Increíblemente, también olió agua, y luego vio el pozo… seguramente era un pozo porque era demasiado grande y ancho como para ser tan sólo un hueco en el suelo; además había una pequeña barricada de piedras alrededor que duba lugar a un dispositivo de madera y sogas y poleas que se estiraban sobre la boca del pozo. La madera estaba manchada con oxido y una gran cantidad de sangre.
Desde bien abajo, oyó el fantasmal sonido del agua en movimiento.
Era incomprensible que los hombres pudieran diseñar y construir un lugar así. Era absurdo que ella estuviera allí o la persona que amaba.
El guardián había caminado hacia una de las puerta, idénticas a las demás. Se quedó allí, sin expresión en el rostro y dejó que las chispas de la antorcha lo alcanzaran.
—Ábrela —le ordenó Io, y cerró con fuerza los dientes para evitar la charla.
Se desplazó lentamente; Ione quería cogerlo y sacudirlo para que acelerara su titubeo; pero luego la puerta se abrió e Io pasó junto al hombre y la antorcha hacia la celda que estaba delante de ella.
Ah, qué oscuridad. Qué violencia. Estaba agachado sin sentido, sangraba, contra el muro, los puños atados con grilletes y una corta cadena clavada en el suelo. Io fue hacia él, le tomó el rostro con las dos manos y lo besó.
Su cuerpo estaba helado y sabía a sangre. Lo besó de todos modos e intentó trasmitirle la vida que pudiera. Nada. Nada.
Ione levantó la cabeza y movió sus labios con más urgencia sobre sus ojos cerrados, sobre la mancha color carmesí que brotaba de la mejilla, su herida de antes reabierta.
Aedan exhaló. Un suspiro contra la mejilla de Ione.
—Despierta —murmuró—. Aedan, Aedan. Despierta.
El peso de su cuerpo se tensó. Antes de que Ione pudiera moverse, recobró vida y la tomó de la garganta y golpeó la espalda de Ione junto con él contra el muro, sus piernas entre las de ella y su cuerpo pura fuerza contra ella. Sintió que le quitaban el aire de un golpe; no podía respirar, la apretaba con mucha fuerza, el rostro de Aedan cubierto de terror, violencia y silenciosa muerte en cada línea de expresión.
Unos puntos comenzaron a nublar su vista; sus puños se separaron de los brazos de Aedan. Era más fuerte que ella, tan fuerte, que de ese modo la mataría, la asesinaría, y ella no podría decir ni una palabra por su vida, ni siquiera podría quejarse. Sólo sentía un dolor ardiente en la garganta y una oscuridad horrible y veloz que llegaba a su encuentro.
Cuando no pudo verlo más, cuando no pudo mover los brazos o sentir su cuerpo, las manos de Aedan dejaron de ejercer presión.
Io inhaló con estremecimiento.
Comenzó a ver manchas de color; poco a poco, el rostro de Aedan comenzó a rearmarse como las piezas de un rompecabezas que flotaban y la provocaban. Aedan la sostenía a su lado, un pequeño temblor en sus huesos, los ojos nublados. Había sangre en ambos; la saboreó en sus labios. Los dedos de Aedan todavía rodeaban el cuello de Ione.
Tenía miedo de moverse, miedo de mirar a otro lado.
—¿Ione? —dijo Aedan, con un tono de voz de incertidumbre.
—Sí—se las arregló para decir, su voz aún más gruesa que la de él.
—¿Ione? —La miró como si no pudiera creer lo que veía. También fruncía el ceño; un gesto de indignación en las cejas.
—Sí —dijo una vez más y le empujó las manos.
Aedan se hizo a un lado con un estrépito de cadenas, revisó sus rodillas, sin poder ponerse de pie por los grilletes.
Io se sentó y se quitó el cabello de los ojos. Estaba apaleada y dolorida y tan feliz de verlo que por un instante todo lo que pudo hacer fue devolverle la mirada; la garganta le ardía de dolor y felicidad, de ambas cosas.
Aedan dejó caer su rostro en las manos de Ione. Ella oyó su gemido apagado y se acercó más y le acarició el cabello.
—Todo está bien. Mírame, amor, no estoy herida.
—Vete —dijo todavía con un tono de voz apagado—. No eres real.
—Lo soy. Tan real como la luz del sol y el alma. Soy yo, tú amor.
Aedan levantó la cabeza. Ione mantenía su mano en el lugar con los dedos enroscados en negras mechas de cabello. Aedan parpadeó desde la neblina que lo rodeaba y despertó finalmente.
—Eres un rey —murmuró Ione.
