—¡Agua!… ¡Agua!… ¡Agua!
—Muchacho —le dijo el doctor—, deja el barril y sube hasta aquí por la Rue de Verneuil. Puedes ganarte un dinero.
IV. Chébachtien romagné
Se llamaba Romagné por su padre. Sus padrinos lo habían bautizado Sébastien, pero siendo natural de Frognac-lès-Mauriac, departamento de Cantal[37], invocaba a su patrón por el nombre de Chan Chebachtián. Todo hacía creer que escribiría su nombre con Ch, pero por fortuna no sabía escribir. Este chico de la Auvernia, de veintitrés o veinticuatro años, parecía haber sido construido a la imagen de Hércules: alto, grueso, macizo, huesudo, de color encendido, fuerte como un buey de labranza, pero dulce y fácil de conducir como un corderito blanco. Imagínense a un hombre fabricado de la más sólida pasta, la mejor y la más grosera.
Era el mayor de diez hermanos, chicos y chicas, todos vivos, sanos y bulliciosos bajo el mismo techo paternal. Su padre poseía una cabaña, un pedazo de tierra, unos pocos castaños en el monte, media docena de cerdos y dos buenos brazos con los que cavar la tierra. La madre hilaba cáñamo. Los pequeños ayudaban al padre; las pequeñas se encargaban de las labores del hogar y cuidaban las unas de las otras, haciendo la primera de niñera de la segunda, y así sucesivamente hasta el último escalón.
El joven Sébastien jamás brilló por su inteligencia, su memoria o algún otro don del intelecto, pero en cambio tenía corazón para dar y regalar. Le habían dado a conocer algunos capítulos del catecismo, pero como si enseñasen a los mirlos a silbar el J’ai du bon tabac[38]; sin embargo, siempre había albergado los más cristianos sentimientos. Jamás abusaba de sus fuerzas contra hombres o bestias, evitaba todas las peleas y a menudo recibía pescozones que nunca llegaba a devolver. Si el subprefecto de Mauriac hubiera querido otorgarle una medalla al mérito ciudadano, no habría tenido más que escribir a París. Y es que Sébastien, aun a riesgo de su propia vida, había salvado a varias personas; en especial, a dos gendarmes que se ahogaban junto a sus caballos en el impetuoso río Saumaise. Pero visto que actuaba por instinto, a todos les parecía natural su comportamiento; y como si de un perro Terranova se tratase, a nadie se le ocurrió condecorarle.
A la edad de veinte años cumplió con el reclutamiento, pero escapó por sorteo del servicio militar, merced a una novena que la familia elevó a la Providencia. Tras esto, resolvió ir a París, siguiendo los usos y costumbres de la Auvernia, para ganar algún dinero y ayudar a sus padres. Éstos le entregaron un traje de pana y veinte francos, que siguen siendo un capital en el distrito de Mauriac; y marchó aprovechando la partida de un compañero que conocía el camino de París. Hizo el viaje a pie, empleando diez jornadas, y arribó fresco y dispuesto a la capital con doce francos y medio en el bolsillo y los zapatos nuevos en la mano.
Dos días después, hacía rodar un barril por el Faubourg Saint-Germain en compañía de otro camarada que ya no podía subir escaleras por culpa de una hernia. En pago a sus servicios recibió alojamiento, manutención y ropa limpia, a razón de una camisa por mes, sin contar los treinta sueldos a la semana que recibía por hacer de recadero. Con estos ahorros compró, al cabo de un año, un barril de ocasión y se estableció por su cuenta.
Tuvo éxito más allá de toda expectativa. Su ingenua cortesía, su incansable complacencia y su bien conocida probidad, le grajearon el favor de todo el barrio. De dos mil escalones que subía y bajaba todos los días, pasó gradualmente a siete mil. Y de este modo llegó a enviar hasta sesenta francos al mes a las buenas gentes de Frognac. La familia bendecía su nombre y, día tras día, lo encomendaba a Dios en sus oraciones: sus hermanos menores tenían calzones nuevos, ¡y ya estaban pensando en enviar a los dos menores a la escuela!
