—Ella los había salvado de una tormenta, pero el barco estaba averiado y ella… lastimada —¿Era su voz, tan débil y tenue?—. Y después, la cazaron. La persiguieron y la asesinaron por placer o por revancha. No lo sé.
Aedan sólo la miraba. El sol brillaba detrás de él. Io estaba ciega, sentía una punzada en los ojos y miró hacia el suelo, al pasto seguro y el brezo a sus pies.
—Era joven entonces —dijo—. Los vi. Tenían arpones. Redes. No pude detenerlos.
—Nunca me lo contaste.
—Lo hubiera hecho. —Rozó el brezo con el dedo del pie, vio como temblaban las hojas secas—. Te lo hubiera contado si me lo hubieras preguntado.
—Querida. —Su tono de voz fue grave, como el de Ione—. Mi dulce amada…
El frío rey había desaparecido. Allí estaba su amante una vez más; valorado y querido e Io no supo si ella se había acercado a él o él a ella, pero de pronto, estuvieron acariciándose, sus cuerpos próximos, y Aedan se sentía cálido y sólido y sus brazos, fuertes. Ione apoyó su mejilla en el pecho de Aedan.
—Pero puedo detener a los sajones. Tengo un plan. Los detendré.
—Ione…
—Lo haré.
—No sin mi ayuda —prometió Aedan.
Capítulo 15
Ione estaba muriendo allí. No podía quedarse.
Su corazón lo había sabido desde un principio, que ella y Aedan estaban destinados a vivir separados. Ninguna fuerza sobre la tierra le permitiría sobrevivir fuera de Kell; ella era parte de la isla; había arena en sus huesos, sal en su sangre. Alejada de su hogar, se había convertido en una sombra, despreciablemente débil y temerosa.
Sí, temerosa. Porque también sabía que ninguna fuerza del cielo le daría la paz necesaria a Aedan para que viviera en Kell. Se irritaría y ardería y se exasperaría hasta escapar una vez más, como lo habían hecho todos. Ella no lo había comprendido del todo hasta ese momento. No había comprendido el poder del mundo de Aedan, un lugar de antorchas y príncipes y ciudades de piedra. Estaba enraizado allí, al igual que ella a su isla y negar el legado que poseía Aedan era impensable.
Y qué legado. Líder de hombres, comandante de ejércitos, de guerreros, de mujeres en máscaras endemoniadas, de ballestas y ataques furtivos. De alguna u otra manera recuperaría su reino. Implacable como la ola contra la que lucharía para recuperarlo hasta que triunfara. O hasta que muriera.
Le había mentido una vez más: no creía que la maldición lo hubiera dejado ir. No creía que el precio del amor fuera tan ligero; Io conocía bien la canción de su bisabuela. Todavía no se había cumplido en ellos.
Sólo podía esperar, esperar que fuera el tiempo necesario.
Era casi ya el momento de partir. Io esperaba a un lado del campamento mientras los hombres y las mujeres rodeaban a su rey, lo abrazaban, besaban su espada. Ione miró entre sus pestañas, en silencio y apartada, la neblina del comienzo del día se desplazaba por la vegetación para cubrirla con su blanca túnica.
Aedan permaneció firme en el remolino de gente, revisó sus armas, sus provisiones. A Ione le parecía varado, una solitaria pincelada de vida verdadera en medio de figuras fantasmales y árboles. La neblina se había formado al amanecer y no se había ido aún; al atardecer, caería una lluvia helada y resbaladiza.
Al atardecer, sabrían de algún modo si el triunfo sería de ellos y la lluvia apenas importaría.
Aedan se volvió para mirarla. Sus ojos la buscaban, al tiempo que una red de neblina se desplazaba entre ellos. Por un instante, la imagen que vio le causó escalofríos; Aedan era un fantasma, blanco y vacío. Io miró hacia otro lado.
El miedo que sintió por él la arrebató, acechó con fuerza su corazón y le quitó el aliento. Arriesgaría lo que fuera para salvarlo. Kell, su vida. El tiempo era poco y su fuerza estaba disminuyendo y arriesgaría lo que fuera.
Abría y cerraba las manos. Los dedos le dolían del movimiento.
—En la playa, los espera un bote —dijo una voz detrás de ella. Io asintió con la cabeza, pero no se volvió para mirar.
—¿Lo reconsiderarías? —preguntó Morag sobre su hombro—¿Abandonarías lo planeado?
—No.
—Las probabilidades están en tu contra. Con seguridad fracasarás.
—Que así sea, entonces.
Morag dio un paso adelante.
—Debía preguntártelo.
—Lo sé.
