—Es mucho peor —replicó el doctor—, es absurdo. Y sin embargo, le ruego que me dé permiso para buscar a Romagné. Necesito verle hoy mismo, aunque sea tan sólo para convencerme de mi error. ¿Conserva aún su dirección?
—¡Dios no lo quiera!
—Pues bien, habré de salir en su búsqueda. Tenga paciencia, permanezca en su habitación y no siga tratamiento alguno.
Buscó durante quince días. La policía acudió en su ayuda, pero lo tuvieron extraviado por espacio de tres semanas. Se echó el guante a media docena de Romagnés. Un agente perspicaz y con larga experiencia descubrió a todos los Romagnés de París, excepto al que todos andaban buscando. Dieron con un inválido, un vendedor de pieles de conejo, un abogado, un ladrón, un empleado de mercería, un gendarme y un millonario. Monsieur L’Ambert ardía de impaciencia junto al fuego del hogar, contemplando con desesperación su nariz encarnada. Por fin, hallaron el domicilio del aguador, pero éste había desaparecido. Los vecinos dijeron que había hecho fortuna y vendido su barril para disfrutar de la vida.
Monsieur Bernier dio una batida por cabarets y demás lugares de placer, mientras su enfermo permanecía sumido en la melancolía.
El día 2 de febrero, a las diez de la mañana, el apuesto notario se calentaba entristecido los pies y contemplaba bizqueando la peonía en flor surgida en mitad de su rostro, cuando un alegre tumulto sacudió por entero la casa. Las puertas se abrieron con estrépito, los criados gritaron sorprendidos, y apareció el doctor arrastrando a Romagné.
Era ciertamente Romagné, pero qué diferente del que habían conocido: sucio, embrutecido, repulsivo, la mirada apagada, el aliento fétido, apestando a tabaco y vino, rojo de la cabeza a los pies cual langosta cocida; más que un hombre era la viva imagen de un enfermo de erisipela[46].
—¡Monstruo! —le dijo Bernier—. Deberías morirte de vergüenza. Te has rebajado al nivel de las bestias. Conservas todavía el rostro de un hombre, pero careces de su color. ¿En qué has empleado la pequeña fortuna que te proporcionamos? Has errado por los bajos fondos del libertinaje, y te he encontrado en los arrabales de París revolcándote como un cerdo en el suelo del cabaret más inmundo.
El auvernés levantó sus grandes ojos hacia el doctor y dijo con su amable acento embellecido por un cierto tono de arrabal:
—¡Bueno, y qué! Me fui de juerga. Echa no ech razón para decir tonteríach sobre mí.
—¿Quién dice tonterías? Te estoy reprochando tus infamias, eso es todo. ¿Por qué no invertiste tu dinero en lugar de bebértelo?
—Fue él quien me dijo que me divirtieche.
—¡Embustero! —gritó el notario—. ¿Acaso fui yo el que te aconsejó emborracharte a las afueras con aguardiente y vino tinto?
—Cada uno che divierte como puede… He echtado con mich camaradach.
El médico estalló de ira.
—¡Muy buenos tus camaradas! ¡De manera que realizo una cura maravillosa que extiende mi fama por París, que tarde o temprano me abrirá las puertas de la Academia, y tú, con unos cuantos borrachos de tu calaña, pretendes arruinar mi obra más divina! ¡Si sólo se tratase de ti, juro por Dios que te dejaríamos hacer! Es un suicidio físico y moral, pero qué importa a la sociedad un auvernés de más o de menos. ¡Pero se trata de un hombre de clase, de un rico, de tu bienhechor, de mi paciente! Lo has puesto en peligro, lo has desfigurado, lo has asesinado con tu penoso proceder. ¡Y mira en qué lamentable estado has puesto el rostro de monsieur!
El pobre diablo contempló la nariz que había ayudado a conformar y se deshizo en lágrimas.
—Ech muy trichte, monchieur Bernier, pero a Dioch pongo por techtigo que no ha chido culpa mía. Echa nariz che ha echado a perder chola. ¡Caray! Choy un hombre honrado, y juro que nunca la he tocado.
—¡Imbécil! —exclamó L’Ambert—. No lo entenderías nunca… y por lo demás, tampoco es necesario. Queremos saber si deseas cambiar de conducta y renunciar a esa vida de libertinaje que me está matando de rebote. Te advierto que tengo el brazo muy largo, y que si persistes en tus vicios, sabré ponerte a buen recaudo.
