—¡Él!, ¡él!, ¡él!
—Caballero —dijo el doctor—, lamento haberle hecho esperar y le suplico que se calme. Ya he sabido del accidente que acaba de sufrir y no creo que el mal sea irremediable. Pero nada podré hacer por usted si me tiene miedo.
Miedo es una palabra que desagrada al oído francés. Monsieur L’Ambert se enderezó, avanzó con decisión hacia el doctor y le dijo con una risita que resultaba demasiado nerviosa para ser natural:
—¡Por Dios, doctor, debe de estar bromeando! ¿Parezco acaso un hombre con miedo? Si fuese un cobarde, no me habría hecho mutilar esta mañana de una manera tan extraña. Mientras le esperaba, hojeaba un libro de cirugía. Y acababa de ver una figura que se parece a usted. Y cuando ha entrado, ha sido como si viese un fantasma. Añada a esto las emociones de la mañana, tal vez incluso algún ligero acceso de fiebre, y podrá perdonar lo que de extraño ha tenido mi conducta.
—¡Por supuesto! —dijo monsieur Bernier recogiendo el libro del suelo—. ¡Ah, leía usted a Ringuet! Es muy amigo mío. Recuerdo, en efecto, que me hizo grabar al natural, a partir de un croquis de Léveillé[32]. Pero no se quede en pie, se lo ruego.
El notario se calmó un poco y le refirió los acontecimientos de la jornada, sin olvidar el incidente del gato, que le hizo, por así decirlo, perder la nariz por segunda vez.
—Es una lástima —observó el cirujano—, pero al cabo de un mes podremos remediarlo. Dado que posee el librito de Ringuet, ¿tendrá seguramente algunas nociones de cirugía?
Monsieur L’Ambert confesó que aún no había llegado a ese capítulo.
—Pues bien —repuso monsieur Bernier—, voy a resumírselo en cuatro palabras. La rinoplastia es el arte de rehacer las narices de los imprudentes que la perdieron.
—¿Es cierto, doctor?… ¿Es posible el milagro?… ¿La cirugía ha encontrado un método para…?
—Ha encontrado tres. Pero descarto el francés, que no es un método aplicable al caso presente. Si la pérdida de sustancia fuese menos considerable, podría despegar los bordes de la herida, avivarlos, ponerlos en contacto y unirlos como en un principio. Pero no pensemos en esto.
—Y yo que me alegro —le contestó el notario—. No puede imaginar, doctor, hasta qué punto eso de heridas despegadas y avivadas me crispa los nervios. ¡Pasemos a métodos más amables, se lo ruego!
—La cirugía raramente procede con amabilidad; pero, en fin, a su elección queda decidir entre el método indio[33] y el italiano[34]. El primero consiste en cortar de la frente una especie de triángulo invertido de piel que servirá de materia a la nueva nariz. Se despega el trozo por completo, salvo el pedúnculo inferior, que ha de permanecer adherido; se retuerce sobre este vértice, a fin de que la epidermis quede expuesta; y finalmente, se cosen sus bordes a los de la herida. En pocas palabras, puedo hacerle una nariz bastante presentable a expensas de su frente. El éxito de la operación es casi absoluto; ahora bien, conservará en la frente una enorme cicatriz.
—No quiero cicatrices, doctor, no las quiero a ningún precio. E incluso iría más lejos (y perdone esta debilidad): no deseo operación alguna. Ya la he sufrido hoy de manos de ese maldito turco, y no deseo ninguna otra. Su simple recuerdo me hiela la sangre. Tengo tanto valor como cualquier otro hombre del mundo, pero también tengo nervios. No le temo a la muerte, pero el sufrimiento me aterra. Máteme si quiere, pero por Dios, ¡no me corte más!
—Caballero —replicó el doctor con cierta ironía—, si siente esta aversión contra las operaciones, debería haber llamado a un homeópata y no a un cirujano.
—No se burle de mí, doctor. No he sido capaz de controlarme ante la idea de una operación india. Los indios son unos salvajes, y su cirugía es digna de ellos. ¿No ha mencionado asimismo un método italiano? No me gustan políticamente los italianos. Son un pueblo ingrato, que ha mostrado la más pérfida conducta ante sus legítimos dueños; pero en cuestiones científicas, no tengo un concepto demasiado malo de estos sinvergüenzas.
—Que así sea —respondió el doctor—. Nos decantaremos, pues, por el método italiano. A veces da buenos resultados, pero exige una paciencia y una inmovilidad de la que quizá usted no sea capaz.
