La repudiada – Eliette Abécassis

Noemí se ha dado la vuelta. Una lágrima le ha resbalado por la mejilla.

–¿Qué pasa? ¡Dime lo que sucede!

–Mi madre está conviniendo mi boda con otro hombre.

–¿Cómo? ¿Quién es?

–Es José, el discípulo del Rav.

–¿Es cierto? –me ha preguntado.

–Lo es, sí –le he respondido.

He vuelto a salir. Los he dejado a solas y he cerrado la puerta.

Capítulo 16

Aquella noche, Natán no fue a la sinagoga. Cuando le pregunté por qué, me respondió que prefería no ver a su padre, el Rav, porque éste quería que él tomara una decisión. Él no sabía si Natán era capaz de hacerlo por sí solo.

–Me dijo que se sentía mayor, que ya no tenía mucho tiempo por delante, que ya no tenía ganas de continuar. Me dijo que quería morir con el corazón tranquilo. «Natán, ¿no sientes? ¿No sientes llegar otra era? ¿No sientes que pronto pasará algo? ¡Estamos en otro tiempo! Hay que rezar. ¿Rezas? ¿Ayunas? ¿Haces penitencia? De modo que hay que decidirse a cumplir con nuestro deber. Conoces la ley. Una hija de Israel tiene como único fin en la vida traer a este mundo niños judíos y posibilitar el estudio de su marido. Dios ha creado al hombre para que estudie, mientras que la inteligencia le ha sido dada a la mujer para que participe indirectamente en la vida de la Torá, preparando la comida, limpiando la casa y, sobre todo, criando a sus hijos. ¿Qué otra alegría puede haber para la mujer? Los hijos son nuestra fuerza. Así es como los venceremos.» ¿A quién?, le pregunté. «A los otros, los impíos, los heréticos que gobiernan este país. Nuestros hijos son nuestro futuro, son el futuro de nuestro judaismo. ¿Lo comprendes? Ellos no tienen hijos y precisamente el futuro nos pertenece gracias a la existencia de los nuestros.» ¿Y por eso es necesario que me sacrifique, que te sacrifiques?, le pregunté. «Sí. Formamos parte de esta lucha, de este combate por la santidad.»

Natán me contó lo que el Rav, su padre, le había dicho y se acostó en la cama.

Salí y fui al Muro. Y, con una mano apoyada en él y la otra en la cabeza, recé.

Capítulo 17

En el baño ritual me desvestí. Mi madre, la guardiana del baño, me inspeccionó, me cortó las uñas, aunque ya estaban cortas, y después me miró todo el cuerpo para ver si no había rasguños.

Me examinó los hombros, la espalda y el pecho. Me pasó la mano por la planta de los pies; con una lima, me quitó las pieles muertas.

–Se me hace extraño que el examen sea siempre tan largo conmigo…

–A veces la causa de la esterilidad se debe a la falta de respeto por las leyes de la pureza –respondió mi madre–. ¿Te has puesto el paño bien a fondo?

–Sí.

–¿Has contado siete días?

–Sí.

–¿Estás segura de que el paño está completamente limpio, sin manchas negras ni amarillas? ¿Estás segura de haber respetado las leyes de la pureza?

–El otro día descubrí una mancha en mi ropa interior, pero no tuve la sensación que siento normalmente durante la menstruación.

–¿Qué hiciste?

–Fui a casa del Rav y le enseñé la mancha.

–¿Y qué te dijo?

–Me dijo que esa mancha no era ilícita porque no iba acompañada de la sensación física específica de la menstruación.

–Entonces ¿estabas en período de impureza?

–El Rav me recomendó que procediera al examen ritual, es decir, que me pusiera un paño en el interior de la vagina. Si salía manchado de sangre, estaba en período de impureza. Si no, no.

–¿Y bien?

–No había sangre.

–¿Se lo contaste a tu marido?

–Sí. Pero Natán dice que no tenemos derecho.

–Pero…

–Dime cuántas mujeres ves así cada día.

–No lo sé… Cuarenta, cincuenta a veces…

–¿Soy guapa y deseable?

–¿Cómo?

–Mi cuerpo… ¿es feo comparado con el de otras mujeres?

–¡Dios mío! ¡Lo que hay que oír!

Bajé por los peldaños del baño hasta que el agua cubrió mi pecho. Después sumergí siete veces la cabeza. De esta manera me purifiqué, para volver al lado de mi marido tan pura como el día de mi boda, para transformarme en otra mujer, para volver a empezar con él nuestra historia desde el principio.

