La repudiada – Eliette Abécassis

–¿Sabes lo que dicen? Dicen que la próxima semana se celebrará mi boda con José.

Se levanta y esboza un paso de danza. Después coge una muñeca y da vueltas alrededor como si las diera alrededor del esposo, siete veces alrededor de la torre que es el prometido de la prometida, el esposo de la esposa.

–¡Mi boda con José!

De repente, se deja caer en la cama con su muñeca desmembrada.

–Es lo que dicen, pero… ¿sabes una cosa? Soy una chica maja, ¿no? Bueno, de acuerdo, no me gusta mucho cocinar ni limpiar la casa pero… pronto aprenderé contabilidad como tú para ganar dinero con el fin de que mi marido pueda estudiar. Y me cortaré el pelo y me pasaré la vida embarazada y… Voy a entregarme a Jacob antes de la boda. Así José verá que ya no soy virgen y me repudiará. Vas a ayudarme, ¿no?

Un llanto afligido recorre su cuerpo menudo y delicado. La rodeo con mis brazos y la beso.

–Muy bien –dice–. Esto es la morada del demonio, la guarida de todos los pájaros de mal augurio que sacian la sed de las naciones de su vino de furor. Odio a Sus criaturas. Odio Su creación. ¡Lo odio!

No le he respondido.

–Dime, dime cómo es la primera vez… ¿Cómo fue tu primera noche con Natán?

Explícamelo. Nunca me lo has explicado.

Me acaricia y me ata el pelo con ternura. Sus pequeños ojos rasgados sonríen inquietos e insistentes.

–Cuéntamelo.

–Por la noche –le he murmurado al oído–, me reuní con mi esposo en la cama… Me desabrochó el vestido blanco, me quitó la combinación… Nos quedamos juntos, acostados en la cama de la alcoba…

»Mi marido se quitó los zapatos negros que albergaban sus pies, después, las medias negras… Hizo caer el pantalón… Se quitó la camisa blanca, y bajo la camisa… Dudó antes de quitarse el pequeño chal de oraciones: es el signo de la Alianza… No conocía la ley en ese aspecto… Se había anudado el cordón alrededor de la cintura para que la parte directiva del cuerpo y la parte prosaica se separaran… Lo deshizo y apagó la luz… Estábamos en la penumbra…

–Y entonces, qué.

–Empezó a hablarme, alabando mi corazón y apaciguando mi alma. Me dijo palabras que me condujeron al deseo, a los abrazos y al amor. Mi cuerpo se sintió atraído por sus palabras de gracia y seducción. No me forzó. Me acarició el cuerpo y me conoció. Se introdujo en mí por la vía del amor y del consentimiento.

Me callo. Sus ojos pequeños y sorprendidos me miran fijamente.

–Levántate Raquel –me ha dicho mi hermana–. Levántate.

Me levanto. Camino por la calle, por mi calle, hasta llegar bajo su ventana, mi ventana. Quiero decirle que vuelva a mí y que sea mío, o más bien no: más bien quiero decirle que no debe volver a casarse, que debemos estar juntos, que no tenemos elección, pero de mi boca no salen palabras y no puedo decir nada, no puedo hablar. Quiero decirle que busco consuelo a su lado. Quiero decirle que ya no tengo nada, que estoy a merced de todos. Y busco protección en mi marido, pero ya no tengo marido. Quiero decirle todo esto pero no puedo porque no salen palabras de mi boca y mi boca es estéril.

Capítulo 21

Hoy es el día de la boda de José y Noemí. Bajo la carpa, los novios se reunirán con el Rav y mi madre. El novio ofrecerá a la novia una alianza. Después beberán juntos la copa de vino. La esposa, según la costumbre, dará siete vueltas alrededor del esposo y la fiesta empezará.

Lo recuerdo. Veo a los novios juntos bajo la carpa, con el Rav, mi padre y mi madre. Veo al novio ofrecer el anillo a la novia, los veo beber la copa de vino. Veo a la esposa y al esposo y veo, sí, veo a la esposa dar siete vueltas alrededor del esposo, su esposo, y la fiesta que empieza. Los hasidim bailan, bailan a su alrededor la danza del amor, la danza del olvido, la danza de la muerte.

Veo romperse la copa. Ya no sé qué me recuerda.

Antes de la boda, todos se ponen alrededor del Rav y éste habla. Y anuncia: «El pueblo que andaba en las tinieblas verá una gran luz. Él está ahí, pronto estará ahí, entre nosotros, os lo digo, os lo prometo». Así habla el Rav.

Todos esperan la llegada de la novia. Pero la novia no llega.

Antes de la boda, Noemí se ha levantado. Se ha vestido. Se ha pintado los labios. Se ha desordenado el pelo, su bonito pelo que se había cortado para la boda. Se ha doblado las mangas como las mujeres en la sala de espera del médico. Después se ha mirado al espejo y ha rechinado los dientes.

