La última sirena – Shana Abe

Sí; conocía bien cuánto más era.

En ese momento, con el sol que comenzaba a asomar, allí en una alcoba arenosa y azotada por corrientes de aire de un antiguo castillo, en una antigua isla, Aedan inició su proceso de aceptación. No tenía elección; aceptaba su destino o se volvía loco. Era inútil retar al destino, su padre se lo había dicho largo tiempo atrás con la mirada posada en la madre de Aedan y su largo cabello negro y sonrisa rápida y fulgurante.

Su madre había pertenecido a los Old Ways. Todos lo sabían; nadie hablaba acerca de ello. En secreto, ella había adorado la luna y aclamado el sol; había cortado mandrágora para los hechizos y muérdago para la suerte. De niño, Aedan la había seguido; como hombre, apenas la había amado; había aceptado la gran diferencia que había con su padre y los hombres de la iglesia. Cuando falleció, después del cumpleaños número diecisiete de Aedan, solo había regresado a la tumba en la oscuridad de la noche para ofrecerle una última ceremonia de humo, luz de luna y mirra.

Pensó, no sin una pizca de humor, que su madre habría estado de acuerdo con su increíble salvadora, al menos con su comportamiento.

Aedan levantó el tazón hacia Ione, quien lo miraba con su acostumbrado interés azulado. Luego, comenzó a comer.

La comida era horrible. El pan estaba duro como una madera, la carne tan tiesa que apenas podía morderla. Sólo la cerveza era decente y sospechó que era sólo porque le servía para quitarse la sal de la boca.

—¿Está sabroso? —preguntó, mientras Aedan daba otro mordisco.

—Sí —mintió, y estuvo feliz de hacerlo cuando Ione sonrió.

Al igual que la vez anterior, Ione no probó bocado. Aedan devoró cada migaja.

—Has terminado —dijo Ione, como si fuera una gran acción cuando Aedan posó el tazón vacío—. Salgamos.

—¿Adónde?

—Te dije que te demostraría que no estás loco. Estoy lista.

Ione se sentó hacía delante en su silla, ruborizada y hermosa, casi como una niña normal. Esa mañana tenía el cabello suelto, no había lazos con perlas ni adornos que pudiera ver. Caía por delante de sus hombros en mechas de un color que ni siquiera podía mencionar: rojizo y dorado, fuego y sol. Llevaba una capa rojiza, ajustada con broches de plata. Le llegaba hasta los tobillos, cruzados tímidamente debajo de la silla.

Ione notó que la estaba estudiando; una ceja levantada, una expresión que Aedan recordaba muy bien.

—Aunque sólo si es que estás preparado para enfrentar la verdad, escocés.

—Bien —dijo mientras se ponía de pie—. Estoy listo para ir.

Asintió con la cabeza y fue hacia un par de baúles que Aedan no había visto la noche anterior.

—Necesitarás algo más abrigado que esa túnica. Hace frío en las cuevas.

—¿Cuevas? —casi pronunció, pero se detuvo a tiempo.

Desde el otro lado de la alcoba, le lanzó un bulto de telas. Lo atrapó con facilidad y al agitarlo descubrió que era una túnica limpia color arena, tejida finamente con lana.

—¿Calzas? —preguntó Aedan.

Ione echó una mirada de duda hacia las tablillas de sus piernas.

—¿Botas? —insistió, e Ione se volvió y hurgó hasta que encontró un par.

Aedan tomó asiento una vez más y se colocó las botas mientras Ione permanecía de pie sin ofrecerle ayuda. Lo miraba a él y luego a la ventana y luego una vez más su mirada se posaba en Aedan. Se tomó su tiempo a propósito. Desató los cordones, colocó el pie dentro de la bota. Las tablillas entorpecían el proceso. Las suelas de cuero de venado todavía tenían la forma del pie del último dueño, finalmente, la sangre en su cabeza era difícil de soportar. Se ató la segunda bota con mayor rapidez, luego se sentó y parpadeó para hacer a un lado las manchas negras que le entorpecían la visión.

La túnica yacía sobre su falda. Miró a Ione. Ella le devolvió la mirada.

—¿Y bien?

—Sal —dijo Aedan.

—¿Por qué?

—Porque quiero que lo hagas —respondió de modo cortado.

Ione arqueó ambas cejas esta vez, pero se fue.

