La última sirena – Shana Abe

Aedan era fuerza y movimiento; los llevó a ambos a través de la habitación hasta que juntos cayeron en el lecho con la sábana de seda detrás. Ella cayó con apenas un sonido y luego él estuvo allí una vez más; un hombre poco amable con encantadoras líneas y fuertes músculos se desparramó encima de ella, cubriéndola.

Io lo abrazó.

—No me lo permitas —dijo con voz áspera y el cuerpo tenso sobre el de Ione para poder separarle las piernas.

—Sí —dijo ella; no fue la respuesta correcta, pero era verdadera y clara y lo que ella deseaba.

—Sí —dijo una vez más y le besó los labios, el mentón, el hombro salobre. Aedan gimió con un rugido que los sacudió a ambos y presionó su rostro contra el cabello de Io. Su aliento era irregular contra la garganta de Io.

Ella tiró de él; estaba inquieta debajo de él.

—Aedan, no te detengas.

Pero Aedan tenía que hacerlo. Hubo una nueva tensión en él, un silencio profundo y trémulo que pesó sobre ella hasta que ella también quedó inmóvil, hasta que ambos gimieron en medio de las sombras.

—Por favor, no te detengas —murmuró Ione desesperada.

—Contéstame esto: —Su voz era gruesa; no levantó su cabeza—. ¿Has… has estado con otros?

—¿Cómo? —No tenía sentido lo que le decía, nada de todo eso lo tenía… ¿Por qué se había detenido? Él la deseaba; ella lo deseaba; Io intentó estirarse contra su cuerpo una vez más y sintió que sus brazos la asían con más fuerza.

—Antes que yo —dijo, con insistencia—. Tú dijiste que habías visto gente… en el bosque, en el lecho. ¿Has estado con otro hombre de este modo?

—¿Copulando?

—Sí. —La palabra fue una explosión de sonido.

—No —respondió—. Sólo contigo.

—Dios. —La sostuvo con más fuerza, un corto y apasionado apretón, luego se puso de pie. Se levantó del lecho, su excitación estaba a primera vista y se fue.

—¿Pero qué importa? —Io se sentó en el lecho— ¡Aedan!

Aedan apenas podía pensar, apenas podía ver o mantenerse de pie. Oía su voz como agua sobre piedras, un dulce murmullo, incluso con un dejo de dolor.

La había lastimado. No lo había querido.

Era inocente… lo había sido. Y se había acostado con ella y la había usado y amado con una libertad y una pasión que lo sorprendía, que incluso en ese momento tenía el poder de eclipsar su mente y guiarlo de nuevo hacia ella, de nuevo entre sus brazos y su lecho y su cuerpo tan sensual.

La había usado. Y ella ni siquiera se había dado cuenta. No aún.

Fuera lo que fuera, sirena o doncella, apenas sabía qué pensar, no podría perdonárselo. Siempre había peleado con tanta fuerza por su honor, deseado con fervor probar que era digno del título con el que había nacido. Y ahora, allí, había hecho algo que nunca podría reparar.

Un príncipe ciertamente, pensó, acérrimo.

Una parte de él había descubierto la verdad, que ningún sueño podía ser tan real como lo era Ione, ninguna fantasía podía ser tan tangible. Lo supo (sí, su corazón estaba en lo cierto) en el momento que posó los ojos en ella en el gran salón.

Inocente Sola.

La forma en que vestía, en que hablaba, tendría que haberse dado cuenta antes. Nunca había estado con gente antes; nunca había hecho nada de lo que comúnmente él hacía o daba por sentado: hablar con amigos, cabalgar por las colinas, jugar ajedrez a la luz de la vela, trovadores, fiestas… todos los sellos de la civilización. Todos faltaban en Kell.

Y peor aún, la había atacado cuando la culpa era suya. Otra marca en contra de él, otro punto de desgracia.

Sintió la caricia de Ione en su brazo, suave y resbaladiza y giró. Ione lo miró, pensativa. La luz de la luna brillaba en su cabello.

Incluso si ella hubiera estado con otro, con cientos de otros, no tenía derecho alguno de reclamarla. Ningún derecho.

—Iré a dormir a otro lado —dijo Aedan, y se sorprendió al oír la firmeza con la que lo había dicho—. No me sigas. Quédate aquí, Ione.

—Te he ofendido —dijo, ensombrecida.

