La última sirena – Shana Abe

Cerró los ojos y llevó una mano a su frente; esbozó una sonrisa sombría.

—Mi explorador pensó que eras un fantasma cuando te vio en el bosque —dijo Morag, después de una pausa—. Afortunadamente, es un hombre sensato, al menos cuando está sobrio. Juró que no había tomado ni una gota ese día. Le creí. Estaba cazando y necesitaba todos sus sentidos.

Aedan no dijo nada, su sonrisa tensa todavía tiraba de él.

—Y después, hace justo unos días, recibí otra noticia, de una mujer solitaria, una princesa que había llegado a la corte de tu hermana. Pensé en ese entonces, ¿cómo podría ser? Dijo que te conocía. Cenó con la reina y lloro lágrimas de sal cuando se enteró de la noticia de tu muerte.

—¿Lloró? —preguntó Aedan y bajó su mano.

—Eso es lo que oí.

La miró, escéptico.

—Y pensé —continuó Morag con serenidad—: ¿quién llora por el príncipe perdido a los pies de su asesino? ¿Qué clase de mujer llega sola a la tierra de mi enemigo y habla acerca de mi esposo? Oí que su belleza era suficiente para dejar atónito a hombres adultos, dejar al soldado más temerario impotente.

Resopló con furia, ni siquiera una sonrisa. Morag asintió.

—Imagina mi sorpresa cuando la descubrí yo misma. Estoy de acuerdo, Aedan. Es bellísima. Casi… inmortal.

Aedan contempló las paredes inclinadas de la tienda, el suave juego de una sombra frondosa sobre la tela.

—Nadie pudo encontrar tu cuerpo después de la emboscada —dijo Morag—. Los rumores decían que habías ascendido sobre las alas de los ángeles directamente al cielo. Otros rumores decían que habías sido tragado por las montañas o robado por las bestias del bosque y protegido en sus guaridas. Y hubo rumores —terminó más despacio que antes—, más humanos, que te habían llevado en un bote. Al mar, a la mismísima isla de Kell y que habías sido enterrado en las heladas aguas, donde nadie nunca pudiera encontrarte.

La tienda quedó envuelta en silencio.

Morag apoyó su mano sobre la de Aedan.

—No me gustan los rumores. Hice mi mayor esfuerzo para desenredar los hechos, pero hay algunos misterios que ni siquiera puedo resolver. Sin embargo, creo que este último… puede haber sido cierto.

—No me enterraron en el mar —dijo hacia las hojas en sombra.

—No, cariño. Claramente no. —Permaneció lleno de vida otra vez—. Ha pasado mucho tiempo, Aedan. No me malinterpretes. Estoy feliz de haberte encontrado vivo. Sorprendida, pero feliz. Regresaste del océano, de la muerte misma, con una mujer que puede nadar muy bien y que es impensablemente hermosa. En verdad, el destino te ha bendecido.

—Cierto —murmuró y comenzó a sentarse.

—Pero no me dirás quién es o dónde has estado —concluyó Morag, sin ofenderse. Vio como tiraba de las mantas y se abría camino. No le ordenaría que se quedara o descansara.

Lo conocía bien.

—Podría adivinar, por supuesto. —Lo miró por el rabillo del ojo—. Soy muy buena adivinando.

—Podrías. —Se levantó del camastro y flexionó los músculos doloridos de sus piernas, sus brazos y luego la miró a los ojos con sinceridad—. Pero, ¿quién te creería?

Morag sonrió, se volvió y buscó una túnica que colgaba de la silla y se la dio a Aedan.

—Te está esperando, ¿sabes? Te ha estado esperando todo este tiempo.

Y su esposa salió de la tienda.

Capítulo 14

Lo llevaron directamente al pozo del sauce y Aedan tuvo recuerdos de su lejana infancia: una corriente de espuma blanca que caía en un pozo color esmeralda; un aro de sólidas piedras que rodeaban el borde. Musgo, pececillos de agua dulce, barro negro tachonado con mica brillante.

Llevó tiempo llegar allí. Una vez fuera de la tienda, fue rodeado por un grupo de personas, incluido el curandero, quien no tenía la paciencia prosaica de Morag con él. Aedan saludó a sus camaradas, ignoró las advertencias de Urien, aceptó el bastón que en silencio le había ofrecido Morag y finalmente siguió el sendero hasta el pozo donde el aire se tornaba frío y el cielo se convertía en un cáliz azul enlazado con árboles.

Le dijeron que Ione había pasado la mayor parte de su tiempo allí, en soledad, sin esperar nada, sin pedir nada excepto que le permitieran ver a Aedan dos de los tres días que permaneció en su letargo, mientras luchaba con los sueños envueltos en niebla.

