La última sirena – Shana Abe

Ione se arrodilló junto a él, corrió la mano que yacía sobre el pecho, colocó su puño sobre el corazón de Aedan y provocó una sacudida en el cuerpo de su amado.

Todos gritaron, todos excepto la mujer de cabellos oscuros, quien levantó la palma de su mano y observó mientras lo esperaba; luego, volvió a repetirlo.

—Deténgase —gritó el hombre de voz marchita—. Deténgase de una vez, no tiene respeto…

Aedan tosió y giró la cabeza. Fluyó agua de su boca; respiró con dificultad, ahogado, y con un sólo movimiento la mujer y otras dos personas lo pusieron sobre su costado y le golpearon la espalda, sosteniéndolo.

El resto observaba a Ione, quien se había puesto de pie y había dado un paso poco seguro. Se sentía extrañamente mareada.

—Un sarraceno —dijo, desarticulada, y de nuevo cayó de rodillas sobre la arena—. Lo vi una vez en un barco. Un sarraceno lo hizo y el hombre ahogado sobrevivió…

Las voces de los leñadores eran distantes. Sus palabras carecían de sentido para Ione. Cerró los ojos y se llevó las manos al rostro e inclinó la cabeza. Pensó en que debía caer allí y morir. Estaba muy cansada.

Su relicario, brillante sobre la garganta. Las pestañas largas y húmedas, sus labios de un azul blanquecino.

Algo cálido le cubrió el cuerpo. Una capa.

La capa de su esposa. Su esposa.

—Un truco útil —murmuró una voz al oído de Ione—. Quizá, podría enseñármelo algún día.

Ione levantó la cabeza. La mujer de cabellos oscuros tomo asiento delante de ella y examinó el rostro de Ione como si fuera de gran interés. Detrás de ella se movieron sus hombres, lo levantaron a Aedan, una masa de piernas y brazos que se llevaron al bosque.

—Ahora, debo agradecerle una vez más —dijo la esposa. Su boca esbozaba casi una sonrisa; mechas de cabello castaño se meneaban sobre sus mejillas con el viento—. Me lo ha devuelto dos veces. Estoy en deuda.

Io miró el lugar donde Aedan había estado tendido: la arena con las marcas de su cuerpo. El viento parecía soplar inerte entre los árboles.

—No sabía de mí, ¿no es verdad? —La mujer la estudio detalladamente—. Usted no lo sabía.

—Sé que está vivo —respondió Io—. Es suficiente.

Ione se puso de pie, se quitó la capa y se la entregó a la mujer. La mujer negó con la cabeza.

—La necesita más que yo —dijo y sólo después Ione se dio cuenta de que su vestido dorado estaba desgarrado, se había deslizado de sus hombros, le llegaba a la cadera y se mantenía allí tan sólo gracias al cinturón. Tenía rasguños en toda la piel. Algunos todavía sangraban: un contraste de rojo sobre blanco. Toco uno de los cortes y revisó sus dedos con sangre.

—Nuestro curandero la ayudará —dijo la mujer y colmo de nuevo la capa sobre Ione—. Venga conmigo.

—No. Debo irme.

—No —se opuso la mujer con firmeza—. No se irá. Soy Morag de Cairnmor. Controlo estos bosques. Si se va en este momento, la atacarán de nuevo. He colocado hombres en todo el bosque y no la conocerán ni la distinguirán del enemigo.

—No pretendo ir hacia el bosque —Ione se retiró, estremeciéndose cuando ese dolor familiar le desgarró la pierna.

—No se vaya —dijo Morag con un tono de voz que Implicaba una preocupación sincera—. No aún. ¿No quiero verlo una vez más?

Io vaciló e intentó no pensar en Aedan, no imaginar su rostro cuando volviese a su esposa, a su pueblo… querido, adorado.

Él está en su hogar y tú no; nunca te sentirás como en tu hogar aquí, sirena…

Algo pequeño volvió a la vida dentro de su ser, ardiente, como el sol del mediodía. Reconoció que era ira. Una ira que quemaba su ser, que se superponía con su dolor.

—Venga —señaló Morag hacia el bosque—. Venga a nuestro campamento. Podrá comer y descansar.

Io echó un vistazo a los árboles. Aedan adelante, el océano detrás y esa mujer mortal junto a ella, su mujer…

—Por lo menos, venga y cuénteme su historia y la de él —dijo la esposa, con el esbozo de una sonrisa—. De lo contrario, me lo preguntaré por siempre.

Ione presionó los labios y la miró fijamente, en silencio, desafiándola a que adivinara.