—No. —Quitó su mano y la besó. El deseo resurgió, al instante y absoluto; tuvo que forzarse para dejarla ir—. No. Me he ofendido a mí mismo.

Se fue cojeando de la habitación.

* * * * *

La coronación se llevó a cabo esa misma noche.

La reina montó un majestuoso corcel negro hasta la iglesia. Era el caballo de su hermano, no era el suyo; pequeño y delgado en la parte posterior; lo montó como tributo a la valentía de su hermano y la gente de Kelmere aplaudía en gesto de aprobación mientras pasaba. Para responder al clamor y los buenos deseos, la reina hacía una solemne reverencia con la cabeza; mientras mantenía los ojos fijos ya sea en la senda delante de ella o en cualquier otro lugar en lo alto, en el oscuro cielo.

La coronación sería un evento nocturno. Como se había acordado, sería otro homenaje para su hermano el Príncipe Aedan, quien había muerto al atardecer para salvar a su hermana.

Alineadas junto al sendero que los guiaba hasta la Iglesia, había cientos de antorchas encendidas; llamas más brillantes que el crepúsculo, que las estrellas que comenzaban a asomar. Caliese mantuvo el paso del corcel y las monedas de Cobre que colgaban de la montura tintineaban con cada paso y las cintas que adornaban en las crines del caballo se balanceaban y destellaban. Llevaba los colores de su padre, su insignia estampada en la falda para que todos pudieran observar que ella también lo honraba.

A su alrededor se encontraban los hombres sabios de su padre, ahora los suyos: guerreros, asesores y obispos; con sus mejores vestimentas contemplaban la muchedumbre que los aprisionaba para ver a la reina.

En la puerta de la iglesia había más personas, innumerables, y Caliese supo que dentro habría todavía más. La realeza la aguardaba en el interior. No estaban todos los que tendrían que haber participado si ella hubiera esperado uno o dos días para la coronación, pero había soberanos incondicionales y príncipes de sangre y los jefes de las Tierras Altas, incluso la Dama de los Bosques. Todos la aguardaban.

Desmontó con la ayuda de un muchacho de ojos grandes que le brindó apoyo con su mano para que luego saltara al suelo. Se volvió y saludó a su pueblo y al unísono, la aclamaron. Un rugido; un enorme clamor. Las llamas de las antorchas temblaron y centellearon.

El corcel dio un caprichoso paso y Caliese retrocedió para tomar las riendas. Deslizó su mano hasta el hocico y el c aballo se tranquilizó y luego hundió la cabeza en su busca, como pidiendo consuelo. Era una imagen preciosa: la bella y joven reina con una coronilla de lilas en el cabello; el poderoso corcel negro resaltaba junto a ella.

El sacerdote que estaba junto a la soberana observó el momento. Con gran majestuosidad se acercó más y se dirigió hacia ella en voz baja:

—El príncipe ahora está en un mejor lugar, mi reina.

Caliese levantó la cabeza. Por primera vez en días sonrió; una sonrisa alegre y resplandeciente que casi le quitó el aliento al sacerdote.

—Gracias, Padre —respondió—. Lo sé.

* * * * *

Esa noche mientras su hermana era coronada como Reina de las Islas, Aedan no durmió en lo más mínimo.

Ione lo encontró al amanecer, dormido en la habitación que su padre prefería, llena de objetos humanos colocados, según una vez le había dicho, de modo humano. Tres sillas alrededor de una mesa decorada con vidrio de color; un armario para objetos prácticos, mapas y pergaminos, tinteros, una vasija con arena fina; dos baúles con vestimentas, cerrados y contra la luz; un tapiz de un castillo, más pequeño que el suyo, con granjeros que caminaban a su alrededor y esparcían semillas en la tierra.

Aedan dormía desgarbado en una de las sillas con las piernas por delante y el mentón sobre el pecho. No parecía muy confortable. Sin lugar a duda, hubiera estado más cómodo en su lecho.

Io tomó una de las sillas desocupadas, se sentó con cuidado y esperó a que despertara. No contó las horas que pasaron. Sólo lo miró; admiró el rubor de la nueva luz que caía sobre él, su forma, sus brazos cruzados, su aliento.

Sí. Se decidió: le agradaba mucho más mientras dormía.

Durante las horas de sueño, su ferocidad se domaba; parecía más joven, las líneas de preocupación se esfumaban. Dejaba de ser una bella estatua de piedra, era nuevamente de carne y hueso, un simple ser humano, bronceado y con una incipiente barba que tornaba sus mejillas azules.

