Aedan movió la mano. Mientras sus pensamientos corrían a toda prisa y se desdibujaban, sus dedos se levantaron, encontraron la curva del mentón de Ione y provocaron una cálida caricia. La conocida excitación de Ione recorrió las entrañas de Aedan, piel suave, facciones delicadas, ojos color índigo, y vio que una respuesta se despertaba en ella, vio que parpadeaba, sólo una vez, antes de que su mano se deslizara por su cuello y se inclinara para besarla.
Sí, eso era lo que recordaba, su sabor, su caricia, sus labios sobre los de él, el aliento que compartían. El reluciente cabello de Ione estaba enredado entre ellos, del color del coral, de nubes en un atardecer.
—No me dejes —dijo Aedan; una demanda severa.
—Yo…
La detuvo con otro beso.
—Te necesito. —Contra los labios de Ione, sus palabras fueron sensuales, no fueron de debilidad como había pensado Aedan, sino fuertes, buenas—. No me dejes, te necesito —dijo una vez más y la acercó hacia él, el cuerpo perfecto de Ione encajaba justo en el suyo como debía ser, todo perfecto, allí, predestinado.
Ione emitió el más pequeño de los gemidos y se relajó.
Aedan arrojó el bastón al estanque y se apoyó en Ione, exploró sus labios abundantes, maduros y rosáceos. Oyó un gemido lejano; se dio cuenta de que había sido el suyo. Ione lo abrazó, con los ojos cerrados; ella sabía a frutillas, como violetas. Cada beso parecía liberar algo en Aedan, hacer a un lado sus dudas enterradas, sus preocupaciones ocultas. Sus lenguas se encontraron y Aedan la acercó aún más a su cuerpo, sus manos se deslizaron por la espalda de Ione hasta llegar a su trasero, seductor, debajo de la suave lana.
Ione le besó la garganta, con las manos recorría el cuerpo, sabía dónde hacer las caricias, cómo complacerlo. Cuando encontró su miembro excitado lo presionó, alineó sus piernas con las de él, sus dedos buscaban y friccionaban. Aedan sintió hambre, agudo y urgente, incluso en su sangre. La cogió de la espalda y la llevó con él hacia el suelo, de algún modo más seco y firme; no necesitaba el suelo, incluso las malditas piedras servirían. Ambos gemían, con el aire frío del valle, el mundo verde, agua a sus pies e Ione en sus brazos, Ione en su corazón, en cada parte de su cuerpo, ardiente y codiciada y tan bienvenida…
Lo hicieron sobre una roca. Aedan la forzó a que tomara asiento y empujó hacia atrás la falda, con un movimiento rápido liberó a Aedan de sus vestiduras. No andaban a tientas, no era una posición extraña. Era como si ya hubiesen practicado ese momento en aquel lugar iluminado por el sol, como si lo hubiesen practicado una y otra vez, él apremiante, ella dócil, la roca, una danza oscura y un deseo jadeante. Aedan la penetró, su rodilla contra la roca y las piernas de Ione alrededor de su cintura; las manos debajo de sus muslos, la cadera de Ione levantada, danzaron juntos, se incineraron y se quemaron. Ione quedó sobre la piedra, abrasada por el sol, sus brazos abiertos, sus dedos entrelazados. Era la vista más deseable y exquisita que jamás había visto.
Un profundo placer la recorría. Aedan sintió que Ione acababa, vio como acababa cuando se arqueó y se torció y gritó. Con una perfecta belleza fluyó de ella hacia él. Aedan se ahogó en felicidad, no podía respirar con la rápida fuerza con la que dejó todo su ser dentro de ella.
El descenso fue mucho más lento, un final dulce y tembloroso. Aedan soltó las piernas de Ione para inclinarse hacia delante y cubrir el cuerpo de su amada; las manos de Ione sobre las mejillas de Aedan. Sus ojos permanecieron abiertos mientras se besaban.
Alguien… alguien más… tosió.
—Perdón —dijo alguien desde los sauces alejados. Era Morag. Aedan podía verle sólo los pies, la parte trasera de las botas. Al menos estaba mirando hacia otro lado.
Aedan dijo en voz alta:
—Vete.
—Perdón —dijo una vez más, claramente divertida—. Pero me temo que te necesitamos en este preciso instante, milord. Tu pueblo te espera.
Miró a Ione. El suave beneplácito de su cuerpo había desaparecido y se había vuelto firme una vez más, ágil y controlado. Con un beso final la dejó, se volvió frío y se encerró una vez más.
