La última sirena – Shana Abe

Pero Aedan quería dejarla. Se iría y no podría seguirlo.

Que Dios la perdone. Quizás los había condenado a ambos.

La debilidad la hizo llevarlo hasta allí. La debilidad, su soledad lo que hizo que buscara y se llevara lo que nunca debió pertenecerle…

Había pasado años y años sola en Kell. Qué hermoso había sido, por más corto que fuera, tener compañía. Hablar en voz alta y oír otra voz. Ver huellas en la arena que no fueran las propias. Sentir calor en la noche, finalmente calor.

¿Qué haría cuando se fuera?

Io se enjugó una inoportuna lágrima. No lloraría por él. Odiaba llorar.

Giró hacia un costado y colocó la cabeza sobre el brazo. Deslizó los dedos sobre la tierra marrón. Irse o quedarse debía ser una elección de Aedan. Ninguna sirena podía retener a un hombre en contra de su voluntad porque, de lo contrario, la maldición caería sobre ambos.

Bien, entonces. Dejemos que intente irse. Si era ciego y estúpido, lo suficientemente tonto como para querer irse, él no la merecía ni tampoco a Kell. Podía regresar a su ridícula y aburrida tierra y vivir su ridícula y aburrida vida mortal y olvidarse de ella al igual que ella se olvidaría de él… a menos que la maldición lo matara a él primero.

Tomó un poco de tierra y la esparció sobre los helechos. Sí. Hombre poco inteligente. Escocés terco y desagradecido.

Dejemos que se vaya.

Pero dentro de ella, en lo profundo de su ser, bien escondida, yacía la llama de una esperanza obstinada, extremadamente irritante. Ardía sin importar lo que ella pensara.

Esperanza, pensó, debe de haber una manera de hacer que se quede.

Io giró y volvió a contemplar el cielo y colocó sus manos sobre su corazón, para calmar el dolor.

Pasaron los días. Finalmente, regresó a su hogar.

Lo encontró dormido en el jardín del castillo, estirado sobre un banco de alabastro cascado. Yacía a la sombra de una nueza; la luz del sol se colaba entre las hojas sobre él, un mosaico de luz y sombras sobre el cuerpo.

Mientras Ione se aproximaba, abrió los ojos. La inmovilizó con sus ojos color plata.

Aedan había mejorado y empeorado en su ausencia. La barba ya no estaba, revelaba una mandíbula fuerte, labios sensuales que conocía bien, pero su piel estaba enrojecida, el oscuro cabello despeinado, la túnica gastada. Tendría que cambiar lo que mantenía las tablillas en su lugar.

—Ione. —Tomó asiento, ceñudo—. ¿Dónde cuernos has estado?

—No te debo mi tiempo —respondió, pero mantuvo un tono de voz tranquilo.

Permaneció de pie con un nuevo bastón, notó Ione, uno de madera de fresno.

—He estado… —Aedan se detuvo para aclarar la garganta—. He estado preocupado por ti. Eso es todo.

—No hace falta. —Y extendió la mano—. Te traje un obsequio.

Aedan observó la vasija simple y pequeña que traía como si pudiera contener una serpiente venenosa; su expresión la hizo sonreír y luego reír.

—No te preocupes, escocés. No te lastimaré. Preparé un bálsamo para tu piel, para curarte. Para protegerte del sol.

Aedan no pronuncio palabra. Continuaba ceñudo.

—Lo necesitas —agregó sin rodeos—. Sin protección, el sol envenenara tu sangre y confundirá tu mente.

—Quizás ya lo ha hecho —murmuró.

—Quizás —aceptó, alegre—. Siéntate. Déjame ayudarte.

Se había tomado su tiempo para encontrar nuevas prendas de vestir; esta vez, una túnica de una austeridad engañosa, púrpura como la concha de un berberecho, majestuosa y profunda. El cabello en una sola trenza llegaba por debajo de su cintura, sujeto con perlas. Quería verlo a gusto, que pensara no en ella sino en lo que podía ofrecerle. Al menos por ahora.

Aedan se recostó sobre el banco, no demasiado relajado, atento. lo le entregó la vasija de arcilla para que le quitara el corcho.

—Es un simple aceite. ¿Lo ves? —Se arrodilló delante de él, tomó de nuevo la vasija y la inclinó para que una gota cayera en la palma de su mano—. Almendra dulce, esencia de rosas, caléndula, lavanda. Pétalos color escarlata de las amapolas, para dar calor. —Y se llevó la palma de la mano a la boca para lamer la gota—. Lo suficientemente inofensivo como para ser bebido. Nada que temer.

—No te tengo miedo, Ione.

—Excelente.

Aedan la tomó por la muñeca.