Ahora estaba despierto. Todavía mareado, pero estaba despierto.

E Ione estaba allí, sola como le habían dicho, sentada sobre una gran piedra blanca desde donde contemplaba las aguas que corrían debajo de ella. Llevaba puesto un vestido, el vestido de otra persona, de lana suave, verde acebo, de manga larga y con cinturón. Tenía la cabeza inclinada y el cabello brillaba suelto. No se dio cuenta de que Aedan estaba allí.

Con el mentón escondido, Aedan no podía verle el rostro, sólo un pálido indicio de la frente, pestañas gruesas, la línea recta de su nariz. Estaba sentada sobre la cadera con las piernas cruzadas. Un pie descalzo rozaba ligeramente la superficie del agua y le masajeaba los dedos de los pies.

El contraste de la vista lo golpeó con una fuerza inesperada. Ione, perla y llama contenida entre el gris y el verde y el negro; exuberante, tonalidades de terciopelo, naturaleza primitiva delante de él.

Fue como si estuviese viendo a una extraña. Pensó que la había conocido bien en Kell, su porte, sus pasos, su esencia. Su gloria y misterio. Le había parecido un elemento natural de la isla. Sí, allí había sido fácil. Kell era mística y también lo era Ione. Había sido un intruso allí.

Pero ahora Aedan estaba apoyado sobre su bastón prestado, vendado, alimentado y descansado; una vez más su mundo entero y lamentable vio claramente lo que había sido tan simple de aceptar una semana antes: Ione era una sirena. Cada parte de ella, cada curva encantadora de su cuerpo hablaba de magia antigua, de una belleza mística e icónica. Estaba fuera de lugar allí, incluso con el vestido prestado. Estaba sentada con tanto encanto sobre la roca que permitía que el sol con sus rayos color ámbar la cubriera con un brillo dorado y, sin lugar a dudas, pareciera brillante, maravillosa y totalmente foránea.

Y este pueblo que le brindaba refugio, el pueblo de su madre, con seguridad la reconocería por lo que era, si ya no lo habían hecho. Morag no podía ser la única con preguntas.

Ione lo miró, con lentitud, todavía pensativa. Había sombras debajo de sus ojos que Aedan no había visto antes; una curva en sus labios. No sonrió, ni se volvió, ni se puso de pie. Sólo movió la cabeza cuando vio a Aedan, parado debajo de las hojas del sauce.

—Estás despierto—dijo con un tono de voz sereno.

—Estás vestida —respondió con el primer pensamiento que le vino a la mente.

Ione levantó los pliegues de su falda y los dejó caer.

—Tu esposa insistió.

—Ah —Aedan dio un paso hacia su valle y dejó que los sauces que se encontraban detrás de él formaran un muro.

Era difícil caminar sobre las piedras con moho y se concentró en ello y dejó a un lado las palabras que quería pronunciar o el extraño dolor que sentía en su pecho mientras se acercaba a ella.

Ione lo esperó, sin moverse de la roca. Cuando estuvo cerca como para mirarla a los ojos fue como si todas las heridas de Aedan volvieran a reaparecer, un dolor frío y desgarrador. Sólo mirarla lo llevó a hundirse en el desorden y dejar a un lado su cuidadosa dignidad (colores, vestido, una belleza natural) y tuvo que apartar la vista por unos instantes y encontrar su objetivo.

—¿Cómo te encuentras? —dijo hacia el suelo de grava mientras se oía el golpeteo del bastón.

—Bien —respondió, todavía inmóvil.

—Gracias —Aedan levantó la mirada—. Por salvar mi vida. Una vez más. Gracias.

Ione se volvió para mirarlo y llevó sus rodillas al pecho y pasó los brazos por alrededor y dejó los talones contra la piedra. Lo miró en silencio. Sus ojos estaban muy azules. Aedan inhaló profundamente.

—Te debo una explicación.

—No me debes nada.

—Mi vida —dijo en voz baja—. Mi corazón. —Tocó la cadena sobre la túnica, donde aún yacía el relicario—. Mi alma.

—Te he devuelto el alma, Rey Aedan.

—No. No lo has hecho.

—¿No? —repitió y arqueó una ceja—. No es tu elección, escocés.

—No la amo —dijo con precipitación—. Ella no me ama.

Ahora ambas cejas estaban arqueadas en un gesto de sorpresa exagerado. Sus labios hacían una mueca. Las palabras se las había engullido y Aedan se apresuró antes de que Ione pudiera decir algo.

