—Todos los días hay algo nuevo. Todos los días, una nueva concesión y ellos ganan más y más poder y ella menos.
—Paga en oro —dijo el segundo hombre—. Cumplir mis órdenes.
Conoces las órdenes…
—Creo que deberíamos irnos. Somos los únicos que sabemos lo que sucedió… Por Dios, ¿crees que estaremos a salvo? No puedo dormir más a la noche. Veo los ojos de ese bastardo en todos lados. Creo que deberíamos irnos ahora.
Digo que lo arrojemos aquí…
—¿Adónde? —rió el segundo hombre—. Si te quiere a ti, te encontrará. Es mejor estar cerca de un falso amigo que lejos.
—¡Mejor vivo que muerto! Podría asesinarnos aquí, hoy mismo… ¿crees que ella lo detendrá? ¿Crees que alguien lo sabrá?
Nadie nunca lo sabrá…
Sí, conocía a esos tipos: los hombres de sus pesadillas, sintió un movimiento enfermizo y un dolor cegador. Era muy probable que nunca los olvidara. Allí, delante de su nariz, se encontraban los dos primeros versos del acertijo que había jurado resolver.
Aedan no tenía ni escudo, ni armadura, ni un protector para sus botas. Tenía sólo la espada oxidada y una furia que maduraba en su pecho.
—¡Huyamos! —rogó el hombre sucio.
—Suficiente.
—No deberíamos estar aquí —murmuró el otro.
—No —dijo Aedan mientras quedaba a plena luz—. No deberían.
Los dos hombres saltaron y se movieron con rapidez y giraron. Quedaron boquiabiertos en cuanto lo vieron. Aedan se dirigió hacia el elegante campamento y mostró sus dientes frente al miedo que los palidecía.
—Y sin embargo —continuó—, aquí están. Estoy tan sorprendido como ustedes. —Su sonrisa se estrechó—. Bien. Quizás no tan sorprendido.
En ese momento, los reconoció, o pensó que lo había hecho, soldados de la segunda guardia, buenos para la batalla, ni mejores ni peores que la mayoría de los hombres jóvenes que comandaba. Los había supervisado en el campo de batalla él mismo; el Príncipe Aedan había supervisado a todos sus hombres.
Pero estos dos ya no le pertenecían.
El primero emitió un graznido, sus labios se movieron. Las palabras comenzaron a fluir, entrecortadas y con prisa.
—Señor Jesús, protégenos. Dios, sálvame, Jesús, María, sálvame Dios…
—¿Quién te pagó para que me traicionaras? —preguntó Aedan con un tono de voz civilizado y helado.
—Jesús, Jesús, María, ayúdame por favor…
—Me perteneciste una vez. —Se acercó más, un paso por cada uno de ellos cuando retrocedían—. Y ahora otra vez. Saben lo que podría llegar a hacerles. Dime el nombre y quizás continúes con vida.
—María, María, María…
—El nombre —insistió, aunque en realidad no lo necesitaba. Por María, pensó, no lo necesitaba…
Con un grito, el segundo hombre giró y corrió para adelante. Aedan lo esquivó y lo embistió, la furia ahora lo quemaba y la espada oxidada que sostenía golpeó fuerte contra la otra espada y lo empujó hacia atrás, atrás. El hombre gritó y volvió a girar, un movimiento rápido, indisciplinado.
Aedan lo interceptó, gruñó, sintió el golpe en su brazo. Permanecieron allí juntos, los rostros enfrentados, mientras su enemigo sangraba y la boca se le aflojaba.
Aedan retrocedió y quitó la espada del cuello del hombre. El cuerpo cayó sobre el barro.
Miró al otro guardia, acobardado, en la tienda de campaña blanca.
—El nombre —dijo Aedan, suave como la seda. El hombre dio media vuelta y huyó. Aedan corrió a gran velocidad detrás de él, siguió la agitación de la túnica entre los árboles mientras esquivaba ramas y leños caídos. Aedan ganaría; sabía en su interior que ganaría porque estaba en lo cierto, porque estuvo equivocado, porque ya sabía el nombre del que lo había castigado…
El hombre desapareció detrás de una pared de ortigas grises. Aedan lo persiguió y lo golpeó contra las espinas y terminó directamente en un claro donde había un grupo de cazadores con caballos, grandes hombres vestidos con cueros. Varios de los caballos se resintieron a la intrusión, resoplaron y se hicieron a un lado, pero la presa de Aedan no les prestó atención y corrió directo hacia el corcel negro que se ubicaba en primer lugar y se arrojó al suelo delante de él. El jinete principal no estaba solo: había una mujer sentada delante del hombre, las piernas de la mujer sobre la falda del hombre en el modo que acostumbraban los campesinos o los amantes. La dama se volvió para observar la conmoción, al igual que el resto, su mano todavía se encontraba sobre la mejilla de su compañero. Su cabello colgaba y rozaba el pecho del hombre. No era una campesina.