—Si sólo requiere paciencia e inmovilidad, respondo de mí.
—¿Será usted capaz de mantenerse treinta días en una posición extremadamente incómoda?
—Sí.
—¿Con la nariz cosida al brazo izquierdo?
—Sí.
—En ese caso, le cortaré del brazo un jirón de piel triangular de quince a dieciséis centímetros de altura y diez u once de anchura. Yo…
—¿Que me cortará a mí…?
—Sin duda.
—¡Pero eso es horrible, doctor! ¡Despellejarme vivo! ¡Sacarme la piel a tiras! ¡Eso es bárbaro, es medieval, algo digno de Shylock, el judío de Venecia[35]!
—La herida del brazo es lo de menos. Lo difícil es estar cosido a uno mismo durante treinta días.
—Y yo lo único que temo es el filo del escalpelo. Cuando uno ha sentido el frío acero penetrar en la carne viva, mi querido doctor, ya tiene suficiente para el resto de sus días. Una y no más.
—Siendo así, caballero, no tengo nada que hacer aquí; y usted se quedará sin nariz para toda la vida.
Esta especie de condenación sumió al pobre notario en una profunda consternación. Mesó sus hermosos cabellos rubios y se revolvió como un loco por la habitación.
—¡Mutilado! —dijo entre sollozos—. ¡Mutilado para siempre! ¡Y nada puede remediar mi destino! ¡Si hubiese alguna droga, algún preparado misterioso cuya virtud fuera devolver la nariz a quien la ha perdido, lo compraría a peso de oro! ¡Lo enviaría a buscar al fin del mundo! ¡Fletaría un buque si fuese necesario! ¡Pero nada! ¿De qué me sirve ser rico? ¿De qué sirve que usted sea un practicante ilustre, si toda su habilidad y todos mis sacrificios desembocan en esta estúpida nada? ¡Riqueza, ciencia, palabras vacías!
Monsieur Bernier respondía de vez en cuando con imperturbable calma:
—Déjeme cortarle un trozo de piel del brazo y yo le reconstruiré la nariz.
Por un instante, monsieur L’Ambert pareció decidido. Se quitó el abrigo y se levantó la manga de su camisa, pero cuando vio el botiquín abierto, cuando el acero pulido de treinta instrumentos de tortura centelleó ante sus ojos, palideció, perdió las fuerzas y cayó como desmayado sobre una silla. Algunas gotas de agua avinagrada le devolvieron el sentido, mas no la resolución.
—No pensemos más en esto —dijo recomponiéndose—. Nuestra generación posee toda clase de valor, pero es débil ante el dolor. Es culpa de nuestros padres que nos han criado entre algodones.
Pocos minutos después, aquel joven, imbuido de los más religiosos principios, rompió a blasfemar contra la Providencia.
—En realidad —exclamó—, el mundo es una gran jaula de grillos, ¡felicitemos por ello al Creador! Tengo doscientos mil francos de renta y me quedaré tan chato como una calavera; mientras mi portero, que no tiene más de diez escudos, tendrá la nariz del Apolo Belvedere[36]. ¡La Suprema Sabiduría, que tantas cosas ha previsto, no previó que un turco llegaría a cortarme la nariz por saludar a mademoiselle Victorine Tompain! Hay tres millones de mendigos en Francia, todos los cuales no valen ni diez sueldos, ¡y yo no puedo adquirir a peso de oro la nariz de uno de estos miserables!… Aunque de hecho, ¿por qué no?
Un rayo de esperanza iluminó su rostro; y continuó con tono más suave:
—Mi viejo tío de Poitiers, ya en sus postrimerías, se hizo inyectar cien gramos de sangre bretona en la vena mediana cefálica; uno de sus fieles servidores pagó el coste de aquella experiencia. Mi hermosa tía de Giromagny, en los tiempos en que todavía era bella, hizo que le arrancaran un incisivo a su más bonita doncella para reemplazar el diente que acababa de perder. El esqueje agarró bien y no costó más de tres luises. Doctor, usted ha dicho que, de no ser por la perversidad de ese maldito gato, hubiera podido coserme la nariz mientras aún estaba caliente. ¿Me lo ha dicho, sí o no?
—Sin duda, y lo repito.
—Y si comprase la nariz de algún pobre diablo, ¿también podría colocármela en medio de la cara?
—Podría…
—¡Bravo!
—Pero no me prestaría a hacerlo, y tampoco ninguno de mis colegas.
—¿Y por qué, si puede saberse?