—Cierto. —Sonrió con una risa quebrada y cínica en la oscuridad—. Espero que estés adecuadamente impresionada.
—Un rey esclavo es aún rey.
Se acababa el tiempo. lo tomó una de los grilletes alrededor de la muñeca de Aedan; era pesado y molesto, una banda gruesa y torpe con un aro soldado para la cadena y un orificio para la llave. Con destreza, Ione deslizó los dedos entre el hierro y ambos lados de la muñeca de Aedan. Tiró. Probó su fuerza.
La mirada de Aedan iba de las manos al rostro de Ione y viceversa.
—¿Qué haces aquí?
—¿Qué crees? —repreguntó y con un gruñido lleno de enfado se dio por vencida frente a los grilletes. En Kell, sería insignificante, podría abrirlo con una sola mano…
—Vete —dijo Aedan, con un movimiento repentino hacia atrás—. Por Dios, Ione, ¿estás realmente aquí? ¡Vete ahora! ¡No es seguro para ti!
—Ni tampoco para ti —murmuró mientras examinaba la pesada cadena. Era una sola y se encontraba entre los dos grilletes fijada con pernos en el suelo por el centro con clavo. Cogió las uniones alrededor del clavo y tiró tan fuerte como pudo apoyando el pie sano con firmeza contra el muro. El metal crujió y se estiró pero no cedió, y finalmente Ione cayó al suelo, agitada, con los dedos entumecidos.
Aedan sólo miraba, triste, controlado. Cuando Ione posó su vista en él, Aedan sonrió una vez más, con mayor amabilidad, sin rastro de burla; Ione quería gritar o llorar o las dos cosas a la vez.
Levantó una de las manos con grilletes, una caricia de plumas sobre el brazo de Ione, como si los hierros no estuviesen allí.
—Bella sirena. Vete. No podrás salvarme esta vez.
Ione apenas pudo ponerse de pie.
—¿Que no podré?
Ione se había olvidado del guardia que se encontraba en la puerta con estúpida paciencia.
—Entre —le ordenó, y el guardia lo hizo. La inmediatez de luz de la antorcha hizo que Aedan volviera su rostro luna un lado, que las ratas chillaran y huyeran por las grietas y la paja podrida.
—La llave —dijo Ione y extendió su mano—. La llave de las ataduras. ¡Pronto!
El guardia frunció el ceño y comenzó a negar con la cabeza.
—No, no. No hay llaves. Está solo, no hay llave, ellos dijeron, no tiene nombre, hay que mantenerlo aquí…
Ione estalló. Lo cogió y lo empujó hacia la pared con ambas manos; la antorcha giró y cayó al suelo, las chispas se esparcieron y formaron un arco dorado sobre el suelo.
—La llave —exigió, pero su magia había disminuido y el hombre tan sólo la miró con ojos bien abiertos, mientras continuaba sacudiendo la cabeza.
—No, no, no hay llave, dijeron que no tiene nombre, no diré el secreto, por mi vida, no le diría…
Io lo golpeó en la mandíbula, que crujió. El guardia colapso con majestuosa holganza, enrollándose hasta que cayó en el suelo, brazos y piernas abiertas. Ione pateó la antorcha, se arrodilló y buscó el llavero en la cintura del guardia. Lo tenía. Lo arrancó del cinturón, todavía tenía la fuerza para eso, por todos los dioses, y corrió hacia Aedan mientras elegía una de las llaves que pudiera funcionar.
Aedan extendió los brazos, sin palabras, mientras Ione probaba la primera llave. La siguiente.
Se oyó un ruido al otro lado de la puerta. Resonó la voz de un hombre. Ione se sobresaltó y las llaves produjeron un ruido metálico y musical.
—Ese debe de ser el segundo guardia —dijo Aedan, con calma.
Io seguía probando las llaves. Sus manos comenzaron a temblar; estaba lista para morir del susto. El corazón le latía con fuerza, magullándole el pecho.
Más ruidos. Oyó pasos que se acercaban, el sonido del agua distante del pozo negro.
—Llamará a otro más antes de llegar aquí abajo —continuó Aedan en voz baja, mientras contemplaba el trabajo de Ione—. Estarán armados. Debes irte ahora.
—Tranquilo —castañeó e introdujo con fuerza otra llave en el orificio.
—¿No lo entiendes? —comenzó a surgir una exasperación por sobre la calma—. No puedo protegerte así.
—No tendrás que…
—¡Déjame! Existe otra salida. Un pasadizo secreto debajo de las escaleras…
—¡Tranquilo!
