Carecía de talento y su intelecto no era muy superior al de un caniche, pero en ocasiones su conciencia se revolvía. Un día, creyendo hacerle un bien, le espetó a L’Ambert:
—Uchted no merece mi rechpeto.
Y la repugnancia que sintiera el notario trocó en odio declarado.
Durante los últimos ocho días de su forzada intimidad se sucedieron las tormentas. Pero Bernier constató al fin que, a pesar de los innumerables tirones sufridos, el jirón había arraigado. Separó a los dos enemigos y dio forma a la nariz del notario con el trozo de piel que un día perteneciera a Romagné. Y fue entonces que el apuesto millonario de la Rue de Verneuil arrojó dos billetes de mil francos al rostro de su esclavo, diciendo:
—¡Ahí tienes, bellaco! El dinero es lo de menos, pero me has hecho gastar más de cien mil escudos de paciencia. ¡Vete, sal de aquí para siempre, y asegúrate de que jamás vuelva a oír tu nombre!
Romagné le dio, no sin altivez, las gracias, se bebió una botella en la cocina y dos copitas con el portero Singuet, y se marchó tambaleando a su antiguo hogar.
V. Grandeza y decadencia
Monsieur L’Ambert retornó a la vida social con éxito; incluso podría decirse que con gloria. Sus testigos le hicieron la más amplia justicia afirmando que se había batido como un león. Los viejos notarios se sintieron rejuvenecidos por su valentía.
—¡Eh! ¡Eh! Así somos nosotros cuando se nos lleva a situaciones extremas. ¡Que no por ser notarios somos menos hombres! La fortuna de las armas le ha sido esquiva a maese L’Ambert, pero qué noble ha sido su caída. ¡Un segundo Waterloo, eso es lo que ha sido! ¡Todavía somos arrojados, digan lo que digan!
Así lo decían el respetable Clopineau, el digno Labrique, el melifluo Bontoux y todos los néstores del notariado. Los jóvenes se expresaban más o menos en los mismos términos, aunque con ciertas variantes inspiradas por los celos:
—No queremos renegar de maese L’Ambert; él nos honra, ciertamente, aunque también nos compromete. Sea como fuere, cada uno de nosotros hubiese mostrado el mismo ardor y quizá algo menos de torpeza. Un funcionario ministerial no debe dejarse pisotear, aunque resta por saber si debe dar el primer paso. No se debiera acudir al campo del honor más que por causas confesables. Si fuese padre de familia, preferiría confiar mis asuntos a alguien prudente antes que a un héroe de aventuras, etcétera, etcétera.
Pero la opinión de las mujeres, que tiene fuerza de ley, se decantó por el héroe de Parthenay. Tal vez hubiese sido menos unánime si se hubiera conocido el episodio del gato; tal vez, este sexo, tan injusto como encantador, le hubiese quitado la razón si se hubiera permitido reaparecer en escena sin nariz. Pero todos los testigos habían guardado la mayor discreción a propósito del ridículo incidente, y monsieur L’Ambert, lejos de quedar desfigurado, parecía haber ganado con el cambio. Una baronesa observó que su rostro se había dulcificado desde que llevara la nariz recta. Una vieja canonesa, rebosante de malicia, preguntó al príncipe de B*** si no haría bien enfrentándose al turco. Y es que la aquilina del príncipe de B*** gozaba de una reputación hiperbólica.
Cabría preguntarse cómo es que las damas de la alta sociedad encuentran interés en peligros que no se han corrido por ellas. Las costumbres de L’Ambert eran de sobra conocidas, y se sabía que parte de su corazón y su tiempo lo ocupaba en la Ópera. Pero la sociedad perdona fácilmente estas distracciones a quienes no se entregan por entero a las mismas. Es la parte que sacrifican a las llamas, contentándose con lo poco que sobrevive al incendio. Parecía suficiente que L’Ambert no se hallase perdido más que a medias, cuando tantos a su edad ya se habían descarriado por completo. No dejaba de frecuentar las casas honradas, conversaba con las viudas, bailaba con las muchachas, ejecutaba algunas piezas musicales de un modo aceptable y jamás hablaba de caballos en boga. Estos méritos, asaz extraños entre los jóvenes millonarios de su época, le granjearon la benevolencia de las damas. Incluso llegó a decirse que más de una había creído hacer caridad disponiéndolo contra el hogar de la danza. Una hermosa devota, mademoiselle L***, le había demostrado durante tres meses que los más vivos placeres no se encuentran en el escándalo y la disipación.