—¿En prichión?
—En prisión.
—¿En prichión con los criminalech? ¡Che lo ruego, monchieur L’Ambert, chería una dechonra para mi familia!
—¿Seguirás bebiendo, sí o no?
—¡Oh, Dioch mío! ¿Cómo cheguir bebiendo cuando ya no che tiene un ochavo? Gachté todo, monchieur L’Ambert. Me he bebido loch doch mil francoch, mi barril y todoch loch fondoch de mi negocio, y ya no hay un alma chobre la faz de la tierra que quiera abrirme un crédito.
—¡Tanto mejor, bribonzuelo! Eso está bien.
—Echo me obligará a cher prudente. La micheria che cierne chobre mí, monchieur L’Ambert.
—¡A buenas horas!
—¡Monchieur L’Ambert!
—¿Qué?
—Chi tuviera la bondad de comprarme un nuevo barril para ganarme la vida, le prometo que volvería a cher una buena perchona.
—¡Tonterías! Lo venderías para emborracharte.
—¡No, monchieur L’Ambert, le doy mi palabra de honor!
—Palabra de borracho.
—¿Quiere que muera de hambre y de ched? ¡Un centenar de francoch, mi buen monchieur!
—¡Ni un céntimo! Ha sido la Providencia la que te ha reducido a esta miseria para que pueda yo recobrar mi aspecto natural. Bebe agua, come pan seco, prívate de lo necesario y, si es posible, muérete de hambre. ¡A ese precio podré recuperar mi apostura y volver a ser yo mismo!
Romagné agachó la cabeza y se retiró arrastrando los pies y saludando a los presentes.
El notario recuperaba la alegría y el médico, sus sueños de gloria.
—No es por hacer elogio personal —dijo modestamente monsieur Bernier—, pero Le Verrier[47], descubriendo un planeta a partir de simples cálculos matemáticos, no ha llevado a cabo un milagro tan grande como el mío. Adivinar, por el aspecto de su nariz, que un auvernés, ausente y perdido en París, se había entregado a la depravación, es remontarse del efecto a la causa por caminos que la audacia humana todavía no ha transitado. En cuanto al tratamiento de su mal, viene impuesto por las circunstancias. La dieta aplicada a Romagné es el único remedio que le puede curar, monsieur. El destino nos sirve a las mil maravillas, dado que este animal se ha tragado ya hasta su último sueldo. Ha hecho bien negándole el socorro que pedía: todos sus esfuerzos serían en vano si ese hombre tuviese algo para beber.
—Pero, doctor —interrumpió L’Ambert—, ¿y si no fuese éste el origen de mi mal? ¿Y si sólo se tratase de una coincidencia fortuita? ¿No ha dicho usted mismo que la teoría…?
—He dicho y mantengo que en el estado actual de nuestros conocimientos, su caso no admite explicación lógica alguna. Es un fenómeno cuyas leyes están aún por descubrir. La relación que hoy se observa entre la salud de su nariz y la conducta del auvernés abre unas perspectivas tal vez engañosas, pero ciertamente inmensas. Esperaremos unos cuantos días: si su nariz mejora a medida que Romagné va sentando cabeza, mi teoría se verá respaldada por una nueva probabilidad. No respondo de nada, pero presiento una ley fisiológica, hasta hoy desconocida, que yo tendría la fortuna de formular. El mundo de las ciencias está lleno de fenómenos visibles producidos por causas desconocidas. ¿Por qué la señora de L***, a quien usted conoce como yo, lleva una cereza admirablemente dibujada sobre el hombro izquierdo? ¿Es acaso, como dicen, porque su madre, estando embarazada, sintió el antojo de una cesta de cerezas que vio en el escaparate de Chevet[48]? ¿Qué artista invisible dibujó esa fruta sobre el cuerpo de un feto de seis semanas del tamaño de un camarón? ¿Cómo explicar esta acción especial de lo espiritual sobre lo físico? ¿Y por qué la cereza de la señora de L*** se torna sensible y dolorosa todos los años por abril, precisamente cuando los cerezos están en flor? He aquí unos hechos ciertos, evidentes, palpables y tan inexplicables como la hinchazón y el enrojecimiento de su nariz. ¡Pero paciencia!
