La última sirena – Shana Abe

Detrás de ellos, la vasija de aceite se volcó y giró para detenerse junto a la base del banco. Los pies se enredaron en los pliegues del vestido de Ione. Aedan lo pateó, liberándolos a ambos, para que no quedara nada entre ellos.

Ione tiró de la túnica de Aedan, con manos insistentes. Cuando se levantó para quitársela, Ione la rompió en dos y Aedan rió sobre sus labios, sus labios perfectos, su piel brillante. Ione rió con él, sin aliento.

Luego Aedan la besó, un beso largo y carnal, lengua, sabor y rosas, su cuerpo resbaladizo y ardiente, latía por ella.

Aedan sintió algo frío en la espalda. Ione había encontrado el bálsamo y lo estaba vertiendo sobre él, sobre ella, lo extendía, lo friccionaba. Aedan se sentó, llevándola con él. Brillaba con el aceite, brillaba como una estrella, resplandecía, una maravilla de colores y deleite, y una dulce y sorprendente sonrisa. Lo conmovió, en verdad lo serenó, lo mantuvo en un lugar más profundo, su corazón oprimido, su alma ofuscada.

—Ione, yo…

Pero Aedan no sabía lo que quería decir, cómo expresar lo que sentía. Las palabras no eran suficientes para abarcar la necesidad interna.

Hermosa, gloria cegadora, te deseo, te deseo, amada…

Ione inclinó la cabeza y mantuvo su dulce sonrisa. Extendía las manos y lo acariciaba. Encontró su miembro y lo presionó con las manos con una caricia lenta y exquisita. Aedan la tomó por las muñecas (en su aturdimiento, apenas supo si había intentado detenerla o motivarla) y ella lo hizo de nuevo, deslizó su cuerpo sobre el de Aedan que estaba en una deliciosa agonía.

—Bésame —dijo, y él lo hizo, enrollaba su trenza alrededor de su puño, acercándola hacia él. El lazo de perlas se agitó, las cuentas blancas como la leche se desparramaron entre ellos con el sonido de las gotas de lluvia.

—Tócame —demandó, y Aedan también lo hizo, y encontró la hendidura entre sus piernas, los pliegues húmedos preparados para él, humedecidos con el aceite, con ella. La acarició y la provocó y la estiró hasta que comenzó a gemir y a empujar su mano con quejidos suaves y urgentes y Aedan pensó que moriría.

—Hazlo —le ordenó, gutural—. Ven, dentro de mí.

Y Aedan lo hizo.

Fue rudo y bruto y violento, glorioso. La penetró sin tacto, la usó para su liberación. Dejó que ella lo usara. Corcovearon y bailaron juntos; él le levantó los brazos por sobre la cabeza; ella le clavó los dientes en el cuello.

Las perlas giraban alrededor. La grava crujía y Aedan empujó con más y más fuerza, con sus muslos abiertos y el cabello de Ione desparramado salvajemente debajo de su cuerpo. Ione se retorcía y se quedaba sin aliento, con la vista perdida. Aedan le soltó las muñecas y llevó sus manos debajo de sus caderas. La levantó, exhausto, e Ione gritó y llegó al clímax sobre él, llenándola con lo más profundo de su ser, un fluido extenuante y doloroso.

El tiempo pasó. Io no podía descifrar cuánto tiempo había transcurrido, sólo que el sol había recorrido todo el cielo y el banco de alabastro reflejaba la cambiante luz con una iluminación nívea.

Ione yacía de espaldas junto a Aedan; sentía una absurda sensación de felicidad y alivio, piedras duras debajo del cuerpo y una pluma de nubes blancas por encima. Ya no estaba sola. Nunca más lo estaría, nunca más.

—Nunca comes —dijo Aedan de pronto, como terminando una conversación que habían iniciado hacía un tiempo.

—Sí lo hago —respondió—. Pero no a tu modo.

—¿Nada de pescado? —preguntó Aedan.

—No.

—Nada de carne.

—No.

—Entonces, ¿qué?

—Cosas pequeñas —dijo, pensando—. Una gota de lluvia. Una hoja de gaulteria. Elementos de la isla.

Aedan se apoyó sobre el codo y la examinó.

—¿Y eso te basta?

—Sí. Me basta.

—¿Pero y en otro lugar?

—No hay otro lugar —dijo en paz—. Todo lo que necesitamos está en Kell.

Parecía considerarlo, enmarcado entre árboles y el cielo. Su escocés todavía brillaba, su cabello largo y enredado, sus labios con una expresión seria. El aceite abrillantaba su piel y la tornaba de un color bronce, tornaba sus ojos más pálidos que antes. Aedan observo el rostro de Ione, luego la garganta e hizo una pausa en el relicario, la cadena suelta una vez más sobre ella.

