La última sirena – Shana Abe

Io lo tomó del brazo pero no pudo frenarlo. Estaba húmedo, pero no pudo ver por qué estaba así.

El hombre que daba las órdenes rió y sus hombres lo hicieron también con ojos maliciosos y amenazantes.

—Buenas noches, milord —dijo, cambiando de idioma con facilidad al tiempo que hacía una reverencia burlona—. ¿O mejor dicho adiós? No había pensado que nuestra despedida fuera tan pronto.

Ione sintió algo cálido junto a su pie, algo líquido.

—Ah, es adiós —dijo Aedan—. Con seguridad es adiós, tan pronto como encuentre una espada para atravesarle el corazón.

Io miró el suelo y luego, deprisa, hacia arriba y luchó por mantener el rostro impasible. Sangre brillante corría entre las piedras que yacían a sus pies. Aedan tenía un corte en algún lugar; estaba gravemente herido. Ah, debían apresurarse.

El sajón mantenía esa horrible sonrisa en el rostro.

—Las palabras correctas para un hombre más muerto que vivo.

Aedan dio un paso hacia las escaleras y levantó las palmas de sus manos.

—Venga a mí, entonces, miserable, y le demostraré que estoy vivo.

—Emprendan la retirada —dijo Ione en voz alta, otra vez en la lengua de los sajones—. Retrocedan ahora y les perdonaré la vida.

El hombre hizo una pausa y le mostró su sonrisa a Ione.

—De lo más encantador, bella dama. Creo que la situación no es la mejor para negociar.

—Piénselo de nuevo, embustero, vil ladrón.

—Embustero, sí —reconoció el sajón, todavía complacido, y comenzó una vez más a descender las escaleras, deslizándose con cuidado entre sus hombres—. Vil, no; pequeña paloma.

—Pero sí ladrón. —Ione dio un paso al costado hacia la alcoba y arrastró a Aedan con ella. Aedan la siguió, sus piernas duras, nunca quitó su mirada del sajón—. El ladrón más audaz de todos: robar una corona.

El hombre siguió sus pasos y se acercó aún más.

—Algunos dicen ladrón. Yo digo explorador en busca de nuevas tierras.

—Nuevos ricos —se opuso Io.

—Nuevos aventureros.

—Nuevas conquistas —finalizó Ione y dio tres pasos más.

La sonrisa burlona del sajón creció mientras los acechaba.

—¿Pero qué es la vida sino una conquista? Los fuertes dominan, los débiles se rinden. Déjame demostrarte lo que estoy diciendo, querida.

—No —comenzó a decir Ione pero Aedan tropezó de golpe e intentó enderezarse con una torpe inclinación y giró. La había seguido hasta ese momento, sin embargo, poco dispuesto. Ione se animó a mirarlo… extremadamente blanco, ceñudo. La sangre se fundía en su túnica a un costado, desde sus costillas hasta su cadera; Aedan sacudió la cabeza, con una mano se aferró con fuerza del hombro de Ione.

El sajón lo notó.

—Dulce princesa, buena dama —dijo con ese tono de voz cortés e insultante—. ¿Por qué perder la cordura aquí? Ven a mí. Te complaceré de un modo tal que este lisiado nunca podrá. No sobrevivirá más de una hora, mucho menos una noche contigo. Me lamentaré que el dolor llegue a ti a través de él.

—Le agradezco vuestra preocupación, malnacido.

Se agachó debajo del brazo de Aedan y lo deslizó sobre sus hombros para mantenerlo derecho. Trastabillaron y retrocedieron una vez más, un paso a la vez, hacia el centro de la habitación. Una huella de pisadas rojizas los perseguía.

—Pero prefiero un corazón honesto antes que uno salificado, incluso ante la muerte.

El sajón se encogió de hombros, todavía amistoso.

—Te tendré de todos modos, mi niña. No hay adonde huir, dónde esconderse.

Sus hombres habían caminado con dificultad detrás de él escuchaban, esperaban una señal silenciosa. Io también espero e intentó no quitar su mirada del rostro del hombre rubio y no quiso mirar por demasiado tiempo la brillante línea de espadas, espléndidas a la luz del fuego. Su daga parecía tristemente pequeña contra las espadas.

Aedan respiraba con dificultad. Su brazo era un peso complicado sobre ella. No sabía si Aedan comprendía sus palabras. No sabía si Aedan comprendía lo que intentaba hacer… esperaba que así lo hiciera. Estaban casi allí…

—Serás mi favorita —incitó el sajón, aún más dulce—. Quizás hasta dejemos que el lisiado vea cómo te hago mía. Quizás viva para oír los gemidos.