Aedan escuchaba con atención a alguien que le hablaba. Una mano tomaba la espada por la empuñadura. Dio una respuesta; el hombre delante de él negó con la cabeza, se arrodilló y tomó la mano de Aedan y la llevó a sus labios.
—Lo amo —dijo Morag, mientras observaba junto a Ione—. Siempre lo he amado. Ha sido mi héroe. De niño, me rescataba del ataque de dragones imaginarios. Como esposo, me ha rescatado de… de mí misma. De la opinión de los demás. De la deshonestidad y la desesperación de una vida llena de mentiras. —Miró a Io—. Tú también lo amas. Me siento complacida. Por ambos.
La gente comenzó a hacerse a un lado. Aedan fue hacia donde se encontraban Ione y Morag; su dificultad al caminar, bien disimulada. Una nube plateada a la deriva en su despertar.
Io se inclinó hacia delante y buscó algo en el saco que tenía a los pies.
—Para ti —le dijo a Morag y le dio sus últimas joyas a la esposa de Aedan, la pulsera con piedras preciosas, el lazo de perlas—. Para Sine —agregó, y le dio el cinturón de zafiros también.
Morag contempló las gemas, luego levantó la mirada. Con una mano, desabrochó el cinturón donde llevaba la espada y se la entregó a Io; la vaina se agitó.
—Y para ti.
Ione tomó la espada. Examinó la hoja, pulida y perfectamente recta, luego ajusto el cinturón a su cadera. Era bastante pesada.
—Una última cosa —dijo Morag. Adornada con joyas, enriquecida con el oro, tomó a Ione por el hombro y besó su mejilla. Labios suaves, una calidez delicada, débil, fugaz. Cuando retrocedió, Morag sonreía.
—Es una bendición en mi pueblo —dijo—. Tocar lo mágico.
—Que así sea, entonces.
—Y para ti también.
Aedan estaba allí. Examinó a Ione, el vestido que llevaba puesto, su cabello atado por detrás del cuello, sus ojos posados en la vaina.
—Nos veremos a la noche —dijo a secas, volviéndose a Morag—. Comiencen con la búsqueda si no reciben noticias nuestras. Conoces el plan.
—Sí, milord. Todo está preparado.
—Nos veremos antes del atardecer.
—Rezaré porque así sea.
Aedan tomó el brazo de Ione. Juntos caminaron fuera del campamento, hacia el fantasmal silencio de la neblina que se elevaba.
El bote estaba exactamente donde Morag les había dicho, tapado debajo de hojas y maleza en un recoveco entre los árboles, junto a la costa. Aedan hizo a un lado las mantas que lo cubrían y quitó las ramas sueltas. Ione permaneció de espaldas con los brazos cruzados, la espada en su cadera absurdamente larga con relación a su tamaño. Ya se había quitado las botas y retorcía sus dedos en la arena.
Aedan arrojó las mantas a un costado.
—Yo remo.
—No es necesario.
Comenzó a desajustar el cinturón de la espada. El viento había soltado algunas mechas rojizas que rozaban su rostro; eran brillantes en comparación con el día blanco y deslustrado.
Parecía tan pequeña, casi una niña. En verdad, Aedan nunca lo había notado antes; su corazón latía con fuerza y temió sentir el rencor de Io en su garganta. Parecía tan frágil.
—Yo remaré —dijo una vez más y comenzó a arrastrar el bote por la costa.
—No.
El temperamento de Aedan estalló.
—Maldita seas, Ione, por una vez, ¿puedes escucharme?
—No —respondió, pero las comisuras de sus labios se retorcieron—. ¡No estoy bromeando!
La contracción de sus labios se desvaneció.
—Yo tampoco. Sería inútil desperdiciar tu fuerza con este bote, escocés, llegaré antes y con más velocidad sin ti. No sabemos lo que nos espera, si algo de todo esto sale mal, debes poder pelear.
—Estoy perfecto para pelear —murmuró.
—Con alguien más que yo. —Dejó caer la espada en la arena.
—No tienes que hacerlo.
Ione no respondió, sólo se llevó las manos a la espalda para desatar los lazos del vestido. Quedaron sueltos pero enredados; se inclinó hacia delante y comenzó a quitárselo por la cabeza.
—Sabes que no quiero que lo hagas. —No era una súplica. No se lo suplicaría. Cualquiera podía ver que era una idea horrible, desastrosa. La asesinarían y sería su falta. ¿Por qué demonios no podía entenderlo?
Ione emergió del vestido, gloriosamente desnuda, curvas flexibles y líneas esbeltas, sus brazos en alto. Hizo un balón con la tela y se la arrojó a Aedan, quien la tomó y frunció el ceño.
—Dijiste que morirías si dejabas la isla de Kell. Dijiste que debías regresar. Confía en mí, éste es el momento ideal para que lo hagas.