Ha salido. Ha caminado y caminado sola por al calle. Ha llegado al barrio impío. Ha entrado en un bar. En esa atmósfera llena de humo, los hombres y las mujeres hablaban. Una mujer maquillada cantaba. Los hombres la escuchaban.

Una mujer la ha mirado. Noemí se ha dirigido hacia ella.

La mujer se le ha acercado y le ha tocado el pelo.

–Y bien, guapa, ¿quieres divertirte? Ven, que te voy a presentar a otros dos o tres desvergonzados.

Cuando Jacob ha llegado, mi hermana Noemí se ha dirigido hacia él, lentamente. Ella le ha tendido la mano. Es a él a quien quería ver.

Cuando volvió a Meah Shearim, era demasiado tarde. José la esperaba en el umbral.

–¿De dónde sales? ¿Has visto la hora que es? –le dijo.

Ella no le respondió.

–¿Dónde está tu pañuelo? ¿Y tu vestido de novia?

Ella no le dijo nada.

–¿Vas a decirme de dónde sales o qué?, ¿Vas a decírmelo?

Él la cogió por el brazo.

–¿Qué te pasa? ¿Quieres arruinar nuestras vidas? ¿Sabes lo que se les hace a las mujeres adúlteras? –le gritó–. ¿Lo sabes? ¡Puta!

Tenía los ojos tan negros como un profundo abismo.

Se acercó a ella.

Ella lo miró sin miedo.

–¡Juro ante Dios que voy a matarte!

Entonces mi hermana Noemí vino a nuestra casa. Vino para verme y contarme su historia. Me besó y se fue con Jacob. Era a él a quien quería.

Capítulo 22

Por la noche, sueño con Natán, lo llamo. A mi alrededor arden las llamas. Mi corazón alberga la sonrisa de sus labios, como el día en el que lo vi por primera vez… Fue en nuestra boda. Di siete vueltas alrededor de él sin dejar de mirarlo y le sonreí… El hombre con el que me casé… Un rayo luminoso se posó sobre nosotros mientras nos abrazábamos en la alcoba. La ventana pequeña estaba entreabierta, la cortina palpitaba suavemente y corría aquel viento, la brisa de Jerusalén. Sin Dios, el hombre y la mujer son llamados a consumirse mutuamente. Pero si dejan entrar en sus vidas al Nombre, pueden formar un todo único, enlazadospor el vínculo invisible que crea una unidad, una unión eterna.

Recuerdo nuestra noche, nuestra noche de bodas. Tenía miedo del hombre que iba a adentrarse en mí. No sabía qué hacer con mi esposo, no sabía qué decirle: ¿que tenía miedo, que estaba aterrorizada o ésas son cosas que no se dicen? ¿Era normal? ¿Era extraño? A los dieciséis años ya no era tan niña. Salvo mi madre, nadie había visto mi cuerpo. Tenía miedo de que mi esposo me mirara y de que me tocara, sobre todo en mis partes íntimas. La idea me parecía insoportable y a la vez producía en mí un cierto escalofrío.

Por la noche, estaba en la cama con mi esposo. Me desabrochó el vestido blanco y se quitó la camisa. Estábamos juntos, acostados en la cama de la alcoba.

Como todo el mundo, mi marido tiene largos tirabuzones a ambos lados de la cara.

No se quita ni de día ni de noche el capelo de terciopelo negro que cubre ampliamente su cabeza, ni cuando se pone el sombrero.

Estábamos en la penumbra: la desnudez de mi marido podría haberme asustado. Sin embargo, verlo así me causó un sentimiento de sorpresa, pero no de miedo. Mi corazón se sintió atraído por sus palabras halagüeñas y seductoras. Mi cuerpo se acercó al suyo.

Seguí un cursillo para mujeres que van a casarse. Conocía todas las leyes. El hombre tiene que estar encima de la mujer, uno frente a otro. La habitación, a oscuras. El hombre tiene prohibido besar a la mujer en sus partes íntimas. Y algunos prescriben que hay que estar vestidos. Sin embargo, dicen que nosotros, los fundadores de la Torá, pensamos que Dios lo ha creado todo según el decreto de Su sabiduría y, por consiguiente, no podemos pensar que ha creado algo feo o vil. Esto es lo que nuestros sabios declararon: «En el momento en el que el hombre se une a la mujer en la santidad, la presencia divina está entre ambos».

Por la noche, estaba en la cama con mi esposo. Me desabrochó el vestido blanco y se quitó la camisa. No me forzó. Me acarició profundamente. Su corazón sobre mi corazón tenía el color de la arena, el color de la miel, el color del día. Era blanco como las noches, las noches de amor al terminar el simple y cotidiano día, como la espuma blanca del agua. Era grato y tierno, como el agua que baña el cuerpo purificado. Brillante como la corladura. Radiante bajo el fulgor del alba.

Fue en la penumbra. Se me acercó, me acarició suavemente, me recostó. Sentí su alma. Mi cuerpo, ligero, se elevó poco a poco por encima del mundo. Volé, me paré y floté. Me dijo: «Abre los ojos». Y los abrí. Me dijo: «Mírame». Y lo miré. Me dijo: «Raquel, te quiero para siempre».