La mujer se transforma en otra cada mes, como la luna, que crece nuevamente pasados treinta días. Y el hombre la puede ver como una mujer nueva. Es agua de manantial, es agua de lluvia, y el agua del cielo se une con el agua de la tierra porque es el agua de la creación. En el fondo, muy en el fondo, veo el manantial, la unión con toda existencia. En el fondo, muy en el fondo, hay silencio, un silencio absoluto. Mi cuerpo cubierto por el agua vuelve a nacer. Con un corazón iluminado, me acerco al mandamiento de la inmersión; quiero ser fiel a tus leyes, quiero rogarte que me limpies de todo pecado y de toda transgresión, de toda tristeza y de todo dolor.

Mi corazón palpitaba de emoción.

«Como la rosa entre las espinas, así es Israel. ¿Y qué representa? La comunidad de Israel, como la rosa, es roja o blanca: vive ora en el rigor, ora en la clemencia.»

Capítulo 18

Salí de casa. Fui allí adonde no vamos nunca, a la ciudad nueva. Dejé mi barrio. Caminé y caminé hasta el barrio impío. Allí, entré en la casa. Había una habitación donde se amontonaban periódicos indecorosos. Aparté la mirada. Para nosotros está prohibido tener revistas, libros e incluso radios. Para nosotros está prohibido interesarse por lo que pasa fuera. No podemos ir al cine, para no tener la tentación de cometer malas acciones.

En aquella sala silenciosa, pensé en mi matrimonio, en mi noche de bodas… Sabía que no tenía derecho a encerrarme en una habitación con un hombre. Y menos, desnuda. El hombre no tenía barba ni papillotes. Debía de tener unos cuarenta años. Era bastante alto, tenía las mejillas blancas, el pelo corto y los brazos descubiertos.

Sabía que no tenía derecho a hacer lo que hacía. Ni el profundo desasosiego en el que estaba justificaba que yo violara así la ley. Me desabroché la camisa blanca, me quité la falda y las medias beige. En un momento me quedé en combinación delante de él. Me miró y me dijo que me desvistiera.

Me quedé desnuda delante de aquel hombre, como nunca lo había estado delante de mi marido. Estaba allí, delante de él, a plena luz. Me acosté en la camilla y me miró. Me preguntó si era la primera vez que hacía aquello. Sí. Me dijo que no era nada y que tenía que relajarme. Me palpó los senos. Después me dijo que tenía que separar las piernas y, una vez más, me comentó que tenía que relajarme. Nunca hubiera pensado que alguien que no fuera Natán pudiera tocarme así.

–Ahora ya puede vestirse –me dijo el hombre.

Me vestí y me senté delante de él.

–Vuelva mañana para el resultado de los análisis.

–No puedo –le dije.

–En ese caso, espere aquí hasta esta tarde. Volveré para hablar con usted.

Fui a la sala de espera. Esperé y esperé.

Vi cómo las mujeres llegaban. Tenían el pelo corto, como yo bajo mi pañuelo. Algunas estaban embarazadas. Otras estaban muy delgadas y eran muy jóvenes. Unas reían, otras lloraban. Algunas, vestidas con faldas y blusas de manga corta, leían periódicos que nosotras no teníamos derecho a leer. Tres horas más tarde el médico me llamó.

–No hay ningún problema –dijo.

–No lo comprendo –le respondí.

–Usted no es estéril.

Me quedé sin palabras mirándolo fijamente. Y él repitió:

–Señora, usted no es estéril. Todo es normal. Así lo indica el resultado del examen médico.

–No lo comprendo…

–Usted no tiene ningún impedimento para tener hijos.

Fui para saber, pero no para saber aquello.

No fui a verlo para que me diera aquella noticia. Pensaba que quizás existía un medio para curar mi esterilidad. Que mi marido fuera estéril, y no yo, era una noticia que me aterrorizaba. No podía decírselo, claro está, porque no me estaba permitido ir a consultar a un médico. Y aun cuando hubiera podido, no lo habría hecho. No quería que se sintiera responsable. No deseaba que se sintiera humillado. Estaba triste, todavía más triste y desamparada.

Fui al Muro. Llevé la foto en la que lo vi por primera vez. La doblé y la introduje en uno de sus agujeros.

Después me fui a casa. Natán ya dormía. Me acerqué a él. Con cuidado, con mucho cuidado, lo desperté.

–Esta tarde he estado en el mikvé.

–Sí.

–Ya no estoy en período de impureza.

–Estoy agotado –respondió–. He tenido un día difícil y quiero dormir.

Y apagó la luz.

Capítulo 19

Al día siguiente, ordeno la ropa blanca del armario donde también hay libros y documentos. Estoy haciendo un poco de sitio cuando, de pronto, al levantar algunas carpetas, me encuentro con el acta de divorcio que Natán dejó ahí.

