío y sombrío—. ¡Caliese! ¡A Kell!

—¡Fue todo lo que se me ocurrió! ¡No tenía tiempo!

Más allá de la conversación, el sajón posó su mirada en Ione. Había una sonrisa allí, astuta. Le guiñó un ojo.

Demasiado tarde, pequeña palomita.

—Milord —balbuceó uno de los hombres de Aedan—. Milady… ¿de qué hablan?

—Traición —dijo Aedan con frialdad—. Asesinato y traición. Aquí están los pictos, Niall; nunca fueron pictos. Fueron sajones los de la emboscada. Estos sajones comandados por mi devota hermana.

Deshonra, formas inciertas, un peligro creciente. El hombre llamado Niall renegaba de su desconfianza, sus palabras se hicieron añicos y lo estrangularon. Sus manos titube aron en el aire, revolotearon. Era frágil y delgado y anciano. Era completamente vulnerable.

Detrás de él, el pequeño parche de luz color púrpura se tornó aún más oscuro.

Io comenzó a perder concentración en lo que sucedía, distraída por la mirada ávida del sajón y el movimiento de la espada de Morag. El tiempo avanzó lentamente, pesados golpes, apáticos. Los humanos parecían moverse y hablar con exagerada deliberación, dispuestos alrededor de ella como figuras en una obra de teatro griega: la niña reina que temblaba como una hoja bañada en nieve. El sajón miraba de modo lascivo, a punto de escupir sangre. Un gran número de hombres en el pasillo, un alborozo en penumbras de pies y rostros, que se acercaban muy lentamente. Aedan lleno de pasión, sus palabras perdidas, una onda de sonidos ásperos debajo del latido de su corazón y el único pensamiento que la rodeaba en ese instante.

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