Capítulo 23

Paciencia, paciencia, Amado mío, estoy ahí, voy a reunirme Contigo, voy hacia Ti. Yerro por las calles. Pronto llegará el alba. Ya es hora de que vaya a rezar. La oscuridad ha dado paso a la luz y apunta el día. Los leones dorados, sentados, se alejan, se alejan, se alejan. El macero pasa por entre las filas y se dirige lentamente hacia el Arca Santa. Se para, se pone el chal en la cabeza, coge la cortina con la punta de los dedos, se la acerca a los labios y la corre despacio. Lentamente, ase los batientes del Arca Santa.

Enfrente de mí está Natán al que miro emparedada detrás de la celosía, con las manos aferradas a la madera. Pienso en él, en todos los sueños en común, en el niño deseado. Me dejo llevar por el ensueño, no lo puedo evitar. Miro cómo reza Natán; ahora que rece, que se refugie en la oración, que se eleve solo ya que no ha podido hacerlo conmigo, que acceda a la cima de la colina, solo, tal y como él lo ha querido, que descubra por sí mismo si allí arriba, bien arriba, obtiene lo que creía ver desde abajo, sin mí. No lloro, es el final: me han amado, amado y adorado, amado y seducido, tiempo atrás, lo recuerdo, tiempo atrás, tiempo atrás…

He tirado toda mi ropa, he tirado mi ropa y también he pedido limosna con la mirada, he perseverado ante la más mínima esperanza, he incensado, he esperado, he dejado de esperar, he lavado la herida, esa gran sed de amor, he luchado, he contenido las lágrimas, he cambiado, he reaccionado, he envejecido, he dado todo lo que ya no tenía, lo he abandonado todo, lo he perdido todo, lo he abandonado todo, no tenía miedo, lo he cambiado todo, incluso yo misma he cambiado, he vivido en los recuerdos, no he renegado del pasado, he seguido el hilo de la memoria, he propagado las palabras de amor, he meditado durante mucho tiempo sobre la muerte del amor, he amado tanto, tanto, y lo he perdido todo. Camino en la oscuridad, ya no me quedan más fuerzas. Nos vamos deprisa, de repente, o bien no nos vamos nunca, nos vamos sin avisar, la masa aún no ha subido, el pan de libertad es un pan ácimo, un pan blanco y plano, un pan sin gusto, como la libertad lo es al principio, un pan de sufrimiento, nos liberamos de nuestras cadenas, por la noche y sin avisar, nos liberamos brutalmente o de ningún modo, y a mí el frío me ha sorprendido, y es el final del amor, me han amado, es el final del amor, amado y adorado, es el final del amor, amado y repudiado.

Y así, mi padre, que está de cara al Arca Santa, se da la vuelta para dirigirse al centro de la sinagoga. Y desde allí quiere hablar, decir algo, pronunciar un discurso, pero los hasidim no lo escuchan y sus caras no prestan atención a las palabras de un macero.

Pero mi padre, el macero, habla. Se expresa ante todos. Habla de la Torá y del santo Mandamiento de unión entre el hombre y la mujer. Afirma con vehemencia que Dios está presente cuando el hombre se une a la mujer en matrimonio y que nadie, no, nadie, puede separar a la mujer del hombre con el que comparte su vida.

De modo que todos callan y escuchan las palabras del alterado macero. Todos, excepto el Rav, que se vuelve para mirar a su hijo.

Capítulo 24

Mañana se celebrará la boda de Natán y Lía, hija de Rubén. Los novios se reunirán bajo la carpa, su carpa blanca, blanca como el Shabbat, blanca como el abrazo de los esposos durante el Shabbat, blanca como la paz del Shabbat. Blanca como la harina que amaso para hacer los panes del Shabbat, blanca como la masa, que se me pega en las manos cuando intento hacer una bola compacta para el pan y que sube una vez fermentada. Sí, blanca como esa masa que hago para el pan del Shabbat y que trabajo sin descanso para darle una forma aún más bonita, redonda y perfecta. Blanca como la llama de las velas que merma antes de azulear. Blanca como el sebo que se derrite alrededor de las mechas viviendo su último instante, como las llamas de las velas que se alargan, y las mechas que se doblan, y el resto de sebo que se funde y se desliza hilo a hilo, en la noche del Shabbat. ¡Que la oscuridad se instale, que las sombras se agranden y que las parejas se abracen! Blanca como el agua del baño ritual que me cubre los hombros y el pecho, y la espalda, que hay que examinar para ver si no hay rasguños, rojo sobre blanco, y pásame, pásame una vez más la mano por la planta de los pies y por las uñas de las manos, y pásame, sí, pásame una vez más la mano por la espalda. Sí, me he puesto el paño bien a fondo, sí, he contado siete días, sí, el paño estaba completamente limpio, sin mancha. ¿Por qué el examen dura tanto conmigo?