—No te tengo miedo —repitió, absorto—. Quiero que lo sepas.

Estaba tan cerca que Ione podía ver las pequeñas líneas alrededor de sus ojos; la mirada de Aedan estaba posada en la de Ione, fija y fuerte, como la luz que proyecta una espada.

—Bien —dijo—. Te lo agradezco.

—Lo que siento por ti… nunca podría llamarse de ese modo.

Una mecha de cabello oscuro se elevó con la brisa y rozó la nariz de Ione. Se volvió, aturdida, con el temor de que alguno de sus pensamientos y deseos quedaran expuestos delante de él.

—Aquí tienes. —Le entregó la vasija una vez más y permaneció de pie—. No deberías esperar para usarlo.

—Gracias.

Ione encogió los hombros y se alejó del banco y contempló la gran masa enroscada de nuezas. Extendió un dedo y dejó que uno de los tallos se enroscara en él. No pensó que Aedan la seguiría.

—No miraré —dijo hacia las hojas.

Se oyó un susurro, ruido a roce de tela, a pies sobre la grava. Ione sintió una dulce presión en su pecho, delicada como los zarcillos de nuezas e igual de fuerte.

—Huele bien… —dijo Aedan.

—Rosas —le recordó—. Crecen con abundancia aquí.

—Las he visto.

Ione observó más allá de las hojas, la bruma en el cielo azul. Un par de chochines volaban y se dirigían al bosque.

—¿Te agrada? —preguntó lo.

—¿El qué? —Su tono de voz fue cauteloso.

—El bálsamo.

—Sí. Por supuesto.

Ione tiró del zarcillo.

—¿Has terminado?

—Casi.

—Entonces déjame ponerte en la espalda —dijo Ione—, ahí no puedes llegar.

El silencio que siguió fue largo y pesado. Finalmente, Aedan dijo con una voz peculiar y sin interés:

—Muy bien.

Se volvió hacia él con un movimiento lento de su falda color púrpura, su trenza se agitó detrás.

Aedan todavía llevaba la túnica, pero la cinta de sujeción estaba suelta y mostraba la amplitud de sus hombros y el pecho que ahora brillaba con el aceite. La espada, el cinturón y la vaina yacían a un costado sobre el banco. Estaba sentado y contemplaba la vasija redondeada que tenía en las manos; con los ojos entreabiertos, la espió. Por primera vez, Ione notó que el cordel estaba desatado, que faltaban las cuentas.

Quizás tendría que hacérselas de nuevo más tarde.

Los pasos de Ione no hicieron ruido sobre el sendero. Permaneció de pie delante de él y extendió su brazo. Aedan le entregó la vasija. Vertió una medida de aceite en la palma de su mano y admiró la clara textura que tenía; luego colocó la pequeña vasija junto a la espada. En lugar de ir hacia el otro lado del banco, Io se colocó entre las piernas de Aedan y, antes de que pudiera quejarse, se inclinó hacia delante y frotó sus manos sobre la curva de sus hombros. Sintió que había una tensión en él que la rechazaba; en lugar de relajarse, se tensaba más, pero no se alejó.

Hacia arriba y hacia abajo, desparramó el bálsamo en finas capas, exploró los músculos esculpidos de su espalda, suave excepto por una sola cicatriz en su hombro derecho. La cicatriz tenía forma de luna creciente, pálida por su antigüedad, y formaba un arco alrededor del hueso. Unos centímetros más y hubiera perdido el brazo.

—¿Cómo te hiciste esto?

—En la guerra —dijo, distante, a la altura de la cintura de Ione—. En la guerra con los… ingleses, creo.

—Sí. Ingleses.

Ione hizo una pausa para verter más aceite. Cuando se inclinó sobre él una vez más, aumentó la presión que ejercían sus manos, con mayor intensidad que las caricias de la vez anterior. Con sus dedos resbaladizos, masajeó sus tensos músculos, llegó a la cicatriz en forma de luna creciente con pequeños movimientos. Aedan emitió un sonido profundo y casi melancólico y permitió que Ione explorara aún más debajo de su túnica.

Estaba apoyada sobre la espalda de Aedan, su cuerpo lo abrazaba con cada caricia; con cada movimiento sentía la fuerza sólida de él, la cabeza junto a ella, los brazos de Aedan que tomaban el banco con fuerza y rigidez. Era un apoyo robusto, inquebrantable, puro hombre y deseo reprimido. El abdomen de Ione estaba apoyado sobre el hombro de Aedan, los muslos contra el pecho y la dulce presión que sentía lo era desplegada, expandida, incluso potente. Cuando no pudo soportarlo más se enderezó, deslizó sus manos hacia arriba y alrededor de sus hombros y se arrodilló delante de él, sus dedos abiertos sobre el pecho de Aedan.