Ione se quedó allí, apartó el pelo que cubría su rostro y aplastó su falda. Miró a su alrededor, esquivó el pozo, tomó el bastón de Aedan y se lo entregó. Entonces, sin volverse para mirarlo, siguió a su esposa más allá de los sauces.
* * * * *
El encuentro se llevó a cabo en la tienda más grande y aún así estaba atestada de mortales, hombres y mujeres mezclados, de pie, sentados, casi colgados del escaso mobiliario. El olor la sorprendió como un golpe de puño: deseo y miedo, problemas y ambición y una curiosidad tan grande que era casi como indignación.
Pensó en irse. Los asuntos de esa gente apenas le interesaban, pero en ese momento la mirada de la esposa de Aedan se posó en ella, en señal de bienvenida. Io comenzó a abrirse camino entre la multitud, ignoró los murmullos y miradas, luego se dio por vencida y se detuvo cerca de la entrada, donde al menos corría un poco de aire. ¿Nunca podían reunirse fuera, en espacios abiertos y frescos? ¿Qué los hacía tan temerosos del cielo abierto?
Vio a Morag una vez más, su amante junto a ella. Io encogió apenas los hombros; Morag asintió en señal de comprensión, mientras Sine le sonrió. El viejo médico miró hacia otro lado, contrariado.
Incluso en esa masa de cuerpos, Ione podía detectar indicios de la guerra que se estaba gestando: hachas y mazas sostenidas por las piernas; espadas y dagas; el arco de flecha de Morag en la pared detrás de ella, sinuoso, una belleza letal expuesta.
El murmullo crecía y se desvanecía, palabras veloces, ojos estrechos, miles de historias inútiles y especulaciones.
Una sombra se desplegó entre la gente. Alguien nuevo había ingresado en la tienda, estaba allí contra el sol de otoño y la entrada, inmóvil. Todo, los murmullos, el sudor, la inquietud, el parloteo nervioso de la gente, se convirtió en silencio, lo sabía quien acababa de entrar.
Aedan permaneció delante de ellos casi con una postura de guerra, las piernas separadas, una mano todavía sostenía el lienzo de la entrada. En un brillante y veloz momento, Ione lo vio al igual que el resto. No era mortal, ni siquiera era un hombre.
Un dios.
Un rey, alto y delgado y grabado en luz. Cabello oscuro y largo, un rostro duro y alerta, una mirada color plata sagaz que examinaba con rapidez la muchedumbre. No llevaba puesta una corona. No la necesitaba. Nadie que lo viera en ese momento negaría su poder o dominio, incluso con su bastón. La gente prácticamente se marchitó delante de él.
E Io… lo estaba en su poder al igual que el resto. Un extraño orgullo la llenó, verlo allí, una especie de añoranza melancólica. No parecía un hombre que acababa de hacer el amor sobre una piedra del pozo.
Aedan miró los rostros reunidos allí, sus hombros tensos. Ione levantó una mano, los dedos apenas torcidos, atrajo su mirada. Los sutiles y sombríos contornos de Aedan parecieron suavizarse; dio el último paso para ingresar en la tienda y dejó que el lienzo se cerrara detrás de él.
—Bienvenido, Gran Rey —dijo Morag en aquel lugar abarrotado de personas—. Es un honor para todos nosotros saludarlo.
—Gracias —respondió Aedan con voz tranquila y formal.
Morag miró la multitud.
—Como todos ustedes saben, nuestra situación ha cambiado recientemente. Por la gracia de los dioses nuestro rey vive y nos ha sido devuelto. Debemos agradecerle a esta mujer por la incalculable ayuda. —Morag hizo un gesto para señalar a Ione—. Y sé que todos ustedes le demostraran el respeto y la gratitud que se le debe.
Algunos hombres bajaron su mirada.
Morag continuó.
—Los sajones, sin embargo, son la peor amenaza que hemos tenido. Hemos sabido durante meses, y ahora Ione nos los confirma, que se han infiltrado por cada rincón de la fortaleza. Han rodeado a su falsa reina, recorren la corte abiertamente y armados. Con Caliese en su control, podemos estar seguros de que no tardarán en llegar a Cairnmor. Es imperioso que demos el primer golpe y que sea lo más alejado posible de nuestros hogares y familias.
Un coro de respuestas positivas aceptó el comentario y Morag hizo una pausa hasta que la multitud volvió a hacer silencio.