—No —murmuró Morag finalmente—. Prefiero no saber nada. Perdóneme.

Quizás fue el tono de voz, tranquilo y amable. Quizás, su modo, curiosidad sincera debajo de aquella tranquila modestia. Quizás, sólo su cabello que todavía, oscuro, se agitaba con la brisa, largas mechas de un color castaño oscuro, igualmente elegantes al flotar desde su trenza suelta.

Cual fuere la razón, Io sintió que la ira ardía con más fuerza, un celo amargo, un odio intenso y caluroso hacia esa mujer, hacia ella y hacia Aedan y todos sus sueños imprudentes.

—Bien —respondió Ione a secas y se volvió—. Vayamos a ver a su esposo.

* * * * *

Morag entró en su tienda mientras la noche se acercaba y el cielo pasaba de un azul mortecino a un gris color ostra. No había dormido, ni siquiera descansado, durante ese día y la falta de un momento de calma comenzaba a causar efecto. Le llevo más de lo acostumbrado adaptarse a la luz que había dentro de la tienda; una lámpara de carey que despedía humo negro en el aire, un brillo tímido pero aún brillante en comparación con el cielo de afuera.

Se dirigió hacia la figura sentada que observaba a Aedan, una mujer que debía estar tan cansada como ella, pero que la miraba dándole la bienvenida, con ojos cálidos y neblinosos.

Morag agradeció su saludo. Con ambas manos, la tomó del brazo.

—¿Cómo estás?

Sine posó su mirada en Aedan, quien respiraba lentamente debajo de unas mantas de piel.

—Todavía duerme. ¿Y ella?

Morag suspiró y encontró un espacio en el suelo entre el camastro y una mesa y tomó asiento mientras estiraba la espalda.

—Lo mismo. Finalmente. Pensé que tendríamos que obligarla para que tomara asiento.

—Quería irse.

Morag emitió una risa corta.

—Hubiera deseado no poner un pie aquí.

—Sin embargo, vino.

—Sí. Por él. Después de ver a Aedan dormido dijo que quería estar sola. Se negó a ingerir alimentos, ni agua ni cerveza. Se negó a aceptar el tratamiento de Urien. Insistió en que quería ver las hierbas y escoger ella misma lo que necesitaba.

—Ah —dijo Sine débilmente—. Imagino que no lo debe haber complacido.

—No. En lo más mínimo. Especialmente cuando ella le dijo que sus almacenes eran viejos y la linaria… endeble, creo que fue la palabra.

—¡Por Dios!

—Sí.

Sine negó con la cabeza. Tenía los dedos entrelazados sobre la falda.

—Interesante la mujer, ¿no es verdad?

—Mucho.

Ambas mujeres quedaron en silencio. Afuera, los pájaros de la mañana comenzaron a cantar, canción tras canción entre los árboles. Sine esperó, observó a Morag y luego agregó:

—¿Y bien?

—Bueno… no dijo demasiado. Si sólo Aedan pudiera contarnos… pero la historia de ella confirma lo que nos cuentan nuestras fuentes. Lo llevaron a Kelmere y lo encarcelaron allí. Ella fue en busca de él y, de algún modo, lo sacó de allí…

—¿Cómo?

—Ah… —El rostro de Morag cambió; evitó la mirada de Sine y posó la mirada en el techo de la tienda—. A través del pozo, aparentemente.

—¿El pozo?

—Sí.

Hubo un momento de profundo silencio que sólo se interrumpió por la respiración de Aedan y el gorgojeo de un pinzón que estaba muy cerca.

—¿Cuántos guardias la controlan? —preguntó Sine finalmente.

—Ninguno.

—¡Ninguno! —exclamó Sine, asombrada—. ¿Estás loca? Se aparece de este modo con él, míralo, Morag, ha sido torturado, está apenas vivo…

—Ella se las arregló para resucitarlo —interrumpió Morag, con una tensión característica en los labios.

—…encadenado y medio ahogado y con una herida que hubiera matado a una persona más pequeña, ¿y esta mujer dice que lo rescató a través del pozo de la fortaleza? Supongo que habrá nadado junto a él hasta llegar aquí, al otro lado de la isla…

—Sí —dijo Morag, y no cabía duda de que había un tono de divertimento en su tono de voz. Sine sacudió las manos.

—¡No puedo entenderte! Estamos en guerra con esta gente, en cualquier momento nos atacarán y nos destruirán y tu juegas un juego y bromeas y confías en una extraña que quizás nos corte la garganta mientras dormimos…

Morag se puso de pie con un movimiento suave, se acercó a Sine y lo colocó la mano sobre la boca. Las cejas de Sine descendieron con una señal fatídica.