—Otra llave. Otra. Todas eran semejantes… ¿Había probado esa antes? ¿Cuál era? Maldita sea, no podía dejar de temblar…
La atención de Aedan estaba posada en la puerta. El cuello, estirado. Ione también lo oyó: nuevas llamadas, dos hombres o quizás más, cada vez más cerca.
Aedan miró una vez más a Ione. Su voz fue un murmullo bajo.
—Ione, escúchame. Irás a la base de la escalera…
—No iré.
—El séptimo escalón a partir de la base…
—Casi lo tengo…
—¡En nombre de Dios, vete!
—No recorrí toda esta distancia tan sólo para…
—No dejaré que te sacrifiques…
—Debes…
—Yo no…
—Ione…
—¡Puedes tranquilizarte, por favor!
Pero sus nervios estaban crispados y sus manos más allá de control; intentó introducir otra llave en la cerradura y no pudo. Dejó caer el llavero.
—¡No, no, no, no! —Recogió las llaves y las arrojó con violencia hacia el muro. Luego, con salvaje desesperación, tomó el clavo enterrado y tiró con toda su fuerza, casi gritando del esfuerzo.
Cedió.
Trastabilló, luego cayó sobre su trasero con el clavo delante de ella.
Ione miró a Aedan. De repente, ambos comenzaron a reír como tontos.
La última de las antorchas se extinguió; la celda se volvió oscura. En ese mismo instante, hubo movimiento en la puerta, una figura con prisa sostenía una espada que agitaba ciegamente.
Ione intentó ponerse de pie, inhaló para advertir a Aedan quien ya se había movido. Con seguridad, tampoco él veía; no podía ver lo que Ione hacía. Con la espada en alto, el hombre se abalanzó sobre ellos, pero Aedan giró hacia un lado y la espada golpeó el muro de piedra. Aedan cogió con sus manos la cadena suelta y la lanzó con fuerza contra el torso del otro hombre. El guardia se inclinó hacia delante y maldijo. Entonces Aedan se lanzó sobre él, ambos se batieron en un movimiento lleno de furia y silencio; Aedan con la cadena y el hombre con su espada, sobre la garganta de Aedan.
Ione arrojó el clavo. De pura suerte, golpeó al guardia y no a Aedan. La punta contundente golpeó la espalda del guardia en el momento que el puño de Aedan golpeó la mandíbula del hombre. El guardia cayó redondo al suelo con un lamento y permaneció inmóvil.
Aedan se volvió hacia Ione, una cadena que avanzaba a rastras.
— ¡Ione!
—¡Estoy aquí!
Las manos de Aedan estaban frías y las cadenas aún más frías. Rozaban a ambos cuando Aedan la besó, un fuerte y delirante apretujón sobre los labios de Ione.
—Pensé que eras un sueño. —Presionó sus labios sobre la mejilla de Ione; la boca de Ione ferviente como para demostrarle que era verdaderamente real—. Pensé que había muerto de nuevo al verte aquí.
—Ambos lo estaremos si no salimos deprisa. —Se reclinó—. Vienen más. Los puedo oír.
—El pasadizo…
—Por aquí.
Pero Aedan no necesitó que Ione lo guiara. Había una luz al otro lado de la puerta, más y más brillante, y había voces que se reunían a su alrededor, murmullos incoherentes y luego, un silencio repentino y sospechoso.
Io y Aedan salieron de la celda y se encontraron con la fila de hombres que descendía la delgada escalera y bloqueaba la salida del séptimo escalón de Aedan. Por un instante no respiraron, sólo se movieron las sombras que se desplazaban con rapidez por los muros y espadas con la fuerza de tres antorchas sostenidas en lo alto.
Siete hombres; no, ocho. Ocho extraños los miraban fijamente, provistos de armas y armaduras. Uno entre ellos parecía brillar de un color plata: el hombre rubio que había estado con la reina, el que sostenía su mano y le ofrecía ese firme consuelo.
—Rodéenlos —ordenó el hombre en un idioma simple y disonante que Ione no había oído hacía mucho tiempo—. Despacio, despacio.
—Deténganse —replicó Ione en el mismo idioma. Sacó la daga de debajo de su vaina oculta, empuñada delante de ella—. Acérquense a su peligro.
Todos la miraron con sorpresa, incluso Aedan, tenso junto a ella.
—Noble dama —dijo el hombre de plata que daba las órdenes después de un momento, con la cabeza hacia un lado—. La saludo. Pero dese por vencida en esta pelea. No la ganará.
Io siguió el tono de la conversación.
—Hombre innoble, por mi vida, que usted tampoco.
—Usted —Aedan se adelantó—. Asqueroso bastardo asesino, lo conozco…