La tela color arena era suave y pesada; era un gran avance frente a su vieja túnica que no sólo estaba harapienta sino que también olía a la cena de la noche anterior. En un principio pensó que sería pequeña. Él era uno de los hombres más grandes de su clan, como decían siempre las costureras de Kelmere. Sin embargo, la nueva túnica parecía haber sido hecha para alguien aún de mayor tamaño, así que le quedó bien. Había una línea de caballos marrones cosidos en las mangas, extraños pero llamativos. Se preguntó por el origen del raro diseño, por la mujer que lo habría cosido y por el hombre que lo habría usado, al menos por un tiempo.

Ione lo esperó en el pasillo, cabizbaja, con el rostro oculto por el cabello. Cuando Aedan apareció, ella comenzó a caminar, sin volverse para mirar si Aedan la seguía.

Aedan caminaba más lento que Ione, su pierna ya había comenzado a dolerle y el madero de naufragio era realmente corto para un uso cómodo. Con rapidez, Ione tomó distancia y se deslizó por el pasillo sin sol. Cuando ya había recorrido la tercera parte de la escalera principal, se volvió con impaciencia y fue a buscarlo, agazapada. Le pasó una mano sobre la pierna y luego, por la cabeza; su caricia era templada, no así su rostro. Aedan no se movió y disfrutó del alivió que huía como agua fría por sus venas.

Caminaron juntos.

El gran salón estaba oscuro; el sol no estaba lo suficientemente alto como para penetrar el techo en ruinas. Ione lo guiaba ahora a través de las estériles mesas hacia una puerta abovedada oculta en un rincón. Llevaba a más escaleras, un descenso pronunciado, pero con el brazo de Ione a su alrededor no fue tan difícil como lo había pensado en un principio. Ione no habló ni tampoco él lo hizo; parecía natural no hacerlo, que sólo el sonido de sus pasos llenara el aire y que resonara en el angosto hueco de la escalera.

Se volvió más oscuro, luego más luminoso, más y, sorpresivamente, la luz. Una extraña luz, pálida y fría y con manchas turquesas. Las escaleras terminaban en una gastada plataforma de mármol, mojada con humedad. Más allá de la plataforma, estaba el mar, más bien el agua de mar atrapada debajo del castillo, debajo de la isla misma, ya que se encontraban, después de todo, en las cuevas.

Aedan miró fijamente, examinó el espacio ahuecado, las resbaladizas paredes de la caverna decoradas con cristales, el agua azul. No había salida al exterior desde allí, no había rastros de cielo. Hasta donde podía ver, toda la luz provenía de debajo del agua, de lo que debía de ser una abertura sumergida que llevaba al mar iluminado con la luz del sol.

Ione lo soltó. Caminó hacia el borde de la plataforma y se soltó la capa que cayó a sus pies. Estaba desnuda una vez más, pintada con los colores de otro mundo, su piel de un azul pálido, su cabello casi púrpura. Sin volverse para mirarlo, levantó los brazos, sus dedos se encontraron y formaron un capitel; con un suave y fuerte salto se zambulló en el agua resplandeciente.

Capítulo 8

Los primeros instantes eran siempre una bendición. Un alivio maravilloso, una sensación de autenticidad a su alrededor; el agua salada que limpia todas las impurezas. Io sintió que el dolor de la transformación la envolvía y se rindió ante ella, incluso la disfrutó, las burbujas hervían, el cambio se aproximaba cada vez más… Sí… Y en tan sólo un instante, sus piernas desaparecieron y su verdadera fisonomía reapareció y una vez más se volvió hermosa.

De la cabeza a la cadera, permaneció igual, con brazos y senos y una larga cabellera que se agitaba. Pero debajo de la cadera, comenzaba la magia: una cola de sirena de un verde brillante, extraordinariamente perfecta; cada escama estaba grabada en plata como cubierta por una fina capa de una brillante escarcha.

Hizo un círculo de felicidad, respiró el agua, estiró las largas escamas de sus aletas. Las sintió tan naturales como los dedos de sus manos en tierra. Sabía por instinto cómo moverlos, cómo presionar el agua para propulsarse hacia donde quisiera. Era audaz y graciosa: reina de los mares. Ese era su reino indiscutido. Que el hombre dudara de eso ahora.

Io se dirigió a la superficie, donde el escocés la esperaba. Parecía de piedra una vez más, no había expresión en su rostro. El madero de naufragio estaba inclinado de modo tal que formaba un marcado ángulo con relación a su cuerpo.

—Soy la última —dijo, mientras flotaba en el lugar—. No quedan más de nuestra raza.