Sin embargo, jamás llegó a romper con el cuerpo de baile; la severa lección recibida no le suscitó el menor espanto contra aquella hidra de cien hermosas cabezas. En una de sus primeras salidas visitó el foyer, donde refulgía mademoiselle Victorine Tompain. ¡Qué agradable recibimiento le dispensaron! ¡Con qué amigable curiosidad corrieron a su encuentro! ¡Qué efusivos cumplimientos! ¡Qué cortesías! ¡Cuántos lindos piquitos para recibir su inocente beso de amigo! Estaba radiante. Todos sus distinguidos compañeros, todos los dignatarios de la francmasonería del placer se congratulaban de su curación milagrosa. Reinó durante todo un entreacto en aquel reino de la lisonja. Escucharon el relato de su aventura, le hicieron referir el tratamiento del doctor Bernier, se admiraron de la delicadeza de sus puntos de sutura, ¡que casi no se veían!
—¡Y sepan ustedes que el excelente monsieur Bernier ha completado mi rostro con la piel de un auvernés! ¡Y qué auvernés, Dios mío! ¡El más estúpido, tosco y sucio de toda la Auvernia! Aunque nadie lo sospecharía al ver el trozo de piel que me vendió. ¡El animal me ha hecho pasar momentos muy desagradables!… A su lado, los ganapanes de las esquinas son dandis. ¡Pero ya estoy libre de él, gracias a Dios! El día que lo puse de patitas en la calle me quité un gran peso de encima. Se llama Romagné, ¡bonito nombre! Jamás lo pronunciéis en mi presencia. ¡Si no me queréis matar, no me habléis nunca de él! ¡Romagné…!
Mademoiselle Victorine Tompain no fue ni mucho menos la última en felicitar al héroe. Ayvaz-Bey la había abandonado indignamente, dejándole cuatro veces más de lo que ella valía. El bueno de L’Ambert se mostró dulce y clemente con ella.
—Nada tengo contra usted —le dijo—, ni guardo rencor a ese valiente turco. Yo sólo tengo un enemigo en este mundo, y es un auvernés de nombre Romagné.
Y pronunciaba Romagné con una entonación cómica que hacía las delicias de cuantos le escuchaban. Incluso, a día de hoy, creo que la mayor parte de estas señoritas dicen mi Romagné cuando quieren referirse a su aguador.
Tres meses pasaron, los tres meses de verano. La estación fue excelente, y pocos fueron los que quisieron permanecer en París. La Ópera fue invadida por extranjeros y gentes de provincias. Monsieur L’Ambert apenas se dejó ver.
Casi todos los días, a las seis en punto, dejaba a un lado la gravedad de su oficio para escapar a Maisons-Lafitte, donde tenía alquilado un chalet. Allí recibía a sus amigos, y también a sus amiguitas. Jugaban en el jardín a toda clase de jeux champêtres; y les puedo asegurar que el columpio nunca permanecía quieto[41].
Uno de sus huéspedes más asiduos y animados era monsieur Steimbourg, el agente de cambio, a quien el lance de Parthenay lo había ligado más estrechamente a L’Ambert. Steimbourg pertenecía a una buena familia de judíos conversos; su cargo estaba tasado en dos millones de francos y disponía de una cuarta parte para sí mismo; a saber, se podía trabar amistad con él. Y en cuanto a las amantes de ambos amigos, éstas parecían bien avenidas; es decir, a lo sumo llegaban a pelearse una vez por semana. ¡Qué hermoso era contemplar aquellos cuatro corazones que latían al unísono! Los hombres montaban a caballo, leían Le Figaro o comentaban los chismes de la ciudad; las damas, con arte sin igual, se echaban las cartas por turnos. ¡Disfrutaban de una Edad de Oro en miniatura!