—Yo confío en ella —dijo Morag—. ¿Viste la forma en que lo defendió en la playa, sin armas, contra todos nosotros? No sabía quiénes éramos. No me conocía. Todavía creo que no lo sabe —reflexionó—. Pero ¿cómo explicarle todo eso? Aedan era prisionero en la fortaleza; ahora está libre. A pesar de todos nuestros planes, nosotros no lo logramos. Ella, sí.

Sine se puso de pie, estiró su falda con fuertes e infelices palmadas. Su cabello castaño rojizo colgaba suelto sobre su espalda.

—¿Le viste el rostro? —insistió Morag—. ¿No reconociste la expresión en su rostro?

Sine miró de reojo el suelo. Sus labios expresaban terquedad.

—Por supuesto que lo has hecho —Morag la tomó de las manos—. Ella lo ama. Estaba preparada para morir por él. Conozco bien esa mirada. Conozco ese sentimiento. Y tú también.

—No eres más que una soñadora extravagante —respondió Sine, pero su tono de voz no fue incisivo—. Buscas amor en todas las personas.

—Hay peores cosas que buscar.

—Sí, ¿como adversarios, quizás? ¿Maldad? ¿Decepción? Es solo una guerra, después de todo… Ah, pero busca el amor. Eso seguramente nos salvará.

Morag se volvió hacia Aedan.

—Lo salvó a él.

Sine suspiró con impaciencia e intentó soltarse, pero Morag la sostenía con fuerza.

—Escúchame. Somos gente del bosque, tú y yo. Sabemos de magia. Si los dioses nos han querido favorecer con ese don… —Una mano se deslizó hacia arriba, más allá de una mecha de cabello hasta que los dedos se detuvieron en el mentón de Sine—. Entonces, ¿quiénes somos… para negarnos?

El beso de Morag fue suave y liviano, casi como la caricia de un murmullo. Sine retrocedió. Sus ojos brillaban, luego se volvió y apagó la lámpara de carey.

—A propósito, su nombre es Ione —agregó Morag unos instantes después, como una reflexión adormilada—. Poco común, ¿no crees?

* * * * *

Sus recuerdos volvieron a él antes que su conciencia. Soñó con su vida, con su muerte, con Ione y Kell y la secuencia de eventos elaborados e increíbles que lo habían llevado a la traición, a ser capturado en su propio bosque, el confinamiento, la furia, la muerte otra vez. Ione. Ione.

Y luego… nada.

Pero cuando despertó, Aedan lo recordó todo, cada segundo, cada estremecimiento y sufrimiento miserable. Después de varios días en el mar, había encontrado Kelmere sólo para perderlo nuevamente, no en manos de los pictos, como había pensado, sino de los sajones. Sajones en los bosques disfrazados de pictos. Sajones que le habían tendido una trampa hacía tanto tiempo, sajones que ahora se arrastraban y avanzaban lentamente en su reino como gordos y hambrientos gusanos, destruían su hogar, devoraban a su pueblo y sus vidas.

Sajones. Y Caliese.

Escuchó mientras Morag se lo explicaba, veía cómo se movían sus labios e intentó comprender las palabras. Su padre había muerto. Su hermana se había aliado con el enemigo. Su hermana lo había traicionado; los había traicionado a todos.

Caliese le había tendido una trampa. Había guiado a los sajones hasta la fortaleza de su padre y luego, los había m vitado a entrar. Caliese.

Recordaba su rostro en la emboscada aquel atardecer, con la mirada sorprendida. Una maravillosa dramatización. Una vez más la angustia que sintió por ella llenó su ser, cómo había pensado que moriría, pero no había muerto. Para nada. En cambio, lo había ofrecido a él a la muerte.

Morag no le mentiría; tenían demasiado en juego. Habló sin rodeos, casi con simpleza, como si fuera para un niño perdido y Aedan la escuchó, asintió y enfureció en silencio.

Morag había movilizado sus fuerzas y estaba preparada para montar una defensa. Entendía lo que sucedería; si Kelmere estaba en manos de los sajones, Cairnmor sería la siguiente en caer. Había planeado rescatarlo, si podía. Había oído acerca de su encarcelación, había desenmarañado los diabólicos planes que Caliese había disfrazado y entretejido con tanto cuidado.

No se molestó en dudar de ella. Morag siempre tenía recursos cuando menos se esperaba.

—Pero lo que desconozco —dijo finalmente, apoyada sobre el desorden del camastro— es qué sucedió contigo después de la primera batalla. Pensamos que habías muerto.

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