—Éramos niños cuando nos casamos. Ella sólo tenía cinco años. Éramos primos, nuestras respectivas madres estaban casadas con reyes. Fue por una alianza. Mi pueblo, su pueblo. Ella es mi amiga. No es mi… amor. —El bastón patinó un poco sobre el barro. Lo reacomodó y buscó un suelo más firme—. Ella está enamorada de otro.

—Lo sé.

Esa respuesta lo sobresaltó; el bastón volvió a deslizarse. Vaciló por un instante, inestable, antes de que Ione, de modo despreocupado, se estirara y lo tomara del brazo.

—No soy tonta, escocés. He tenido mucho tiempo para observar este pueblo. Hablan, van y vienen. Se ocultan entre ellos y juegan y confabulan y hacen planes hasta que me pregunto cómo no se vuelven locos. Tu esposa tiene una compañera, Sine. —Le soltó el brazo—. Me agrada.

—¿Te agrada?

—Sí. Es tranquila. No habla incoherencias como el resto.

La miró fijamente, desgarrado entre risa y alivio.

—Entonces…

—Estás sano de nuevo. —Se deslizó por la roca que quedó de modo amenazador entre ellos—. Te deseo todo lo mejor, Rey Aedan de Kelmere.

Sus palabras tuvieron un tono de carácter definitivo que le llamó la atención.

—¿Qué quieres decir?

—Era todo lo que esperaba. Ahora estás sano. Debo volver a Kell.

—¿A Kell? No, Ione, vine para pedirte…

Todas las frases que había practicado desaparecieron de súbitamente. Ione lo miraba con sus ojos azulados y soberbios y Aedan sintió como si su boca se hubiera convertido en granito, como si se hubiese vuelto tercamente silenciosa como las grandes rocas que los rodeaban.

No estaba acostumbrado a cortejar. No había estado demasiado tiempo en la corte como para aprender los modos de los amantes y Dios sabía que no había tenido demasiado tiempo para hacerlo, pero en ese momento, sintió que hubiera intercambiado con gusto todos esos años de guerra por las palabras justas para que Ione se quedara con él.

Se había casado demasiado joven. Había pensado que su destino estaba bien diseñado, incluso cuando se dio cuenta de que su esposa nunca sería más que una amiga. Incluso cuando aceptó el hecho de que no llevaría la vida de su padre, no tendría la ardiente e inexplicable pasión que unía a sus padres; no tendría una compañera estable en su lecho o hijos en su chimenea. Hacía tiempo que Aedan había dejado a un lado sus sueños secretos y, poco a poco, con dolor, había aprendido a aceptar lo que tenía: un reino, vasallos reales. Obligaciones. Confianza.

Nunca había buscado amor fuera de su matrimonio. Le había parecido de algún modo irresponsable, aunque sabía que Morag no se opondría. Había luchado contra esa idea y finalmente había tomado la decisión de ubicarla en el lugar donde guardaba todos sus deseos prohibidos, los deseos de los hombres comunes que no tenían el destino de un reino sobre los hombros. Hombres que podían olvidar lo que eran, incluso de vez en cuando.

Aedan nunca podría ser un hombre así.

Pero en ese momento, allí y ahora, frente a la única mujer que lo había tocado, que lo había salvado, pensó que quizás el amor había golpeado a su puerta.

Comenzó a caminar hacia ella, el bastón crujía entre la grava. Ione no retrocedió; tampoco se acercó para recibirlo. Sólo permaneció al borde de las aguas, fuera de alcance.

—Te dije que Kell es mi fuerza. Y ahora puedo ver que Kelmere es la tuya. No creo… No creo que la maldición pueda alcanzarte. Quizás estabas en lo cierto; quizás ni siquiera sea real. —Encogió los hombros, un pequeño movimiento, casi de desánimo—. O quizás simplemente eres demasiado fuerte. Éste es tu hogar. Quiero que entiendas que yo debo regresar al mío.

Aedan liberó su lengua.

—Pero viniste. Pensé que significaba que te quedarías. Por algún tiempo, aunque sea corto.

Ione sólo lo miró, solemne y pálida. Su oscura respuesta se veía en los ojos.

—No —dijo Aedan para rechazar su silencio. La furia crecía dentro de él, una consternación profunda y cegadora que nunca antes había sentido. Poseerla una vez más, perderla de nuevo… ¿Cómo podría irse? Por primera vez, sintió que estaba al borde de la vida verdadera, de la esperanza. Se quedaron allí y se miraron en medio del barro; el agua subió para salpicar el vestido de Ione y para humedecer las botas de Aedan. Si ella daba un paso más atrás significaría que se iría, se desvanecería en las profundas aguas color esmeralda como en un sueño y ¿cómo demonios la alcanzaría?

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