Bajo mis pies, el suelo todavía tiembla.

Reúno fuerzas, ordeno mis cosas, voy poniendo poco a poco mi ropa, mis medias y mi libro de oraciones en una maleta. De pronto, encuentro un pequeño chal de oraciones: es el de un niño. Lo miro y en ese momento llega Natán.

Desde el umbral de la puerta, su mirada se posa en la mía. Tengo cogido el pergamino. Se lo alargo. Me lo devuelve. Con las manos temblorosas, me lo devuelve.

Sí, así sucede: su mirada, desde el umbral de la puerta, se cruza con la mía. Nos miramos hasta el fondo del alma. Miro el pergamino: letras borrosas, letras negras agrandadas, letras de fuego. Se lo doy. Mis dedos tiemblan, no puedo contenerlos. Mis hombros también. Todo mi cuerpo se estremece. Me toma entre sus brazos. Nos quedamos así durante un buen rato, bajo el umbral, abrazados fuertemente, con amor y piedad.

Así pues, me voy con la maleta a casa de mi madre. Vuelvo a ocupar mi habitación, mi habitación de soltera. Sueño estirada en la cama. Descanso. Oigo la sangre latir en mis venas, siento dentro de mí tanto cansancio que creo soportar la carga del mundo sobre mis hombros. Levantarme de la cama me parece un esfuerzo insuperable. ¿Hasta dónde me hundiré?

Natán ya no está a mí lado. Ya no se pone las filacterias. A mi alrededor, ya no hay nada. ¿Dónde estoy? ¿Qué hacer? Estoy sola. Soy una mujer repudiada. Un hombre nacido para el mundo entero no está interesado en comprometerse en la unión de un matrimonio estéril. Su santidad. Eso es lo más importante. Su elevación espiritual. Pero ¿cómo puede aceptar separarse de mí? ¿Cómo puede creer en la elevación si se nos separa así?

Me despierto, enrojecida por las uñas que me clavo en la piel. Sufro por la vergüenza que no quiero que él padezca. Tengo la impresión de haberme convertido en un monstruo para los demás. Todo el mundo me mira, me señala, me critica.

Lo hago todo para olvidarlo. Me refugio en la oración e invoco el nombre de Dios. Digo: Mi amparo es Natán. Mi roca es él. Y mi felicidad. Mi auxilio al amanecer es él. Mi luz es él. Sólo él puede levantarme el ánimo. Sólo él puede hacerme tan feliz como una madre de familia. Hace que me sienta fuerte y segura. Es mi albor al amanecer, mi llama secreta en las tinieblas.

¿Cómo olvidarlo cuando lo deseo? Deliro noche y día. Lo deseo todavía, lo he deseado desde el primer momento, es mi oración nocturna. Y estoy celosa, y los celos me devoran. Estoy resentida con él. Él es quien lo ha roto todo; ha roto nuestro amor, ha roto su promesa. Ya no me ama. Él cree que ya no le sirvo para nada. De modo que me tira, se deshace de mí, avergonzándome en público. Lo teníamos todo y lo hemos perdido.

Nuestra madre dice que cuando un zorro cae en una trampa, se corta la pata con los dientes para liberarse. Pero yo no puedo perderlo. No puedo separarme de él. Quiero verlo. Lo espío. Estoy ahí, en la puerta de la sinagoga. Me pongo delante de sus ventanas, mis ventanas. Miro las sombras porque soy una sombra. Me escurro en la noche indefinidamente. Yerro por las calles de Meah Shearim, sin rumbo. Ya no tengo casa. Ya no tengo a nadie. Mi cuerpo me duele de tanto pensar en él. Lo añoro, sí, y mi carne lo añora. Lo deseo y este deseo me abrasa la piel.

Me levanto con lentitud. En la cocina de mi madre hay platos sucios en el fregadero. Agrupo las tazas de café y las pongo unas encima de las otras. Cojo la pila inclinada de las tazas y el recipiente de café vacío que está sobre el sencillo parqué despojado de barniz y lo pongo todo en la cubeta. Lavo los platos. El contacto con la vajilla me produce un efecto extraño. Las lágrimas se deslizan por mis mejillas, sin parar. El agua, que está ardiendo, cae en las tazas. Sigue y sigue saliendo y lloro a lágrima viva como el agua que corre.

Me habría gustado tanto que hubiera estado aquí…

Capítulo 20

Mi hermana Noemí ha venido a visitarme. Se mete en la cama, a mi lado. Me acaricia el pelo, los ojos, las mejillas. Sus pequeños ojos oblicuos ya no sonríen. Sus pequeños luceros sesgados ahora están tristes y atormentados.