Dos días después, la nariz del notario se había desinflado de manera visible, pero el color rojo persistía. Hacia finales de la semana, su volumen se había reducido en una tercera parte. Al cabo de quince días, perdió por completo la piel, surgió una nueva y recuperó su forma y color primitivos.
El doctor había triunfado.
—Lo único que lamento —dijo— es que no hayamos mantenido a Romagné en una jaula para observar sobre él, al tiempo que lo hacíamos sobre usted, los efectos del tratamiento. Estoy seguro que, durante siete u ocho días, ha estado cubierto de escamas como una culebra.
—¡Que se vaya al diablo! —añadió cristianamente monsieur L’Ambert.
A partir de aquel día, retomó sus costumbres: salió en carruaje, a caballo o a pie, participó de los bailes del faubourg y embelleció con su presencia el foyer de la Ópera. Todas las damas, fueran o no de sociedad, le brindaron un cálido recibimiento. Una de las que más cariñosamente le felicitó por su curación fue la hermana mayor de su amigo Steimbourg.
Esta amable joven, que tenía por costumbre mirar a los ojos de los hombres, notó muy juiciosamente que M. L’Ambert había salido favorecido de su última crisis. Y bien es verdad, pues parecía que aquellos dos o tres meses de sufrimientos habían dado a su rostro un no sé qué de perfecto. Especialmente su nariz, aquella nariz recta que acababa de recuperar sus dimensiones tras la dolorosa dilatación, parecía más fina, más blanca y más aristocrática que nunca.
Tal era también la opinión del apuesto notario, que se contemplaba en todos los espejos con admiración siempre renovada. Era todo un placer verle, cara a cara consigo, sonriendo a su propia nariz.
Pero con la llegada de la primavera, en la segunda quincena de marzo, mientras la savia generosa hacía crecer los brotes de las lilas, monsieur L’Ambert se vio forzado a creer que sólo a su nariz le eran negados los beneficios de la estación y las bondades de la naturaleza. En medio del rejuvenecimiento general de todas las cosas, aquélla palidecía como una hoja de otoño. Sus aletas, enflaquecidas y como desecadas por el soplo de un viento invisible, se aplastaban contra el tabique central.
—¡Dios mío! —decía el notario haciendo mohines ante el espejo—. La distinción es algo admirable, lo mismo que la virtud, pero esto es demasiado. Mi nariz está adquiriendo un inquietante refinamiento, y pronto no será más que una sombra si no consigo darle alguna fuerza y color.
Se aplicó un poco de colorete, pero sólo sirvió para resaltar la increíble finura de aquella línea recta y sin espesor que dividía en dos partes su rostro. Al igual que la sombra del gnomon se torna delgada y cortante hacia el centro de un reloj de sol, así se veía la fantástica nariz del desesperado notario.
En vano, el indignado millonario de la Rue de Verneuil se sometió a una dieta más sustanciosa. Considerando que una buena alimentación, digerida por un estómago sólido, beneficia por igual a casi todas las partes del cuerpo, se impuso la dulce tarea de consumir suculentos consomés, pesados jugos y abundancia de carnes rojas regadas con los más generosos vinos. Decir que estos selectos manjares no le beneficiaron en nada, sería negar la evidencia y blasfemar contra el buen yantar. Monsieur L’Ambert llegó a adquirir en poco tiempo unos primorosos carrillos rojos, un hermoso pescuezo de toro apoplético y una bonita y oronda pancita. Pero su nariz seguía actuando como un socio negligente o desinteresado que olvida cobrar sus dividendos.
Cuando un enfermo no puede comer ni beber, se le sostiene en ocasiones por medio de baños nutricionales que penetran por la piel hasta las fuentes de la vida. L’Ambert trató a su nariz como a un enfermo al que se hace necesario alimentar por separado y a cualquier precio. Y a este fin se hizo con una pequeña bañera de plata sobredorada. Seis veces al día, metía en ella la nariz y la mantenía pacientemente sumergida en baños de leche, consomé, vino de Borgoña o incluso salsa de tomate. ¡Trabajo perdido! La enferma salía del baño tan pálida, delgada y deplorable como al entrar.
Toda esperanza parecía perdida cuando un día monsieur Bernier, dándose una palmada en la frente, exclamó:
—¡Hemos cometido un gran error, una metedura de pata digna de colegiales! ¡Y he sido yo… cuando este hecho constituye una brillante confirmación a mi teoría! No lo dude más, monsieur: el auvernés está enfermo, y es a él a quien debemos tratar para que usted sane.