Con cautela y sigilo, salió a la superficie, sus manos asidas con fuerza de la roca. No se oyeron gritos, ni aparecieron cabezas en el aro de luz sobre ella. La quietud perfecta. No había nadie excepto ella en todo ese mundo desquiciado.
Io ajustó la vaina, enterró sus dedos en la argamasa y comenzó el largo ascenso por las paredes del pozo.
* * * * *
Aedan esperaba en los acantilados donde la salida secreta de Kelmere estaba oculta, en cuclillas y escondido, entumecido por el frío, contemplaba la niebla y la extraña suerte de su vida.
Un bebé. Con Ione.
Aedan se frotó las manos. Su aliento se congelaba. Después de todo ese tiempo, un bebé. Un hijo de una sirena.
Por Dios. Nada era simple.
* * * * *
Le llevó más tiempo del que había calculado trepar las paredes. Había descansado durante su estancia en el campamento, pero no había sanado del todo; el descanso no podía superar la pérdida de la magia de Kell. El descanso no podía amainar su lenta muerte.
Pero lo logró, avanzó lentamente, paso a paso hasta que al final llegó, sin aire, a la cima; la yema de sus dedos sangraban y los pies le latían.
En un principio pensó que la habitación estaba vacía.
No oía nada más allá del agua del río, ninguna conversación, ninguna pisada, ninguna respiración. Io esperó un poco más de todos modos, y se esforzó por escuchar, hasta que tuvo que moverse o dejarlo pasar.
Con un gruñido silencioso, subió por el borde, primero una pierna, luego la otra que colgaba de costado. Se puso de pie y miró con rapidez todo el recinto, directamente a los ojos de un hombre sorprendido y, que paralizado, la miraba a no más de cinco pasos de distancia.
Llevaba una espada y la vestimenta de un guardia, de Aedan o sajón, no podía decirlo.
—Mis saludos cordiales —intentó decir Ione, sin aire. Apartó su cabello para mostrar sus senos—. Mi amo me ha enviado a ti.
El hombre quedó con la boca abierta, floja. Ione se acercó con pasos lentos mientras con su mano acariciaba la curva de su cintura, la modesta hinchazón de su abdomen, rizos rojos debajo.
—Pensó que necesitas diversión, buen señor. —Mantuvo su tímida sonrisa—. Un poco de… recreación.
Sin embargo, el tonto no habló. Io se detuvo justo delante de él y se preguntó cuál sería el mejor modo de proceder mientras el rostro del hombre se sonrojaba y miraba atormentado su cuerpo.
—¿Cómo…? —pronunció y tosió para aclarar su voz —. ¿Cómo se las arregló para…?
Fue todo lo que necesitó escuchar. Con un golpe rápido y brutal le dio un revés que lo hizo caer y la cabeza golpeó la piedra, Io tomó su espada y presionó su pecho, pero el guardia no se movió. Lo pateó para estar segura. Nada.
—Sajón —profirió en voz baja y se alejó.
Aedan le había descrito la piedra que necesitaba encontrar con exhaustivo detalle: debajo del séptimo escalón, cuatro líneas más arriba, dos a un costado. La esquina izquierda astillada, la apariencia de un zorro que muestra sus dientes en una mancha cerca del suelo…
Allí. Lo tenía. El zorro, astillado… Presionó la esquina izquierda, luego la parte inferior derecha y la piedra del zorro se aflojó lo suficiente como para revelar el picaporte debajo.
Y luego, una puerta se abrió, puntiaguda y estrecha, piedra molida contra piedra. Se deslizó por la abertura hasta que encontró el otro picaporte dentro, para cerrar la puerta.
Io se volvió y corrió a gran velocidad y a oscuras por el pasillo.
Capítulo 16
Las nubes se habían abierto y la lluvia caía cuando llegó a la roca falsa que marcaba el final del túnel. Giró el picaporte, siguió sigilosamente por la nueva entrada y busco hasta que lo encontró, una sombra contra los árboles y la maleza, el perfil de un caballo adormecido, con la cabeza gacha, detrás de él.
Aedan la vio y avanzó con rapidez. El agua le había oscurecido la capa y la piel le brillaba. Sonrió en la oscuridad; la llenó con una calidez insólita.
—Bien hecho. Ya había comenzado a considerar diversos modos de embestir la puerta.
—Me complace complacerte —dijo entre dientes—. Pero hay al menos un sajón detrás de mí que está despertando y preferiría no escuchar cuando llame a sus compañeros.
Su buen humor se desvaneció.