Monsieur Steimbourg hizo suyo el deber de presentar a su amigo a la familia. Condujo a L’Ambert a Biéville, donde el cabeza de los Steimbourg se había hecho construir un château. Allí le recibieron cordialmente un viejo muy verde, una señora de más de cincuenta años que aún no había abdicado, y dos jovencitas extremadamente coquetas. Al primer golpe de vista reconoció que no se adentraba en una casa de fósiles. Antes al contrario, se trataba de una familia moderna y sofisticada. Como buenos compañeros, padre e hijo bromeaban entre sí sobre sus calaveradas. Las muchachas habían visto cuantas obras se habían representado en el teatro, y leído cuantos libros se habían escrito. Pocas personas conocían mejor la crónica elegante de París; todas las bellezas de este mundo les habían sido reveladas en el teatro y en el Bois de Boulogne[42]; habían presenciado las almonedas más lujosas y disertaban de la manera más grata sobre las esmeraldas de la señorita X*** o las perlas de la señorita Z***. La mayor, mademoiselle Irma Steimbourg, copiaba con pasión todos los modelos de mademoiselle Fargueil[43]; y la menor había enviado a uno de sus amigos a casa de mademoiselle Figeac[44] para que le pidiese la dirección de su modista. Ambas eran ricas y bien dotadas. Irma gustó a L’Ambert. El apuesto notario se decía de vez en cuando que una dote de medio millón y una mujer que sabía vestir no eran cosas desdeñables. Se vieron con frecuencia, casi una vez por semana, hasta que llegaron las primeras heladas de noviembre.
Después de un otoño dulce y brillante, el invierno cayó como una losa; un hecho bastante común en nuestro clima, si bien la nariz de L’Ambert dio muestras de una sensibilidad extraordinaria. Enrojeció un poco al principio y bastante después; y se fue hinchando gradualmente hasta tornarse deforme. Tras una partida de caza animada por el viento del norte, el notario comenzó a sentir en la nariz una comezón intolerable. Se miró en el espejo de una posada, y le desagradó el color que tomaba. Cualquiera hubiese dicho que parecía un sabañón fuera de lugar.
Se consoló pensando que un buen fuego de gavillas la devolvería a su estado natural. Y de hecho, así fue: el calor la alivió, y recuperó el tono durante algunas horas. Pero la comezón se volvió a presentar a la mañana siguiente, se le inflamaron más y más los tejidos, y el rojo reapareció con un nuevo toque violeta. Ocho días debió pasar en su vivienda, al calor del hogar, tratando de borrar la huella de aquel fatal tinte. Pero reapareció en su primera salida al exterior, muy a pesar de su abrigo de zorro azul.
Y esta vez, L’Ambert sintió miedo. Mandó de inmediato recado a monsieur Bernier. El doctor acudió, constató una ligera inflamación y prescribió unas compresas de agua helada. Le aliviaron la nariz, pero no consiguieron curarla. El doctor no salía de su asombro ante la persistencia del mal.
—Después de todo —dijo—, quizá Dieffenbach[45] tenga razón. Asegura que la piel puede morir por un exceso de sangre y recomienda aplicar sanguijuelas. ¡Probemos!
El notario se colgó una sanguijuela de la punta de la nariz; cuando ésta cayó, saciada de sangre, la reemplazó por otra, y así sucesivamente durante dos días y dos noches. Por un tiempo, la hinchazón y la coloración parecieron desaparecer, pero la mejoría sólo fue transitoria. Se hacía pues necesario buscar nuevos remedios. Monsieur Bernier pidió veinticuatro horas para reflexionar y se tomó cuarenta y ocho.
Cuando regresó a la mansión de la Rue de Verneuil, se mostraba preocupado y algo tímido. Tuvo que hacer un esfuerzo para dominarse antes de decir a monsieur L’Ambert:
—La medicina no da cuenta de todos los fenómenos naturales… Quiero presentarle una teoría que carece del todo de fundamento científico. A buen seguro mis colegas se reirían de mí si les dijese que un jirón de piel arrancado del cuerpo de un hombre puede quedar bajo la influencia de su antiguo poseedor. Obviamente, es su propia sangre, puesta en circulación por su corazón, bajo la acción de su cerebro, la que afluye de manera tan desafortunada a su nariz; y sin embargo, estoy tentado de creer que ese imbécil del auvernés no es del todo ajeno a este acontecimiento.
Monsieur L’Ambert puso el grito en el cielo. Decir que un vil mercenario al que todo se le había pagado y nada se le debía, podía ejercer una oculta influencia sobre la nariz de un funcionario ministerial, era poco menos que una impertinencia.