El hombre cubierto de tierra resollaba mientras cogía con fuertes manos la paja.
—Milady, milady, mi señor…
Aedan permaneció inmóvil. La espada se movía en sus dedos flojos.
Caliese lo miró con creciente incredulidad, pero no fue su hermana quien le vació el corazón con tanta rapidez. Fue el hombre que la abrazaba, de cabello rubio y sonriente… el picto que lo había asesinado en la emboscada no hacía dos meses.
—Llévenselo —dijo el picto y los cazadores en sus corceles se acercaron; un trueno en el suelo debido a los cascos.
* * * * *
Los días pasaron, días largos y vacíos, llenos de nubes y viento y lluvia. Ione no se animaba a salir de su castillo, de la sombría seguridad de su fortaleza. Su herida sanaba lentamente; cojeaba como lo había hecho Aedan, todavía lo hacía, sin duda, pero había evitado la ayuda de un bastón hasta que una mañana encontró la lanza de Aedan y comenzó a usarla.
Hubo tormentas que abrasaron el cielo y anunciaban el invierno. Las veía desde su alcoba. No tenía deseos de nadar en medio de ellas. Incluso los dioses ya no le provocaban placer. Parecía que se burlaban de ella en ese momento, vacíos pero sonrientes. Finalmente, un día, arrojó al sonriente Apolo por la ventana y dejó que se hiciera añicos en las rocas que bordeaban la fortaleza. Eso ayudó. Por un tiempo.
Sin embargo, al final, Ione se rindió al llamado de su corazón. Buscó en los baúles de prendas de vestir y tomó lo que pensó que le serviría y lo ató con piel de foca. En un día de viento fuerte dejó el castillo, se marchó de la isla de Kell y partió hacia el mar.
* * * * *
Era una isla oscura e inmensa. No la más cercana a Kell, en lo más mínimo, pero la más grande de todas las que había alrededor. Había estado allí antes, por supuesto, pero no conocía el nombre de la isla o si incluso tenía uno desde la última vez que había estado allí. Parecía un buen lugar para comenzar la búsqueda. Si Kelmere era un reino, seguramente prosperaría allí. Y si no, descubriría dónde.
Había un lago de mar interior, de agua salobre, llena de botes y cañas. Io se deslizó entre ellos sin ser vista, en silencio, alerta. El muelle estaba lleno de hombres; otra buena señal.
Esperó que anocheciera para salir del agua y caminó con dificultad hacia una costa fangosa; luego, hacia el bosque que se encontraba detrás.
* * * * *
La mujer caminó hacia el campamento con gran seguridad, sorprendió a los centinelas que se encontraban reunidos, alrededor del fuego para terminar lo que les quedaba de Cena. Se pusieron de pie cuando surgió del bosque; pan y venado achicharrado desparramados por el suelo. Más de la mitad de los hombres tomaron sus espadas y las levantaron antes de darse cuenta de que estaba sola.
Y tan, tan encantadora.
Con tranquilo interés, ella los examinó. Su cabello era del color rojizo del otoño, suelto y enrulado, su piel luminosa, sus ojos encendidos. Llevaba puesto un vestido largo con pliegues dorados, adornada con pulseras y perlas y un cinturón ancho con zafiros, tal exquisitez no la habían visto ni siquiera en su reina. En una mano llevaba lo que parecía una lanza, de madera oscura pulida que golpeaba contra el suelo con cada paso.
Se detuvo en el borde del fogón y les sonrió.
Un soldado anciano más tarde le contó a su hijo que nunca había visto una sonrisa así, nunca había sentido los brincos que dio su corazón frente a la belleza de esa mujer, nunca había conocido el pavor, ni el miedo, ni la felicidad hasta ese preciso instante.
—Buenas noches y mucho gusto —dijo la mujer, con una voz que parecía derretirse sobre sus labios, increíblemente dulce. Busco a su príncipe.