El promotor de todos estos bienes no había cambiado en nada su forma de vivir. Dormía en una cochera, pegado a su barril, y renovaba cuatro veces al año la paja de su lecho. Su traje estaba más remendado que el vestido de un arlequín. En realidad, bien poco gastaba en vestuario, a no ser por los malditos zapatos, que consumían al mes un kilo de brocas. En lo que no escatimaba en absoluto era en gastos de alimentación. Se concedía, sin regateos, cuatro libras de pan al día; y a veces, incluso, se regalaba el estómago con un trozo de queso, una cebolla, o media docena de manzanas compradas al por mayor en el Pont Neuf. Los domingos y festivos se ponía delante de una sopa y un filete de carne; y se chupaba los dedos por el resto de la semana. Pero era demasiado buen hijo y demasiado buen hermano para atreverse con un vaso de vino. Le vin, l’amour et le tabac[39] eran para él productos fabulosos, que solamente conocía de oídas. Con mayor razón desconocía los placeres del teatro, tan queridos a los obreros de París. Nuestro hombre prefería acostarse gratis a las siete que aplaudir por diez sueldos a monsieur Dumaine[40].
Así era en lo físico y en lo moral el hombre a quien el doctor había reclamado de la calle para prestar un poco de su piel a monsieur L’Ambert.
Advertidos, los criados lo hicieron pasar enseguida.
Avanzó tímidamente, sombrero en mano, levantando los pies tanto como podía, sin osar casi posarlos sobre la alfombra. La tormenta de la mañana lo había cubierto de barro hasta el cuello.
—Chi ech por el agua —dijo en saludo al doctor—, yo…
Monsieur Bernier lo interrumpió.
—No, hijo mío, no es por tu negocio.
—¿Ech por alguna otra cocha, monchieur?
—Por una completamente distinta. A este señor que veis aquí le han cortado la nariz esta mañana.
—¡Oh, caramba, pobre cheñor! ¿Y quién le ha hecho echo?
—Un turco, pero eso es lo de menos.
—¡Un chalvaje! Ya me habían dicho a mí que eran chalvajech, pero no chabía yo que lech dejaban venir a Parích. Echperen cholo un momento, voy a avichar a la policía.
Monsieur Bernier detuvo el arranque de celo del honrado auvernés, y le explicó, en pocas palabras, el servicio que esperaban de él. Pensó de entrada que se burlaban de él; al fin y al cabo, uno puede ser un excelente aguador y no tener noción alguna de rinoplastia. Pero el doctor le hizo comprender que deseaban hacerse con un mes de su tiempo y aproximadamente ciento cincuenta centímetros cuadrados de su piel.
—La operación no es nada —dijo—, y apenas vas a sufrir, pero te advierto que tendrás que armarte de paciencia, pues has de permanecer un mes inmóvil con el brazo cosido a la nariz de este caballero.
—Paciencia tengo de chobra —respondió—, que por algo choy auvernéch. Pero para que pache un mech en la cacha prechtando chervicio a echte pobre hombre, che me ha de pagar lo que ech debido.
—Por supuesto. ¿Cuánto pides?
Meditó unos instantes y dijo:
—En conciencia, echte trabajo vale cuatro francoch al día.
—No, amigo mío —respondió el notario—, este trabajo vale mil francos al mes; esto es, treinta y tres francos al día.
—No —replicó el doctor con autoridad—, vale dos mil francos.
L’Ambert agachó la cabeza y no puso ninguna objeción.
Romagné pidió licencia para terminar su jornada, dejar el barril en la cochera y buscar a alguien que le sustituyera durante aquel mes.
—Ademách —dijo—, no vale la pena comenzar hoy michmo por cholo medio jornal.
Le demostraron que la cosa era urgente y actuaron en consecuencia. Mandaron buscar a uno de sus amigos, que prometió reemplazarle por espacio de un mes.
—Me traerách el pan todach lach nochech —dijo Romagné.
Le dijeron que esa precaución era inútil y que le darían de comer en la casa.
—Echo depende de lo que me cuechte.
—Monsieur L’Ambert te alimentará gratis.
—¡Gratich! ¿Echo echtá incluido en el precio? Aquí tiene mi piel. Córtemela encheguida.
Soportó la operación como un valiente, sin pestañear.
—Echto ech un placer —decía—. Me habían hablado de un auvernéch que che dejaba congelar en una fuente por veinte chueldoch la hora. Prefiero hacerme cortar en pedazos. No ech tan molechto y che gana mucho mách.
Monsieur Bernier cosió el brazo del aguador al rostro del notario; y durante un mes, ambos permanecieron encadenados. Los dos hermanos siameses que en el pasado excitaron la curiosidad de toda Europa no eran tan inseparables. Pero aquéllos eran hermanos, acostumbrados a soportarse desde la infancia, y habían recibido una misma educación. Pero si uno hubiera sido aguador y el otro notario, quizá hubiesen dado un espectáculo de amistad menos fraterna.