Un lobo descansando. Pensó. Su lobo.

Todavía saboreaba sus besos. Podía sentir todavía su aliento contra su mejilla.

—¿Has tenido muchas otras? —preguntó Ione.

Aedan levantó la mirada repentinamente.

—Para copular —dijo—. Me preguntaste antes. Y yo me preguntaba si… habías estado con otras como yo.

Una expresión de lo más extraña apareció en el rostro de Aedan, un cierre extraño de su boca, los labios comprimidos. Después de unos instantes dijo:

—No. Nunca hubo nadie como tú.

—Ah —Ione miró hacia otro lado para esconder el placer que le causó la respuesta.

Una abeja zumbó entre ellos, atraída por la fragancia a almendras y rosas. Io levantó la mano. La abeja se posó en sus dedos y comenzó una caminata embriagadora.

—Escucha. —Ione giró su mano manteniendo la abeja hacia arriba—. Dice que esta noche estará tranquilo.

—Las abejas no hablan.

Io sonrió.

—Claro que sí. No la estás escuchando.

—Perdón. —Su tono de voz fue seco—. Supongo que no sé cómo hacerlo.

—Podrías aprender —le sugirió avergonzada.

Aedan no respondió; en cambio, tomó asiento y la abeja voló una vez más hacia una espaldera de un color rosa eglantina a la que le faltaban algunos listones. Vieron cómo se desvanecía entre los pétalos y espinas. Aparecieron tres abejas más y se fueron antes de que Aedan suspirara y le pasara una mano por el cabello, desordenándolo aún más. Finalmente habló, una nota de frustración en su tono de voz.

—¿Tú has plantado este jardín?

—Mi padre lo hizo. Plantó casi todo lo que hay aquí.

Se volvió para mirarla, mirada oscura, difícil de leer. Había flores rosas que se aglomeraban para formar un halo alrededor de su cabeza. Ione se esforzó por volver a sonreír.

—Era navegante. Un hombre de mar que vino a amar la tierra. —Io le indicó las flores, las plantas y maleza y hierbas somníferas—. Mucho de todo esto fue su obra.

—¿Cuál era su nombre?

—Allectus.

—¿Entonces él no… era como tú?

—¿Pelirrojo? —preguntó, con falsa seriedad—. ¿Con dos manos, dos orejas, una nariz? Sí, lo era.

Su mirada no se iluminó; al contrario, sus labios se volvieron más finos y sus ojos, más severos.

—Como tú, sirena.

—No —dijo finalmente—. Era mortal. Como tú.

—Es nuestra forma de ser —dijo Io—. Como somos. Sirena y mortal juntos. Es como vivimos, como… —amamos casi dijo, pero cambió— sobrevivimos.

Miraba el suelo ahora, a las perlas acomodadas entre la grava y la tierra.

—¿Qué sucedió con él?

Ella se tendió bajo el sol.

—Dejó la isla y murió.

—La maldición de la sirena —dijo Aedan despacio.

—Sí.

—«Si te atreves a venir, durante un largo tiempo permanecerás atrapado…» —Fue callando y frunció el ceño—. Atrapado…

—«En el corazón, noche y día» —terminó por él, con el mismo tono de voz.

Aedan le dio un golpecito con un dedo a una de las perlas.

—No creo en maldiciones.

—¿No? —preguntó y bajó la vista. Encontró otra perla y la hizo rodar con el pulgar como si la superficie contuviera algún significado profundo.

—¿Morirás Ione?

—Sí. También moriré.

La miró con ira y sus ojos se convirtieron en humo.

—¿Aquí? ¿Sola?

El alivio de lo comenzó a desvanecerse; también tomó asiento.

—Quizás.

—¿Y luego, qué te sucederá?

Io abrió las manos en dirección al cielo.

—Lo que sucede con cualquiera de nosotros. ¿Dios nos mira y espera que lleguemos a Él? Volaré, entonces, escocés, hasta las estrellas. Hacia Dios.

—Con mi alma —remarcó, con esa voz seca una vez más.

—En lo más profundo de mi corazón —dijo con honestidad—. Amado y directo a Dios.

La estudió, luego su relicario. Ione pensó que hablaría, pero en cambio, se inclinó, acercó sus manos a su rostro y la besó. Para no perder el equilibrio, Ione se aferró a los hombros de Aedan, sorpresa y placer afloró en ella, quien le devolvió el beso y mucho más: sus dedos en el cabello de Aedan, su nombre sobre sus labios. Aedan la acarició con ardor, febrilmente, como si nunca lo hubiera hecho. Las manos y los corazones y los cuerpos eran uno; juntos se recostaron sobre la tierra oscura y aceitada y comenzaron a explorar las bellezas de sus cuerpos debajo de la aglomeración de nubes.