Se dio cuenta de que estaba contemplando sus manos, dedos fuertes que tomaban los codos, con rasguños pero igualmente elegantes. Manos capaces; sostenía un sable o un cáliz con igual gracia.

Recordó cómo se sentían sobre su cuerpo. Recordó el calor de sus labios, cómo la había besado como si fuera el rocío del verano, brillante y delicioso.

Ione apoyó la mejilla sobre su puño y reprimió un suspiro. Quería sentir ese beso una vez más.

¿Cómo era posible que pudiera sentir esas cosas por un hombre que apenas conocía? Aedan era todavía un misterio para ella; no sabía nada de él más allá de Kell. Era como si hubiera nacido del océano, como lo había hecho ella mucho tiempo antes, y todo lo anterior había palidecido y se había eclipsado hasta ese día. Pero no era así. Era un mortal. Había nacido de padres mortales en algún lugar, había crecido en una tierra de mortales. Había aprendido y vivido quizás en una de esas aldeas de mortales que ella espiaba.

¿Cómo era posible que su corazón estuviese tan lleno de él?

Io no encontraba una explicación. Sólo había mirado en sus ojos y había quedado cautivada, encantada por el espíritu que yacía en él; la dura y pura honestidad de su alma. Tendría problemas por la elección que había hecho. Siempre había tomado decisiones con rapidez, con precipitación, según su madre. Pero Ione no se arrepentiría de haber llevado a ese hombre entre sus brazos hasta su hogar.

No le importaba lo que sucediera.

En sus momentos de ocio, se preguntaba si eso era lo que le había sucedido a la primera sirena y a su pescador perdido. Esa dulce y ardiente esperanza en el pecho.

Aún dormido, Aedan giró la cabeza y una de sus ásperas trenzas se deslizó sobre un pómulo. Tenía el cabello desordenado, claramente necesitaba lavarlo y peinarlo.

Ione se inclinó y acomodó la trenza en su lugar. La bruma era extrañamente agradable debajo de sus dedos.

Cuando finalmente despertó, Ione no se movió, no quería sobresaltarlo. Aedan frunció el ceño, ofuscado, ante la nueva alcoba. Se acomodó en la silla con un quejido y se maneó el cuello. Sin embargo, ella siguió esperando y cuando la mirada de Aedan se posó en sus ojos, lo sólo hizo un gesto hacia la mesa de su padre.

—Te traje comida para interrumpir tu ayuno.

Pan duro y carne salada sobre una fuente. Un tazón de cerveza amarga obtenida de un barril intacto.

Ione deseó que le agradara. Ansió que fuera lo adecuado; sabía que los hombres comían diferentes alimentos en diferentes horarios. Pero no podía recordar bien qué alimentos iban en qué horario y nunca había tanta variedad en los barcos que la isla de Kell destruía. La cerveza había sido un golpe de suerte. El barril flotaba entre dos paredes de un casco hundido. Se había arriesgado al recogerlo. Las olas eran fuertes, pero se las había ingeniado para asegurarlo e imaginaba el rostro de Aedan cuando lo viera. Imaginaba el placer que sentiría con una bebida familiar.

Se filtró una corriente de aire. Llegó al escocés y pareció revitalizarlo; restregó sus ojos, se enderezó de modo tal que la silla quedó pequeña. Permaneció allí, contempló el tributo de Ione, sin hacer movimiento alguno para tocarlo.

Después de unos instantes, Ione dijo con vacilación:

—Si no te agrada, pescaré.

—No. —Se acomodó la pierna para poder sentarse más cerca de la mesa, todavía evitando la mirada de Ione—. Así está bien.

Aedan se concentró en la comida. Era simple y sencilla; el sustento de los marineros y de los hombres prácticos. Era la clase de comida que encontraría en cualquier lugar, en su casa o en casa de desconocidos al recorrer las tierras de su pueblo o en el extranjero, en uno de los barcos de su padre.

Pero no estaba en ninguno de esos lugares. Estaba en un lugar al que ningún hombre se arriesgaría a viajar, junto a una criatura que ningún hombre se atrevería a penetrar. Se dio cuenta de que Ione era lo opuesto a los alimentos que ofrecía, en todo sentido; incluso ella misma había dicho que era fuera de lo común, una fábula y un sortilegio, una mujer que no era mujer y sin embargo, era mucho más.

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