—Creo que oí ese cuento alguna vez.

Ione no vio ninguna emoción en él, ninguna opinión en su rostro, más que aquellos ojos vacíos.

—¿Entonces conoces la historia?

—¿Historia? —rió; resonó entre ellos—. Sí. La conozco.

—Entonces me conoces —dijo complacida—. Soy la hija de la hija de la hija de la primera sirena.

—Seguro que lo eres. Es perfectamente razonable.

Ione se acercó a Aedan sin quitarle nunca la mirada del rostro.

—¿Te gustaría nadar conmigo?

—No —respondió, con cortesía—. No quisiera hacerlo.

—¿No te gusta el océano?

—No.

—Lo disfrutarías.

—No lo creo.

—Lo harás. —Sus pestañas adornadas con gotas de agua formaban un arco iris; rozó la superficie del agua con sus dedos y dejó que corriera entre ellos, hacia adelante y hacia atrás—. No está fría.

—Me imagino.

—Bueno, no tan fría —corrigió—. Y conmigo a tu lado, no lo notarás.

—Eso puede ser. —Su voz era tensa. A pesar de su tamaño, parecía extrañamente frágil, un hombre alto y desarrollado, de suaves músculos, con un corazón que latía. Sin embargo, lo sabía que si le daba un ligero golpecito, crearía una fisura oculta; Aedan estallaría en incontables piezas.

No podía permitir que eso sucediera.

Se acercó más. El cabello flotaba delante de ella y el océano golpeaba en sus espaldas.

—Ven conmigo, Aedan.

—No.

Una batalla de voluntades, una vez más. Ganaría esta vez; debía hacerlo.

—Entra —dijo con una seña y un tono de voz monótono, y vio cómo vacilaba ante la decisión que debía tomar. Aedan dio un paso poco dispuesto hacia ella, arrastrando un pie. Luego, otro.

Se encontraron en el borde de la plataforma. Ella lo sostenía con ambas manos; la cabeza hacia atrás.

—Eres tan bella —dijo, aunque sonó enojado.

—Lo sé —respondió, y tomó su bastón de madera retorcida con vetas gastadas por el mar—. No lo necesitarás aquí abajo.

Aedan se sentó y la miró con sus ojos de negras pestañas; el madero de naufragio se hizo a un lado en silencio. La barba sobre sus mejillas le daba un aire malvado, alerta y misteriosamente concentrado. Io le sonrió y buscó su mano. Lo acercó hacia ella aún más.

—Aquí abajo —prometió lo en voz baja—, puedes volar.

Algo en su rostro cambió. Todavía estaba enojado, todavía alerta… pero había más todavía. Atención. Sus ojos destellaron intermitentemente. Miraba los hombros desnudos de Ione, los pezones de sus senos visibles debajo del agua. Ione sintió esa mirada; un fuego comenzó a arder en su sangre, un retorcijón en su estómago. El rostro de Aedan se volvió pálido. Por un largo momento todo lo que hicieron fue mirarse el uno al otro.

Luego, Aedan se movió. Aún vestido, con las botas de suela de venado puestas, introdujo los pies en el agua y se dejó llevar. Batió las manos debajo de la superficie tranquila. Ione parpadeó y negó con la cabeza, luego continuó.

No le había preguntado si sabía nadar. Ella quería protegerlo, mantenerlo a salvo en su gruta así que apenas le importaba. Pero Ione vio que a pesar de su pierna enferma, sabía hacerlo, movimientos fuertes y rápidos que hacían que el agua rozara o piel Aedan la estudió y luego observó el suelo de la caverna; luego otra vez a ella, que se elevaba delante de él. Sus cabellos se enredaban con facilidad en las corrientes marinas.

Ione lo tomó de las manos. Colocó una sobre su hombro para que no tuviera que nadar y la otra en la cintura para invitarlo a que la explorara. Io los mantenía a ambos firmes y fue como ella había dicho: flotaba como un pájaro en el aire, sin peso.

La caricia de Aedan fue mesurada en un principio; sus dedos apenas la rozaban. Pero cuando el agua comenzó a mecerlos se volvió más atrevido, acomodó su mano al cuerpo de Ione, por encima de su cadera, encima de sus costillas. La palma de su mano rozó la curva de uno de sus senos, lo que enloqueció los sentidos de Ione, pero la mano volvió a la deriva, debajo de su cadera… y luego más abajo, donde comenzaban las pequeñas escamas, uniformes y finas.

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