—¿No lo mataste?
—No.
Las cejas azabaches se arquearon en un gesto de incredulidad. La lluvia salpicaba sus pestañas y dibujaba una poderosa mirada color palta. Io le devolvió la mirada.
—No está en mi naturaleza matar seres humanos —aclaro e hizo un gesto con la mano hacia el túnel—. Adormecemos a las personas, las salvamos. No las destruimos con deliberación.
—Demonios… —Pasó a través de la abertura y se comprimió en el pequeño espacio detrás de ella, luego se detuvo—. Estás lastimada. ¿Qué sucedió?
—Rasguños. Sanarán.
—Estás sangrando, Ione. Sabía que no tendría que haber permitido esto. Lo sabía y dejé que de todos modos sucediera.
—No permitiste nada, escocés. Yo misma escogí mi propio sendero y siempre lo he hecho.
—Bien, lo sé —murmuró.
La calidez anterior había cambiado con rapidez; su honesto y encantador rey la irritaba y hubiera discutido mucho más, pero Aedan dio por finalizado el altercado.
—¿Quieres decir que antes no hubieras usado tu daga con los sajones?
—No pude.
—¿Por qué diablos no?
—Está prohibido.
—¿Por quién?
—¿Perderemos nuestro preciado tiempo discutiendo aquí? —Io pasó a su lado, encontró el cerrojo y cerró la puerta—. ¿O prefieres salvar tu reino?
El túnel se hundió en la oscuridad.
—Dulce María —blasfemó Aedan con una voz que retumbó—. Fuiste totalmente convincente. Pensé que los destriparías como a un pez en cualquier momento.
—Eso —lo tomó de la mano— era lo que quería que pensaran.
Ione lo guió de regreso a la fortaleza.
La siguió a ciegas porque eso era todo lo que podía hacer, llevar la espada, el bastón y las vestimentas de Ione, su mano, fría. Ione no se detuvo, no vaciló, aunque le pareció que respiraba con mayor dificultad, una débil dificultad en cada respiración. Aedan quería disminuir el paso pero sabía que no lo harían; tropezó con una roca en desnivel y luego con una raíz. La pierna lastimada comenzó a dolerle y con el tiempo, se le entumeció. Pequeña clemencia, al menos no tenia que preocuparse por la herida.
El Pasadizo del Rey. Aedan lo había conocido por su padre, quien lo había aprendido del suyo, y ése del suyo, generaciones anteriores, en la niebla de los antiguos recuerdos. Una cueva transformada en túnel; no tenía entrada a Kelmere, no era un punto de debilidad que los invasores pudieran descubrir, sólo tenía una salida, una última salida de esperanza para su líder y su pueblo cuando la batalla hubiera terminado y la fuga fuera la única respuesta posible.
Nunca se había utilizado en la guerra. Sólo existía en la montaña y en la imaginación de los hombres que lo conocían, padres e hijos, de rey a rey.
Aedan había planeado romper con la tradición. Se la mostraría a su heredera, a su hermana. Alabado sea el destino que no le permitió encontrar el momento oportuno para hacerlo.
Llegó a pensar que Caliese no sería más su heredera. Sintió ganas de reír pero las reprimió.
Siguieron y siguieron. No recordaba que el Pasadizo fuera tan largo. No podía imaginarse a él mismo guiando la gran masa humana de Kelmere a través de esa cruenta oscuridad. Dios quiera que fuera así.
Al final del pasillo, se detuvieron. Ione quedó detrás de Aedan, una mano sobre la roca de salida, escuchó, planeó, en caso de que el sajón que había sorprendido Ione se hubiese despertado. Pero no se oían ruidos que viniesen más allá de la pared, ningún sonido más allá de la acostumbrada letanía de Infortunio al recordar que allí había estado encarcelado. Se preguntó, no por primera vez, quiénes serían los otros malditos prisioneros.
No era el momento para preguntárselo. Aedan soltó el picaporte y abrió la puerta.
El sajón, aparentemente, estaba sólo en sus tareas, al menos por el momento. Yacía en el piso donde Ione lo había dejado, con la boca abierta y una expresión similar a la que Aedan había tenido cuando vio a Ione por primera vez. Io se inclinó y le cerró la boca. Cuando se incorporó, Aedan la miraba fijamente una vez más.
—¿Milord?
—Vístete —dijo, y le entregó el vestido de algodón. Sus dedos se rozaron; un crepitar de tensión los conectó, bien apartados del peligro del momento. Ione sonrió; no pudo evitarlo. Era tan feroz y estaba tan decidido a no dejar de mirarla.