—Quizás viva para escuchar sus gritos mientras le rebano el hígado y se lo doy como alimento a los tiburones —gruñó Io y dejó a un lado su irreal y buena disposición. Su pierna estaba en llamas y le obstaculizaba el desplazamiento y, por todos los dioses, Aedan pesaba, se había vuelto demasiado pesado…

Los talones de Ione golpearon contra la pared del pozo. Con un gruñido que no pudo disimular, tiró de ambos con fuerza para quedar en la parte superior, se balanceó sobre el vacío. Los sajones exclamaron y comenzaron a correr a la orden de su comandante.

—Deténganse —dijo de repente, ya sin sonreír.

—Mis disculpas a la víbora de su señora —jadeó Ione—. Pero hemos decidido no quedarnos.

Abrazó a Aedan por la cintura y retrocedió. El bramido enfurecido del hombre que daba órdenes pareció perseguirlos durante toda la caída en el pozo.

* * * * *

Perdió la daga de inmediato. Raspó las piedras mientras caía, fue arrancada de sus manos y la dejó caer, concentrada en sostener a Aedan, en protegerlos a ambos mientras, golpeaban contra las húmedas paredes y luego chocaron contra el agua, fría, oscura, que los tragó a ambos y los arrastro a las profundidades.

Giraron juntos en medio de burbujas de seda; lo permaneció sorprendida, desorientada por la caída al tiempo que las corrientes los envolvían. Los brazos de Aedan todavía estaban a su alrededor, los de ella alrededor de Aedan… era agua dulce, podía respirar… Aedan no…

No podía transformarse en agua dulce. Podía nadar, podía sobrevivir pero no podía cambiar. Envolvió su puño con la túnica de Aedan y pataleó y lo llevó con ella.

Era un río subterráneo; había reconocido su esencia de inmediato. Incluso en Kell había, enormes y dentadas fisuras que se enroscaban en la piedra, innumerables arroyos alimentadores, agua que corría a gran velocidad, con fuerza. Nuevos chorros de agua los empujaron, unido al flujo que los arrastraba. Io nadó lo mejor que pudo en esa corriente. Tenía que encontrar aire para Aedan. Tenía que encontrar el final del túnel o moriría, tal como había predicho el sajón.

Nadaba con ella. Sentía sus movimientos, pudo ver cómo su mano dividía el agua, las oscuras bandas de hierro en sus muñecas. Luchaba, ciego una vez más, golpeaba contra las rocas. El túnel se volvió más y más pequeño…

Io golpeó contra una abertura curva con la forma de una serpiente, la piedra tiraba de su vestido, su pecho y sus brazos. Io se volvió, desesperada e intentó oprimirse mientras el río crecía y crecía alrededor de ellos, y Aedan lucho para permanecer a su lado… luego comenzó a flotar a la deriva.

¡Lo había logrado! Con ambas manos tiró de Aedan y lo ayudo a darse vuelta, Ione tenía el cabello sobre los ojos y su ridícula prenda de vestir enredada entre sus piernas, zamarreada por la corriente.

De algún modo, logró que pasara la piedra. Quedaron libres al mismo tiempo y rodaron de tal modo que la cadena los rodeó y esta vez, cuando lograron quitársela, Ione supo exactamente a dónde ir.

Olió el mar delante de sí. Sintió la débil promesa del océano, agua salada y cielo abierto.

Una vez más tiró de Aedan para acercarlo y luego nadó como si fuera a salvar su vida: fuertes y veloces brazadas, utilizó toda su forma humana para llevarlos hacia delante, brazos y piernas y dolor furioso, sus músculos doloridos, su cuerpo entero mutilado de la angustia, gritos. Detente, detente, detente…

Ni siquiera tuvo tiempo de transformarse. De pronto, encontró arena. Encontró la costa. Mareada del alivio, se arrodilló sobre la arena, y arrastró a Aedan con ella; el aire era frágil y frío, la espuma de las olas alrededor. Flotaba sobre su espalda, su rostro hacia las estrellas. No sabía si respiraba.

Io enganchó los dedos en la túnica de Aedan y tiró de él para llevarlo más arriba de la playa, hasta que la cadena quedó cubierta de arena y el agua alcanzó sólo sus pies. Cayó junto a él y se inclinó sobre la cabeza de Aedan.

¡Sssssst!

La arena que se encontraba a su derecha explotó. Levanto la vista, sorprendida, mientras la segunda flecha le rozaba la oreja y caía sobre la espuma de las olas.