Aedan la miró, su rostro feroz de deseo: un duro y bello rostro, oscuro, perverso y bueno. Lentamente, las manos de lo descendieron un poco más; sintió el latido de su corazón; un trueno viviente en las curvas de su cuerpo.

La propia mano de Aedan se elevó, no para entrelazarse con las de ella, como pensaba Io. Con inesperada delicadeza rozó con su dedo pulgar el mentón de Io. Fue una caricia suave, que se contradecía con la tempestad que había en sus ojos.

—No es honesto —murmuró Aedan, casi a sí mismo. Pero su mirada estaba posada en los labios de Ione.

—¿Qué significa el honor aquí? —argumentó Ione, con la misma suavidad—. Yo no digo que hayas lastimado a nadie. No te pido que sufras. Estamos solos en Kell, será siempre así. Ese honor al que te refieres, habla de vidas que se encuentran muy lejos de aquí. —Le colocó una mano en la mejilla—. Pero tú vives aquí, conmigo.

Aedan negó con la cabeza. Ione se inclinó hacia delante y unió sus labios con los de Aedan, un beso sesgado; la mitad de un beso que inmovilizó a Aedan.

Ione movió su labio un poco más y el beso fue total. Aedan no se resistió; no respondió. La brisa volvió y encrespó su cabello, suave como la seda contra ella. Ione lo tomó con su mano y dejó que flotara entre sus dedos, luego lo siguió besando más abajo, sobre la mandíbula, más abajo hasta que con su lengua tocó su garganta.

Aedan gimió, un sonido suave y atormentador sobre los labios de Ione.

—Ione, no puedo…

Ione sonrió contra él.

—Pero yo sé que puedes.

Finalmente se echó hacia atrás y la tomó por los hombros con fuerza.

—Escúchame. —Sus ojos eran de un color plata brillante—. No tengo nada para ofrecerte, ni un hogar, ni un reino. Ni siquiera puedo darte mi nombre.

—No quiero tu nombre y no quiero tampoco un reino. Quiero tu corazón. Tu cuerpo.

Aedan rió de modo cruel.

—¿Y mi alma?

—Sí —respondió, implacable—. Está bien. Y te prometo que cuidaré de todo eso como nadie nunca lo ha hecho.

El secreto de la túnica color púrpura era que con desatar una cinta oculta se desajustaba todo el jubón. Se deslizó desde sus hombros hasta su cintura con maravillosa facilidad. Levantó los brazos y terminó de deslizarse por todo su cuerpo hasta que se arrodilló delante de él en un lodazal de faldas, el aire frío sobre su piel.

Aedan parecía ya no respirar.

—Tú me entregas todo eso —dijo con tranquilidad—, y a cambio, te entrego todo lo que soy.

Juntó sus senos, los levantó y frotó con aceite en provocativos círculos.

—Todo, Aedan.

Eso fue lo que lo quebró, la oferta que le hacía: erótica, deliberada, sus manos relucientes con el aceite perfumado, sus dedos acariciaban sus pezones como picos duros. Aedan sintió que caía, que caía en la promesa de ella, su cuerpo controlado tan sólo por un hilo de voluntad. Aedan deseaba lo que le ofrecía, lo deseaba con tanta locura que sentía un estremecimiento en él como un terremoto, un relámpago en el cielo y estaba encendido, en llamas, iluminado con deseo.

Ione hizo una pausa. Aedan oyó que pronunciaba su nombre con un tono de voz suave e inquisitivo, inseguro, como si fuera a ponerse de pie e irse.

Aedan apartó el banco y la abrazó; con un sólo movimiento ambos cayeron al suelo. Sus brazos fueron un pobre escudo contra la grava, pero no pareció importarle a Ione; Ione se arqueó con él y aumentó el deseo de Aedan al inclinar su cabeza hacia atrás y dejar su garganta al descubierto en blanca bienvenida. La cubrió con impaciencia, no fue un cortejo sutil, ni un cortejo amable. Estaban más allá de esos límites, él y ella, amantes conocidos, desde el rostro hasta la forma del cuerpo y la caricia más íntima. Aedan se estiró sobre ella y sintió que el relámpago se convertía en llama.

Sus labios tiraban de la piel de Ione, la saboreaban hasta que encontró el firme pezón de uno de sus senos y lo succionó con fuerza. Ione lo abrazó con intensidad en un sonido ardiente. Tenía las manos en su cabello; un dominio rústico que lo mantenía cerca. La espalda de Ione arqueada, las piernas abiertas. La grava lastimaba las manos de Aedan, y las rodillas; no importaba: era otra parte de su conquista, dolor y furia y fuerza, profundo placer.

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