—Porque mutilar a un hombre sano es un crimen, por muy estúpido que sea el paciente o muy hambriento que se halle para consentirlo.
—En realidad, doctor, confunde mis nociones sobre lo que es justo e injusto. Cuando fui llamado a filas, me hice reemplazar, a cambio de un centenar de luises, por un alsaciano de pelo castaño quemado. A mi hombre (pues ciertamente era mío), una bala de cañón lo decapitó el 30 de abril de 1849. Y como la bala en cuestión me estaba irrefutablemente destinada, puedo decir que el alsaciano me vendió su cabeza y toda su persona por un centenar de luises, o tal vez por ciento cuarenta. El Estado no solamente lo toleró, sino que aprobó esta permuta. Y usted tampoco tendrá nada que decir; es muy probable que haya comprado a ese mismo precio a un hombre entero que se hiciese matar por usted. ¡Y porque ofrezco darle el doble al primer canalla que se presente, y sólo por la punta de su nariz, usted grita escandalizado!
El doctor se detuvo un momento a meditar una respuesta lógica. Y como no la encontrase, le dijo a maese L’Ambert:
—Si bien mi conciencia no me permite desfigurar a otro hombre para su provecho, creo que sí podría, sin sombra de culpa, extraer del brazo de cualquier desgraciado los pocos centímetros cuadrados de piel que le hacen falta.
—¡Bien, mi querido doctor! ¡Tómelos de donde quiera, con tal de que repare este estúpido accidente! Encontremos inmediatamente a un hombre de buena voluntad, ¡y que viva el método italiano!
—Le advierto una vez más que se pasará todo un mes en una situación molesta.
—¡Y qué me importan a mí las molestias si en un mes podré volver al foyer de la Ópera!
—Sea pues así. ¿Tiene ya a alguien en mente? ¿Quizá ese portero del que me habló antes…?
—¡Bien! Podría comprarlo junto a su mujer y a sus hijos por un centenar de escudos. Cuando Barberau, su antecesor, se retiró a nosequé sitio a vivir de su pensión, un cliente me recomendó a éste, que se moría literalmente de hambre.
Monsieur L’Ambert llamó a su criado y le ordenó que hiciera subir a Singuet, el nuevo portero.
El hombre acudió presto y lanzó un grito de horror al ver el rostro de su amo.
Era el auténtico espécimen de pobre diablo parisino, el más pobre de todos los diablos: un hombrecillo de treinta y cinco años, al que todos echarían sesenta de tan seco, amarillento y desmirriado como se veía.
Monsieur Bernier lo examinó atentamente y le ordenó volver a la portería.
—La piel de este hombre no sirve para nada —dijo el doctor—. Recuerde que los jardineros toman sus injertos de los árboles más sanos y vigorosos. Elija a un mozo fuerte de entre su servicio, que seguro que los hay.
—Sí, pero usted lo ve demasiado sencillo. Todos mis criados son caballeros. Poseen capitales y valores en cartera, y especulan al alza y a la baja, como todo doméstico de buena casa. No creo que ninguno quiera obtener, al precio de su sangre, un capital que fácilmente podría conseguir en la Bolsa.
—Tal vez pueda encontrar alguno que por devoción…
—¿Devoción entre estas gentes? ¿Se burla, doctor? ¡Nuestros padres tenían servidores devotos! Nosotros no tenemos más que criados taimados; y en el fondo, tal vez sea lo mejor. Nuestros padres, queridos por sus domésticos, se creían obligados a pagarles con la misma afectuosa moneda. Soportaban sus defectos, los asistían en sus enfermedades, los alimentaban en su vejez; ¡era un infierno! Yo pago a mis criados por su servicio, y cuando no cumplen con éste, los despido y punto, sin entrar a averiguar si es por mala voluntad, senectud o enfermedad.
—Entonces no encontraremos en su casa al hombre que necesitamos. ¿Tiene algún otro en mente?
—¿Yo? Ninguno. Cualquiera es bueno; el primero que venga, el ganapán de la esquina o el aguador al que estoy oyendo gritar en la calle.
Sacó las gafas de su bolsillo, apartó ligeramente la cortina, echó un vistazo a la Rue de Beaune y le dijo al doctor:
—He ahí un muchacho que no tiene mala pinta. Tenga la bondad de hacerle una señal, que yo no me atrevo a mostrar mi rostro a los transeúntes.
Monsieur Bernier abrió la ventana justo en el momento en el que la víctima escogida gritaba a pleno pulmón: