Me parece que expío algo. Sufro, vomito, me arrastro por el suelo, golpeo la cabeza contra la pared. Me quedo acostada todo el día. Natán ha encontrado un nombre para los días impuros. Me pregunta cuándo acabará «mi enfermedad». No se equivoca. La impureza mensual es la enfermedad de la mujer estéril.
Pero sólo podemos volvernos puros porque somos impuros. Por eso la mujer se eleva purificándose cada mes. Cuando todo termina, me voy al baño ritual, me desvisto y, ayudada por mi madre Ana, me sumerjo en la cisterna de agua fría, con la cabeza y todo: es un nacimiento.
–¿Todavía nada? –pregunta mi madre.
–Todavía nada.
–Pronto hará diez años.
–Lo sé. Si quiere, Natán puede repudiarme.
Después camino por las calles, veo a los niños a mi alrededor. Miro a los bebés en sus cochecitos o en los brazos de sus madres. Veo los grupos de niños, a los pequeños y a los mayores que llevan a sus hermanos y hermanas menores, incluso a los hermanos y hermanas más pequeños. Otros se cogen de la mano, formando una cadena interminable: pertenecen a la misma familia, son nueve y se llevan nueve meses de diferencia. Yo tengo veintiséis años y todavía no he concebido a uno.
Sé que está escrito en el texto que el objetivo del amor físico es la procreación. Sin embargo Natán y yo no tenemos descendencia. Pronto hará diez años que nos casamos y soy una mujer sin hijos.
Por nuestro barrio pasan sin cesar niños, responsables o soñadores, alegres o tristes, tranquilos o alborotadores, niñas de ojos grandes y niños con papillotes rodeándoles la cara sonrosada. Sí, en mi calle hay niños de todas las edades y yo no tengo hijos. Soy una mujer estéril.
Capítulo 8
Esta mañana he ido a la tienda de mi tío para hacer las cuentas, porque ése es mi trabajo, gracias al cual gano un poco de dinero. Así Natán puede ir a la yeshivá todo el día; y yo me siento orgullosa de trabajar para que él pueda estudiar.
Ayer, me disponía a salir cuando el teléfono sonó. Era Jacob, el amigo de mi hermana, que quería venir a verla. Pero debía esconderse, porque no es lícito que un hombre y una mujer se vean antes de ser esposo y esposa.
Mi hermana mayor Nina se casó muy joven, y Noemí y yo vivimos nuestra infancia juntas. Nuestras almas son cercanas, pero la mía se estira como una larga elipse, mientras que la de Noemí es una pequeña rebelde. La quiero como a mí misma y no puedo negarle nada. Quiero proteger su talante frágil, que lucha indeciso entre la desesperación y la rebeldía. Por eso preparé un encuentro entre ella y su enamorado Jacob.
Al día siguiente, mientras trabajaba en la tienda de mi tío, oí que llamaba. Noemí estaba allí. Lo vio, tal como era, con sus ojos claros y su bella sonrisa; se había afeitado la barba, se había cortado su pelo rubio, muy corto, y ya no tenía papillotes. Su cabeza no estaba cubierta por el capelo de terciopelo negro que indica la pertenencia de los hombres a nuestro entorno, sino por un capelo blanco de punto.
Se acercó a ella.
–¿Lloras? –le dijo.
Se miraron con gran emoción y fidelidad; salí para dejarlos solos, poniendo cuidado en no cerrar la puerta, ya que un hombre y una mujer solteros no tienen derecho a encerrarse en la misma habitación, así lo quiere la costumbre.
Capítulo 9
Cuando volví a casa, Natán estaba allí. Se acercó con los brazos abiertos y me apretó contra su pecho.
–Eres hermosa. Tan hermosa como cuando te conocí. ¡Eras tan tímida! ¿Te acuerdas, al principio de nuestro matrimonio?
–Sí. Sí… Me acuerdo.
–¡No te atrevías a levantar los ojos! Tenía la impresión de que ni tan siquiera querías mirarme.
–Tenía miedo.
–Yo también. Nunca había estado con ninguna mujer. Lo había reprimido todo dentro de mí. Tenía miedo de no satisfacerte.
Me acarició el hombro.
–Tu piel tan suave. Tu pelo… recuerdo tu pelo, hasta la cintura.
–Ya no lo tengo.
–Eres todavía más guapa que cuando te conocí. Me encanta mirarte. No me canso nunca de contemplar tu cara. A veces me perturba que seas tan bella. No consigo concentrarme en mis páginas de estudio.
Se sentó en el borde de la cama, sé quitó los zapatos y los calcetines. Se deslizó bajo el edredón. Subió la sábana. Me dijo: «Mujer, ¡qué agradable es!». Su respiración, Dios mío, su respiración al compás del movimiento me embriagó. Me dijo: «Cómo me gusta tu cuerpo», y me hizo mujer.
Durante un buen rato miré cómo dormía. Estaba transida de frío, transida de miedo, transida de amor.
Me hubiera gustado tanto darle un hijo. Me hubiera gustado tanto tener un hijo. El Shabbat, ahora, me entristece. Los años pasan y, para mí, es como al principio de nuestro matrimonio, cuando pensaba tanto en él que quemaba la comida que le estaba preparando. O ponía demasiada sal.
Al principio… se hicieron las tinieblas que recubrían el abismo de agua que envolvía la tierra, y la palabra dio la existencia a la luz. Hoy, el candelabro de siete brazos ilumina el crepúsculo, luce en todas las sinagogas para recordar la presencia divina. Y se dice que si la mujer enciende las velas del Shabbat es para aportar la luz al corazón de la historia.
Capítulo 10
Lentamente, con cuidado, la desvistió. Iba engalanada con un vestido de terciopelo rojo adornado con bordados de oro y plata. Le quitó las dos coronas que llevaba y el collar de plata. Le desabrochó el vestido y lo dejó caer al suelo. Desnuda, la rodeó con sus brazos. La levantó, sus ojos sonrieron; la sostenía bien alto, bien alto entre sus brazos mientras la estrechaba con amor. Después puso los rollos del manuscrito sobre la mesa.
Aquella mañana, era mi marido Natán quien leía la Torá y yo lo miraba con las manos sobre la celosía, a través de los pequeños agujeros del enrejado. A mi lado estaba mi hermana Noemí que también miraba la sala de los hombres, absorta. En el lado de las mujeres se oyen gritos de niños; es difícil oír la oración. Por eso miramos a través de este enrejado de madera que nos separa de los hombres, a quienes vemos y quienes no nos ven, ya que no se les puede distraer.
Es una pequeña sinagoga. Allí hay una treintena de hombres que rezan. Algunos adeptos estudian y discuten, otros se ponen o se quitan el chal de oraciones y las filacterias en las cuales se guardan pasajes de la Torá; otros salen y entran, vienen y van, están sentados o de pie.
Cada mañana, Natán reza; sus labios se mueven lentamente o más deprisa, su cuerpo se balancea acompasadamente, su cabeza se inclina, sus ojos se cierran, medita en silencio.
Dice: «Alabado seas, Eterno, nuestro Dios, Rey del Universo, porque has colmado todas mis necesidades. Alabado seas, Eterno, nuestro Dios, Rey del Universo, porque das fuerza a Israel. Alabado seas, Eterno, nuestro Dios, Rey del Universo, porque coronas a Israel de gloria. Alabado seas, Eterno, nuestro Dios, Rey del Universo, porque no me has hecho nacer idólatra. Alabado seas, Eterno, nuestro Dios, Rey del Universo, porque no me has hecho nacer esclavo. Alabado seas, Eterno, nuestro Dios, Rey del Universo, porque no me has hecho nacer mujer».
Desde este Shabbat Natán está distraído. Desde este Yom Kippur, elude mis preguntas, evita mi mirada. Cuando le pregunto la razón de su preocupación, no me responde. Cuando le cojo la mano, la retira. A veces sale y observa durante un buen rato, desde la escalinata, a la gente en la calle, a los sastres en sus pequeños talleres, a los panaderos y a los pasteleros, a los fabricantes de pelucas y de objetos rituales, de sombreros y de gorras, a los orfebres, a los libreros, y a los viejos rabinos que andan, cojeando, ayudados de un bastón. Después entra. ¿A quién espera? ¿Qué espera?
Observo atentamente su cara llena de luz, sus ojos transparentes, leo en sus labios prietos, toco sus manos, toco sus brazos. Lo deseo, sí. Cuando me roza, mi cuerpo se estremece. Una noche, me hizo sentar en la cama, y me quitó los zapatos. Mis piernas estaban ceñidas por unas medias opacas.
Me las quitó, miró mis tobillos y, fascinado, acarició mis pies. Con los dedos de su mano dibujó la forma de los dedos de mi pie. Después, tomó tiernamente mis pies y los cubrió de besos.
Sí, lo deseo, sí… Mis ojos enrojecen, mis labios tiemblan. Mis ojos lo miran, por la noche, por el día, mis manos lo buscan, mi boca lo espera, mi corazón late con sus abrazos.