Ione levantó la espada y la vaina y la colgó de un hombro.
—Ione.
Entonces se volvió hacia él, se inclinó cerca de él y apoyó los dedos sobre el rostro de Aedan. Su caricia fue helada, como siempre; un frío y una calma sobrenatural.
—Mira lo que te han hecho—murmuró—. Cicatrices y magulladuras. Intriga y dolor —habló con lentitud, su voz teñida de una emoción que Aedan no podía mencionar; luego, Ione negó con la cabeza—. No puedes seguir así.
Aedan tomó la mano de Ione y la presionó contra su mejilla.
—Nada de eso importa —dijo con voz clara—. Nada de eso es tan importante como lo es tu seguridad.
—Con la conquista de los sajones, ¿tendrás paz o no?
Se las había ingeniado para sorprenderlo; Aedan rió a pesar de la amargura que sentía.
—Paz. No.
—Tendrás tu trono —insistió—. Tendrás tu reino.
Aedan no podía negarlo. Tampoco lo admitiría, sin poder darle una excusa para continuar con su locura. Ella lo entendió de todos modos y asintió. Sus ojos se entrecerraron.
—Esto es lo que deseo, entonces.
Se volvió para irse. Aedan la sostenía con la mano y la acercó de nuevo hacia él.
—Tienes dos horas. Si no regresas para entonces, iré detrás de ti. ¿Comprendes? Iré detrás de ti, solo, si tiene que ser así.
—Estaré allí. Abriré la puerta.
—Dos horas.
—No necesitaré todo ese tiempo. —Miró con mordacidad su mano. Aedan relajó sus dedos y luego recordó algo.
—Espera. —Desabrochó el collar de plata y dejó que el relicario cayera en su mano—. Tendrías que tener esto contigo de nuevo.
—¿Debería hacerlo? —preguntó con poca seriedad.
—Si contiene mi alma, si contiene alguna parte de mí, entonces… quiero que tú lo tengas.
Ione vaciló. Luego, lo tomó con cuidado con sus dedos largos y pálidos. La plata era un brillo apagado entre ellos. El relicario dio un pequeño giro alegre contra las nubes.
—Quería preguntarte —dijo Aedan mientras veía cómo se ajustaba la cadena al cuello—. ¿Cómo pudiste seguirme después de que dejé Kell? ¿Cómo supiste que estaba encarcelado?
—No lo supe.
—Entonces, ¿por qué viniste?
Ione se alejó de Aedan y sonrió. Sin quitar la vista de la mirada de Aedan, fue hacia las olas y dejó que golpearan sus piernas. Su cintura.
—Había venido a decirte… —Su voz fue dulce, melódica sobre las olas—… que vamos a tener un bebé.
Se zambulló en las olas y desapareció.
* * * * *
No le llevó tiempo encontrar la abertura en la piedra de la isla. Io se transformó en ese instante, por alguna razón, la cola y las aletas reaparecieron y eso significó que podía nadar con mayor velocidad que la última vez que había estado allí. Y la fisura estaba cerca de la costa; lo recordaba muy bien. Se acercó y siguió la corriente de agua dulce hasta que llegó a la base de la roca, el pozo negro delante.
Io hizo una pausa, una mano contra la entrada. Miró hacia la superficie, un cielo de vidrio encima de ella. Dos nutrias gemelas nadaban y jugaban y se dejaban llevar por la velocidad del agua como un par de estrellas fugaces.
Ione volvió a mirar el túnel y entró.
Ahora, todo era más difícil. Luchaba contra el río, no lo aceptaba, y las corrientes eran fuertes. Sin la sal del agua, recobraba su figura humana, la resistía, porque no podía soportarse a ella misma. Al menos, no tenía que preocuparse por vestiduras que la atrapasen. Al menos, no remolcaba un hombre llena de angustia…
Tuvo cuidado con la roca volcánica, pero igualmente le abrió nuevas heridas. No podía permitir que le molestara. No podía disminuir la velocidad. Aedan había marcado un tiempo y confiaba en su advertencia. Iría en busca de ella si fallaba. Su intrépido escocés atormentaría la fortaleza.
Su cabello estaba suelto, una nube rojiza y dorada. Las piernas comenzaron a dolerle, los brazos. La espada pesaba más que nunca. Pasó la bifurcación que llevaba al pozo de la fortaleza, frenó y volvió sobre sus pasos. Sí, era allí. Una mancha gris plomo florecía en las aguas oscuras, una abertura hacia la luz. Se acercó con cuidado y encontró el aro de piedra que distinguía el fondo del pozo y espió por la parte superior. Nadie la miró; sólo estaba el contorno borroso del dispositivo de madera más arriba.