¡Sssst! ¡Sssst!

Io se puso de pie y miró hacia el bosque mientras más y más flechas caían sobre ellos e intentó cubrir a Aedan con su cuerpo de la mejor manera que pudo. No le habían dado aún; eran muy malos tiradores o demasiado buenos, o sólo querían detenerla en el lugar. Sintió un horrible y desesperante miedo. No tenía armas, no tenía ninguna clase de defensa frente a sus enemigos ocultos. El océano rugía detrás, podía hacerlo, podía convertirse y nadar hacia aguas seguras, pero Aedan… Aedan necesitaba ayuda, necesitaba respirar…

Desde la oscuridad, una línea de figuras con capas comenzaron a moverse, sigilosos, flechas alzadas, se escabullían entre los árboles. La luz de las estrellas se posó sobre el líder: un demonio, con cuernos y el entrecejo fruncido, un rostro que centelleaba de un color bronce y un lazo con extremo de plata, su flecha estaba dirigida al corazón de Ione.

Vio los ojos ensombrecidos de la bestia. Nunca antes había visto un verdadero demonio pero con seguridad existían porque ella existía. Parecía que no toda la magia antigua había desaparecido del mundo. ¡Qué modo tan terrible de descubrirlo!

Muy bien. Dio un paso hacia delante furtivamente, agazapada, lista para pelear contra esa bestia, lista para morir.

El demonio pareció posar su mirada en Aedan por primera vez. Hizo un alto. Parecía sorprendido. Lentamente, la flecha comenzó a descender, la cuerda del arco quedó recta. El rostro de bronce se hizo a un lado.

—¡Ya-loh! —gritó con una voz femenina aguda, apenas sofocada.

No era un demonio, era una mujer humana, enmascarada y armada que caminó con precaución por la arena hacia Io y Aedan. Su gente la seguía a un costado.

Una vez más, la mujer hizo una pausa, a una distancia dramática. Con firmeza deliberada, soltó el gancho de su capa y dejó que cayera y la tomó con una mano. Hizo una reverencia y lentamente entregó la tela con pliegues y piel. Io buscó los ojos que se encontraban detrás de la máscara. Leyó sus intenciones. Cautela.

Aceptó la capa.

La mujer permaneció detrás, y se quitó la máscara con cuernos. Debajo de la mirada con ceño fruncido de bronce había un rostro simple, redondeado y ruborizado, ojos marrones brillantes y cabello oscuro atado por detrás.

Entonces habló una vez más. Sus palabras fueron perfectamente claras.

—Se lo agradezco, quien quiera que sea. Me ha devuelto a mi esposo.

Capítulo 13

—Está herido —dijo Ione, más allá del frío helado de su corazón—. Necesita respirar.

La mujer se acercó con rapidez, los otros la siguieron e Ione dio un paso atrás; rodearon a su amante durmiente (sí, sólo estaba dormido) mientras lo tocaban y lo sostenían y lo llamaban por su nombre, lo llamaban «señor».

La mujer sin la capa intentaba sentir los latidos del corazón de Aedan en su garganta, en su pecho. Elevó la mirada y miró a su alrededor. Buscaba a alguien y un nuevo hombre se abrió camino entre la multitud; Io no pudo ver más a Aedan.

—No —escuchó que alguien decía después de unos instantes, una voz marchita—. Lo siento, milady.

—¿Estás seguro? —Era la líder; apremiante—. ¿No puedes intentarlo Urien?

—Milady…

—¡Inténtalo! ¡Tus hierbas! ¡Tus pociones…!

—Está muerto —interrumpió el hombre llamado Urien, más fuerte que antes—. Las hierbas y las pociones no modificarán su estado.

El resto de las personas comenzaron a hablar, todos a la vez.

Muerto…, pensó Io mientras permanecía de pie, aturdida y sola junto a un pino atrofiado. No, no está muerto. No lo está.

Comenzó a moverse. Caminaba con dificultad hacia la multitud, haciéndolos a un lado. Se desplazaban con rapidez, como si las aguas se dividieran delante de ella, pero Ione sólo vio a Aedan sobre la pálida y cenicienta arena, tan bello, con los ojos cerrados, los labios entreabiertos y un charco de sangre que seguía fluyendo de su hombro… Una mano laxa sobre el pecho, la otra caía en una graciosa curva a su costado, dañada por los grilletes y aquella abominable cadena.

Y su relicario… Io lo vio finalmente. Su hermoso relicario todavía estaba alrededor de su cuello, una banda brillante de plata contra su piel.

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