Romagné jamás se quejaba por nada, aun cuando la situación le era completamente nueva. Obedecía como un esclavo —o mejor dicho, como un cristiano— todas las voluntades del hombre que se había hecho con su piel. Se levantaba, se sentaba, se acostaba, se volvía a derecha e izquierda a capricho de su señor. Ni siquiera una aguja imantada es tan sumisa al Polo Norte como Romagné lo era a monsieur L’Ambert.
Esta heroica mansedumbre ablandó el corazón del notario, que sin embargo nada tenía de tierno. Durante tres días, sintió una especie de agradecimiento por los buenos cuidados que su víctima le ofrecía, pero no tardó en sentirle asco y más tarde terror.
Un hombre joven, activo y saludable no se acostumbra, si no es con esfuerzo, a la inmovilidad absoluta. ¿Qué no será pues cuando tenga que permanecer inmóvil al lado de un ser inferior, sucio y sin educación? Pero la suerte estaba echada. O vivía sin nariz o soportaba al auvernés con todas sus consecuencias: comer con él, dormir con él y realizar a su lado, y en las más incómodas situaciones, todas las funciones biológicas de la vida.
Romagné era un digno y excelente joven, pero roncaba como un órgano. Adoraba a su familia, amaba al prójimo, pero nunca había tomado un baño en su vida, no fuese a malgastar su mercancía. Poseía los más delicados sentimientos del mundo, pero no sabía imponerse los más elementales sacrificios que la civilización recomienda. ¡Pobre monsieur L’Ambert! ¡Y pobre Romagné! ¡Qué noches y qué días! ¡Qué de patadas dadas y recibidas! Huelga decir que Romagné las recibía sin queja, temeroso de que un falso movimiento diese por zanjado el experimento de monsieur Bernier.
El notario recibía buen número de visitas. Vinieron a verle sus compañeros de aventuras, que se divirtieron con el auvernés. Le enseñaron a fumar cigarrillos y a beber vino y aguardiente. El pobre diablo se entregaba a todos estos nuevos placeres con la ingenuidad de un piel roja. Lo achisparon, lo emborracharon, lo hicieron caer todos los niveles que separan al hombre de la bestia. Había que rehacer su educación, y aquellos buenos señores la emprendieron con cruel placer. ¿No era acaso novedoso y divertido desmoralizar al auvernés?
Cierto día le preguntaron cómo pensaba emplear los cien luises de monsieur L’Ambert cuando hubiese terminado de ganarlos.
—Loch depochitaré al cinco por ciento —respondió— y obtendré una renta de cien francoch.
—¿Y después? —preguntó un galano millonario de veinticinco años—. ¿Serás más rico? ¿Serás más feliz? ¡Tendrás seis sueldos de renta diaria! Si te casas, y esto es inevitable, pues eres de la madera de la que se fabrican los imbéciles, tendrás doce hijos por lo menos.
—¡Chí, ech pochible!
—Y en virtud del Código Civil, esa hermosa invención del Imperio, apenas podrás dejarle a cada uno de ellos un ochavo para comer al día. En tanto que con dos mil francos al menos podrás vivir un mes como un rico, conocer los placeres de la vida y elevarte por encima de tus semejantes.
Romagné se defendía como gato panza arriba contra todas estas tentativas de corrupción; pero tantos y tan repetidos fueron los golpes que recibió en su gruesa cabezota, que terminaron por abrir una puerta a las ideas más equívocas, afectando a su cerebro.
También acudieron damas. L’Ambert conocía muchas, y de todos los estratos sociales. Romagné fue testigo de las escenas más diversas: escuchó promesas de amor y fidelidad que carecían de credibilidad alguna. Monsieur L’Ambert no sólo mentía descaradamente en su presencia, sino que a veces se divertía mostrándole en la intimidad todas aquellas falsedades que conforman, por así decirlo, el cuadro de la vida elegante.
¡Y los negocios! Cual Cristóbal Colón, Romagné creyó descubrir un mundo nuevo, del que no albergaba conocimiento alguno. A los clientes del bufete no parecía molestarles su presencia y hablaban ante él como pudieran hacerlo ante una docena de ostras. Vio padres que inquirían la manera de desposeer legalmente a sus hijos en beneficio de una amante o de un buen filón; jóvenes casaderos que estudiaban la forma de robar las dotes de sus futuras esposas; prestatarios que concedían hipotecas vacías; prestamistas que exigían un diez por ciento sobre la primera hipoteca…