Amo su olor, el olor de su cuerpo. Es un perfume embriagador.
Capítulo 11
El día se levantaba sobre la sinagoga. Los rayos de luz mate penetraban en la habitación, iluminando el Arca Santa. Desde detrás de la celosía vi a mi padre, el macero, con su barba larga y puntiaguda de un blanco amarillento y sus pequeños ojos penetrantes. Cubierto con su chal blanco, distribuyó los libros y los chales de oraciones y se dirigió hacia el Arca Santa. Se detuvo, se puso el chal en la cabeza. De repente y con brusquedad, asió los batientes del armario y los abrió de par en par. Después se arrodilló, cerró los ojos y besó los rollos de la Torá; los rodeó con sus brazos y los estrechó contra su pecho.
Mi padre se aproximó manteniendo la Torá apretada. Los fieles se separaban para dejar libre el camino y, mientras él avanzaba, se inclinaban a su paso y se llevaban a los labios un fleco del chal que estaba en contacto con los rollos.
Después los asistentes esperaron. Algunos continuaban rezando, salmodiando para sí mismos. Otros meditaban en silencio.
El Rav tomó asiento ante la mesa donde se encontraban los rollos de la Torá. Lentamente comenzó a abrirlos a fin de proceder a su lectura.
Oí a mi padre, el macero, nombrar a los que tenían el privilegio de asistir a la lectura y de subir al púlpito, y oí a todos los fieles alabar al Eterno, ya que era digno de alabanzas.
Después de la lectura de la Torá, mi padre tomó los rollos, los mostró a los fieles para que todos los veneraran y los volvió a dejar en su Morada de descanso.
En ese momento, el Rav se levantó de la silla y se puso en el centro de la sinagoga. Todos callaron. Y el Rav habló: anunció que el momento había llegado y que el Mesías iba a venir pronto. Los hasidim estaban impresionados por las palabras del Rav. Las mujeres, que lo escuchaban atentamente, con sus manos frágiles agarradas a la celosía, temblaban un poco. Y el Rav continuaba, anunciaba que el humo subía y que estábamos al final de los días y que pronto, sí, pronto, ¡sería el fin del mundo!
Entonces vi que el Rav se inclinaba hacia Natán. Vi cómo Natán lo miraba y movía la cabeza, y su cara entera decía «no» y sus labios entreabiertos expresaban la cólera sorda de su corazón, y el Rav hablaba y Natán decía «no».
Salí de allí nerviosa. Fuera, un niño lloraba a lágrima viva. Estaba allí delante de la pequeña sinagoga, perdido. Una mujer se inclinó hacia él y le cogió la mano. Me alejé del barrio.
Caminé, caminé hasta el casco antiguo, hasta el Muro occidental. La temperatura era alta. Me moría de calor con la ropa ancha de tela gruesa y con las medias blancas gruesas que me oprimían las piernas, me oprimían el corazón, me oprimían el alma.
El Muro resplandecía bajo el sol de la mañana. Sus milenarias piedras blancas se elevaban majestuosas, y las del suelo, pulidas, brillaban reflejando el blanco resplandor de aquél.
«¡Muro, oh Muro!», dije. «Aquí tienes mi oración. Y tú, Dios mío, escucha, ven, mi mano está sobre ti. Ves, aquí hay un hombre. Este hombre no es más guapo que otro. No es más inteligente ni más rico. Este hombre es tu estudiante y se llama Natán. Y este hombre, que no es ni más bello, ni más inteligente, ni más rico que los otros, es el hombre que tú me has dado. Y a este hombre lo he amado. Por favor, no me lo quites. No te lo lleves. O me moriré.»
Capítulo 12
Por la tarde fui a visitar a mi madre Ana. Mi padre y mi madre viven en un piso de dos habitaciones, lleno de muebles. Noemí, Nina, su bebé, sus dos hijas pequeñas y sus dos hijos pequeños estaban allí. Tomé el té que me sirvió mi madre y lo bendije: «Bendito seas, Tú que has creado todo con Tu palabra».
Los niños tenían la nariz pegada al cristal y miraban afuera. En la cocina, mi hermana Noemí cortaba afanosa trozos de carne con golpes secos y rápidos, lo que llamó la atención de los pequeños. Las niñas estiraban el cuello y miraban. Después, se sentaron cerca de mí. Yo pelaba una cebolla. Las lágrimas caían por sus mejillas. Se las sequé con el faldón de mi vestido.