—Llegará al final de la primavera.
—¿Quién?
—Nuestra hija. Pero mientras tanto, no tendremos que preocuparnos por si la inquietamos. Somos bastante fuertes. ¿Sabes?
Aedan parpadeó. Un lento rubor comenzó a cubrirle las mejillas.
—Quizás deberías atarlo —sugirió Ione, después de un instante, mientras señalaba al sajón.
Aedan se agachó y buscó la soga que habían llevado.
—Vístete —le ordenó una vez más, sin mirarla—. Por Dios, hazlo rápido.
Las prendas de vestir se acomodaron sobre ella con pliegues familiares, el vestido, las botas, la espada otra vez. La capa con capucha, de un negro apagado, una combinación calculada según la vestimenta de los otros que caminaban por esos pasillos.
Juntos se aproximaron a las escaleras. Aedan hizo un gesto sin hablar y subió; Io lo siguió. El dolor aún estaba allí, una grieta que crecía por dentro; por fuera, estaba su corazón que latía, su esperanza, su convicción.
Un paso a la vez, suave, ligero, mientras se abrazaban a las paredes. Io no podía ver más allá de los hombros de Aedan; no necesitaba ver. Sabía lo que les esperaba arriba. Con la espada en la mano, sólo quedó detrás de Aedan y dejo que él se encargara del guardia.
Dejó el cuerpo sobre la plataforma cercana a la puerta, protegido de la ventana con rejas. Io enfundó nuevamente la espada y se acomodó la capa mientras miraba a Aedan. Manos veloces. Cabello negro que brillaba como el oro debido a la antorcha que había encima de él. Aedan la miró, como tallado con la luz.
Sin decir una palabra se enderezó, llevó la capucha sobre su cabello y se acomodó una mecha detrás de la oreja. Permanecieron allí un instante, en silencio, las manos de Aedan sobre los hombros de Ione, la sostenían con fuerza como si no quisiera dejarla ir. Respiró profundamente, abrió la boca y la volvió a cerrar. La frustración brilló como calor en sus ojos.
—Si alguien te llegara a ver… —Su voz fue un murmullo carente de matices.
—Nadie lo hará. Nadie, excepto tus hombres.
—No deben reconocerte.
—No lo harán.
—Ione —exhaló, descendieron juntos dos escalones más, lejos de la antorcha y de la puerta con ventana—. Cuando acepté hacer todo esto, pensé que podías defenderte sola. Es una locura seguir adelante. Quédate aquí. Iré yo en tu lugar.
—Puedo defenderme sola muy bien, como sabes. No puedo matar. Eso es todo.
—Eso es todo —refunfuñó—. Un detalle trivial que olvidaste mencionar.
—No lo olvidé…
—Lo sé. Nunca lo pregunté. Tengo un plan, tengo un bebé, no puedo matar. Escúchame, por todos los cielos. —Su tono de voz se había vuelto más brusco; lo abandonó de nuevo —. ¿Hay algo más que no me hayas dicho aún?
Lo consideró e inclinó la cabeza.
—¿Con respecto a Kelmere?
—Sí—dijo—. Con relación a Kelmere.
—No.
—Bien. Quédate; mejor aún, vuelve al pozo. Saldré pronto.
—No. —Lo tomó por el brazo—. Me corresponde a mí. Los hombres de tu hermana no me reconocerán. A ti te conocerán de inmediato. Sabes que tengo razón.
Para ese entonces ya estaba indignado; desgarrado entre la protección y la simple razón. Ione vio la pelea en su interior, esperó que la verdad ganara. Sus dientes estaban inmóviles y sus ojos tenían ese brillo que había visto una vez, en Kell, cuando le había dicho que no tenía nada para ofrecerle.
Ione lo comprendió. Conocía su corazón y lo comprendió.
—Puedes hacer buen uso del tiempo —propuso—. Intercambia las prendas de vestir con el sajón. Sólo como precaución.
Mientras Aedan miraba, con agresividad, al hombre mucho más pequeño que yacía cerca de su pie, Ione se acercó aún más y le habló a la altura de su garganta donde el latido de su corazón era fuerte.
—Recuerdo algo más, escocés. Creo que olvidé de decirte que te amo. Pero ya lo sabías.
Ione se dirigió a la salida. Aedan la vio partir, con rostro de piedra, lamido por las sombras que cambiaban. La cerradura era sencilla y pudo romper el picaporte con facilidad. Ione salió y cerró la puerta que los separaba, con cuidado.