Kelmere era mucho menos de lo que se había imaginado y al mismo tiempo, mucho más. No había grandeza romana allí: eran celtas de las colinas y se notaba. Vestían con lanas, fieltro y cuero grueso, cálidas vestiduras con los colores de la naturaleza, azul cielo, verde hierba, rojo petirrojo y el humeante anaranjado del atardecer. Io tenía la extraña sensación de que sus prendas de vestir eran demasiado finas. Ella tan sólo había tenido como ejemplo la túnica y la capa de Aedan, pero eso había sido antes de que la llevaran al gran salón de la fortaleza.
Era realmente un lugar de la tierra, madera azuzada, tejas talladas, pasillos y paredes recubiertas en madera con moho y turba. La fortaleza había sido construida sobre una colina; las ventanas eran extrañas, sin vidrios, sólo mostraban el brillo de las estrellas sobre los picos nevados de las montañas. El humo de las antorchas colmaba la alcoba y llenaba de nubes el techo.
Sin embargo, a pesar de su apariencia rústica, había riqueza también. Lo pudo ver en los broches de oro de los escoceses, los anillos y torques combinados en plata, vinajeras de bronce sobre la mesa y una gran cruz de oro que colgaba al final del salón.
Io sabía que en el mundo de los hombres, la riqueza significaba poder. Y poder podía significar un gran número de cosas desagradables para los incautos. Ese dominio estaba fuera de su alcance. Nunca lo había sentido con tanto entusiasmo como en ese momento.
Aire álgido, aliento frío, miradas heladas. Parecía inconcebible que Aedan, su amante de plata cálida y piedra, proviniese de tal lugar.
La gente se ubicaba delante de los muros, una gran cantidad, cientos. Nunca había visto tantos mortales reunidos en un mismo lugar. La examinaban e Ione a ellos, escondía el dolor de su pierna herida y caminaba lentamente por el angosto pasillo que se encontraba delante de ella, hacia aquella cruz con adornos.
No vio a Aedan. Sólo vio una multitud de cautelosos extraños, demasiados para contar, un gran número para engañar por demasiado tiempo, inquietos y con sus armas.
Los soldados a los que había adulado ahora la rodeaban, no conformaban una guardia sino ciertamente una escolta. Llevaban la lanza de Ione con ellos; dos hombres la sostenían con profundo respeto. Io había decidido ingresar en la morada de Aedan sin ayuda, aunque su pierna no estaba aún curada. Aunque sintiera como si caminara sobre una alfombra de cuchillos punzantes.
La magia de Kell se estaba desvaneciendo y con ella la seguridad que la había llevado tan lejos. Estaba cansada. Estaba dolorida. Rogaba que ya estuviera allí para poder descansar.
Pero no era Aedan quien estaba en el estrado al final del pasillo. No era Aedan… ni siquiera era un hombre, sino que era una mujer sola, apenas un poco más que una niña, quien la observaba mientras se aproximaba con una mirada fría y curiosa, su rostro sereno, sus manos delgadas y pálidas sobre los apoyabrazos de la silla tallada. Había hombres de pie detrás de ella; eran mayores, corpulentos, envueltos en sombras.
A unos pasos del estrado, Ione hizo una pausa, luego, desprendió con habilidad una de las pulseras con piedras preciosas de su muñeca.
—Una ofrenda, mi reina —dijo, e hizo una genuflexión—. De mi pueblo, para usted.
La mirada de la niña-mujer destelló frente a la pulsera adornada que Ione le ofreció. Luego volvió a ver su rostro, su vestido, los ricos pliegues que llegaban al suelo.
—¿Quién eres? —preguntó, sin moverse.
Si tan solo pudiera adivinar su título. Si un rey gobernaba ese reino, con seguridad estaría a su lado. Si gobernaba un príncipe, también lo estaría. Pero sólo se encontraba esa invernal niña rubia sobre el estrado, con un filete de oro entrelazado sobre la frente.
—Una viajera —respondió lo, todavía de rodillas—. Una extranjera en su tierra que ha oído cuentos maravillosos sobre este lugar.
Los ojos de la reina eran de un azul pálido; las pestañas, del color de la miel. Después de unos instantes, se inclinó hacia delante en su gran trono y tomó la pulsera de la mano de Io.
—¿Y su pueblo?
—Amigos del agua —dijo lo—. De muy lejos.
—Dulce piedad —pronunció lentamente la reina, con una pequeña y helada sonrisa y sostuvo en alto la brillante pulsera.