Capítulo 10

Necesitaba nuevas prendas de vestir. Una vez más.

Por suerte, en Kell había baúles y baúles con prendas de vestir, suficientes como para toda la vida del escocés; un armario para emperadores o soldados o marineros; lo que él deseara, lo le mostró los baúles y dejó que les echara un vistazo a los atuendos desordenados. Vio cómo tomaba túnicas, togas, mantos; disfrutó con la variedad de expresiones en el rostro de Aedan, desconcierto y satisfacción, irónico asombro frente a un manto tejido en oro y ribeteado en rubíes. Lo volvió a guardar junto con las togas.

Io se apoyó contra la pared mientras Aedan buscaba y recordó con satisfacción la razón por la que necesitaba nuevas prendas de vestir. La luz del sol cubierta por nubes que se filtraba por la ventana adornaba a su amante con líneas más suaves, caía entre los pliegues de la sábana que utilizaba para cubrirse y donde habían hecho el amor después del placer del jardín.

Se veía muy bien envuelto en la sábana, relajado, su cuerpo delgado y brillante, igual que la escultura de Apolo en la alcoba cercana. De hecho, prefería que usara sólo la sábana, o nada, pero Aedan se había negado.

Ione jugaba con su relicario. Bien, dejemos que se vista. Dejemos que encuentre lo que desea, como ella lo había hecho. Se quitaría las prendas pronto.

Se decidió por una túnica muy parecida a la que traía puesta en un principio, verde como la salvia, sin adornos. Eligió unas calzas que le combinaran y se quedó con las mismas botas. Cuando terminó y se volvió hacia Ione, era un hombre una vez más, aunque uno muy hermoso, vestido con atuendo de hombre y apoyado sobre el bastón.

—A comer —dijo Aedan, con énfasis.

—Abajo —respondió, y se alejó de la pared para caminar junto a él.

Cenó carne seca y pan, fruta fresca del jardín. Ione le ofreció pera en rodajas, un trocito por vez y él bebió el jugo que quedaba en sus dedos, su lengua color púrpura sobre la piel de Ione. Sus ojos se encontraron; lo se acercó más, atraída a las profundidades color plata.

Cuando se besaron, Aedan sabía a verano, a néctar y éxtasis. Io dejó el último trozo de pera sobre la mesa.

—Otra vez no —dijo Aedan y apoyó el rostro sobre el cuello de Ione—. Todavía no, Ione. Me matarás.

—Nunca —prometió, y se acomodó en su abrazo, con la mejilla contra el cabello de Aedan.

Ione pensó que su corazón estaba henchido, verdaderamente henchido y apenas lo miró cuando Aedan dijo:

—Debo irme ahora.

Aedan se puso tenso y le soltó las manos. La calidez de su cuerpo fue reemplazada por el constante y débil frío de la fortaleza.

—¿Adónde?

—A la playa.

—Iré contigo.

Aedan la miró de soslayo.

—Como quieras.

Mientras ellos jugaban, las nubes de las montañas cubrieron la isla y se establecieron con vigor fantasmal sobre los valles v hondonadas. Para cuando Aedan e Io llegaron a la costa, la isla estaba bien cubierta por lo que ella no pudo ver la colección de maderos rotos, desparramados en piezas sobre la arena, hasta que estuvieron casi encima de ellos.

No era solamente madera rota, no, no sólo eso. Botes rotos. Timones, sogas, remos, estacas, el largo armazón de un bote de remos o un bote salvavidas. Todo yacía con cuidadoso detalle; la silueta de lo que podría ser una embarcación completa en pedazos.

Aedan se alejó de Ione y encontró un lugar para tomar asiento. Tomó un remo roto y comenzó a unirlo con una soga.

—¿Qué estás haciendo? —preguntó lo, pero ella lo sabía… lo sabía.

Permaneció en silencio, como en blanco. Trabajaba con lentitud, metódicamente y en sus movimientos ella descubrió la habilidad de toda una vida: cómo maniobraba la madera, el manejo de la soga, los cuidadosos nudos. Ione sintió un peso terrible y doloroso en el estómago al ver sus manos y su cabeza inclinada hacia delante. Sintió que enmudecía salvajemente y luego que era traicionada, indignada, por él y por ella. No tendría que haber confiado en él. ¿Por qué había confiado en él?

—Te irás —dijo lo—. Te irías, incluso ahora.

—Sí —respondió sin mirarla.

Io no se inmutó. No podía pensar más allá de un simple y devastador hecho: se está yendo, no puede irse, paro lo hará.

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