—Sin embargo, debemos recordar una cosa. El pueblo de Kelmere no es nuestro enemigo. Los sajones lo son. Cuando marchemos, tendremos que hacer que vean que nosotros no somos sus enemigos. Y la única manera de demostrárselo es enseñándoles la verdad. —Morag miró a Aedan—. Necesitamos, milord, que nos guíe. Necesitamos que inicie la batalla, mostrarle a su pueblo que está vivo y que su hermana miente.
Aedan la examinó, la audiencia aguardaba, luego dijo:
—Me pide que pelee contra mi propio pueblo.
—No, señor. Sólo contra los sajones.
—Que están mezclados con mi gente. Que, según sus comentarios, controlan el arsenal y la corte.
—Pero cuando lo vean…
—No habrá tiempo para reaccionar. No tendrán tiempo para comprenderlo sin que antes los sajones tomen acción. Será un caos. Habrá una matanza.
—Aedan, esta es nuestra única oportunidad…
—Será una matanza —repitió—. No.
Io miró a Morag y esperó que reaccionara con ira o al menos resentimiento. En cambio, la otra mujer sólo negó con la cabeza con la frente arrugada por una angustia apacible.
—Y entonces, milord, ¿cuál es tu voluntad? No puedo dejar a mi gente indefensa.
—No, no podemos. Pero tampoco atacaremos Kelmere ahora.
—Nos queda poco tiempo.
—Todavía tengo hombres fieles, una multitud de ellos. Sólo tengo que encontrarlos.
—Sus comandantes están refugiados en las barracas. Caliese los mantiene bien alejados de los sajones. Nunca podrá acercarse lo suficiente a la fortaleza como para poder llevarles la noticia.
—El espía…
—Muerto. Justo después de que lo encontramos a usted. Ya saben que los espiamos.
Silencio, pesado y sofocante. Parecía que ninguna de las personas allí reunidas respiraba; todos estaban concentrados en el rey, en Aedan, quien miraba el suelo con esa expresión fría e impasible. Io recordó abruptamente a su hermana. Al final, levantó la cabeza.
—No hay otra manera. Iré a la fortaleza.
Morag dio un paso adelante.
—Os asesinarán, mi señor. Necesitamos a nuestro rey.
—Una vez que logre llegar a las barracas, podrán…
—Mi señor —interrumpió su esposa, con una súplica—. Os ruego, escuchadme. Necesitamos a nuestro rey.
Ione dijo:
—Yo iré.
Un nuevo silencio cubrió la tienda. Ione sintió la fuerza de la atención de la multitud, la sorpresa, como si una de las mesas hubiera comenzado a hablar.
—No —respondió el rey.
Ione lo miró.
—Iré y encontraré a sus fieles hombres. Les diré que está con vida y que no peleen.
El rostro de Aedan permaneció estoico, helada dignidad. Sin embargo, sus ojos eran peligrosos, de un color plata brillante y penetrante.
—No —dijo una vez más, muy controlado—. No lo creo.
—Conozco un camino seguro, escocés. Un camino que nunca descubrirán.
Su boca se volvió fina; lentamente negó con la cabeza, Io miró a Morag, quien observaba con los dedos posados en los labios. Podría haber estado la mejor de sus sonrisas debajo de esos dedos.
—Dime cómo encontrar las barracas —le dijo Io a Morag.
—No —dijo Aedan por tercera vez, esta vez con un claro tono de advertencia. Morag bajó la mano y luego su cabeza y toda la gente alrededor también lo hizo, uno a uno, una ola de movimiento. Era un gesto de sumisión, total y absoluto Io se volvió para mirar a Aedan, con exasperación.
—Sabes que conozco el camino —dijo.
Luego agregó sin reflexionar:
—No puedes impedírmelo.
Una sonrisa quebró sus heladas facciones, una sonrisa muy desagradable. Se movió hacia ella, entre la gente que se hacía a un lado a su paso hasta que la tomó por el brazo, hasta que comenzó a llevar a ambos fuera de la tienda, de nuevo al aire, la luz y el cielo.
Se detuvieron al borde del claro, justo donde los árboles comenzaban a espesarse. La sostenía del brazo con mucha fuerza, con sorpresivo dolor. Ione intentó soltarse y Aedan la dejó, inhaló profundamente, un silbido entre sus dientes. Cuando habló, sus palabras fueron entrecortadas, aunque con una calma letal.
—Tú… no… no…
—Los sajones asesinaron a mi madre —dijo.
Aedan hizo una pausa frente a tal declaración. Su mandíbula estaba cerrada con fuerza; las líneas de expresión alrededor de su boca se volvieron más profundas.