La nariz de un notario – Edmond About

Lo persiguieron a campo abierto. Si largo era el camino ya recorrido, inmensa era la llanura que se extendía, cual tablero ajedrezado, ante los cazadores y su presa.

El calor del día era sofocante; gruesos nubarrones negros se amontonaban por occidente. El sudor manaba de todos los rostros, pero nada podía detener la acometida de aquellos ocho hombres.

Monsieur L’Ambert, todo cubierto de sangre, animaba a sus compañeros con sus gritos y sus gestos. Los que nunca han visto correr a un notario en busca de su nariz no podrán hacerse una idea clara de su celo. ¡Adiós a las fresas y a las frambuesas! ¡Adiós a las grosellas rojas y negras! Por doquiera que pasaba la avalancha, las esperanzas puestas en la cosecha eran pisoteadas, destruidas, pulverizadas; no dejaban sino flores aplastadas, brotes arrasados, ramas partidas, tallos pisoteados. Los aldeanos, sorprendidos por la invasión de aquella plaga desconocida, arrojaban sus regaderas, llamaban a sus vecinos, clamaban al guardia rural, reclamaban los daños y perjuicios, y se lanzaban a la caza de los cazadores.

¡Victoria! ¡El gato ha sido atrapado! Y arrojado a un pozo. ¡Cubos! ¡Cuerdas! ¡Escalas! Todos albergan la esperanza de recuperar la nariz de L’Ambert intacta, o casi. ¡Pero qué desgracia! Este pozo no es un pozo como los demás. Es la entrada de una cantera abandonada cuyas galerías forman una red de más de diez leguas que se extiende en todas direcciones y conecta con las catacumbas de París.

Se pagan los honorarios de monsieur Triquet, se abonan las indemnizaciones que reclaman los aldeanos y se retoma el camino de Parthenay bajo una lluvia torrencial.

Antes de subir al carruaje, Ayvaz-Bey, mojado como un pato y calmado por completo, vino a ofrecer su mano a monsieur L’Ambert.

—Caballero —le dijo—, lamento sinceramente que mi obstinación haya llevado las cosas tan lejos. La pequeña Tompain no vale una sola gota de la sangre que se ha derramado por ella; hoy mismo le enviaré una nota de despedida, pues no podría verla sin pensar en el mal que ha causado. Usted es testigo de que he hecho cuanto he podido, junto con estos señores, por devolverle lo que ha perdido. Ahora, sólo puedo confiar en que este accidente no sea del todo irreparable. El médico de esta aldea nos ha recordado que existen en París cirujanos más hábiles que él; y creo haber oído decir que la cirugía moderna guarda secretos infalibles para restaurar las partes mutiladas o destruidas.

Monsieur L’Ambert aceptó de bastante mal gana la mano leal que le tendía su rival, y se hizo llevar junto a sus dos amigos al Faubourg Saint-Germain.

III. En el que el notario defiende con más éxito su pellejo

Hombre feliz donde los haya, ése era el cochero de Ayvaz-Bey. El viejo golfante de París quizá había sido menos sensible a la propina de cincuenta francos que al placer de conducir a sus clientes a la victoria.

—Disculpe —dijo al bueno de Ayvaz—, ¿así es como se arregla usted con la gente? Es bueno saberlo. Si alguna vez le piso un pie, me apresuraré a pedirle perdón. Ese pobre caballero se verá en un aprieto cuando quiera tomar rapé. ¡Vamos, vamos! Si alguna vez alguien sostiene ante mí que los turcos son torpes, ya tendré yo con qué responderle. Ya le dije yo que le traería suerte. Pues bien, mi señor, conozco a un viejo cochero de Brion al que le sucede todo lo contrario: siempre lleva la desgracia a sus pasajeros. Tantos conduce al terreno del honor, tantos salen escaldados… ¡Arre, caballito! ¡En pos de la gloria! ¡Que los caballos del Carrusel[25] son ahora tus primos!

Estas burlas, un tanto crueles, no llegaron a animar a los tres turcos, y el cochero optó por distraerse solo.

En otro carruaje infinitamente más distinguido y con mejor tiro, se lamentaba el notario en presencia de sus dos amigos.

—Está hecho —les decía—; soy hombre muerto; no me queda otra solución que volarme la tapa de los sesos. Ya no podré presentarme de nuevo en sociedad, ni en la Ópera, ni en ningún otro teatro. ¿Queréis que aparezca ante el mundo con esta cara grotesca y lamentable que moverá a la risa de unos y a la compasión de otros?

—¡Bah! —respondió el marqués—, la gente se acostumbra a todo. Y en el peor de los casos, si le asusta el mundo, permanezca en casa.

—¡Permanecer siempre en casa, qué bello porvenir! ¿Acaso cree que las mujeres van a venir a mi casa a cortejarme en el fabuloso estado en que me encuentro?

—¡Se casará! Conocí a un teniente de coraceros que había perdido un brazo, una pierna y un ojo. No es que fuera el preferido de las mujeres, bien es cierto, pero desposó a una brava muchacha, ni fea ni guapa, que lo amó con todo su corazón y que lo hizo perfectamente feliz.

Semejante perspectiva no debió parecerle demasiado consoladora, pues exclamó en tono desesperado:

—¡Oh, mujeres, mujeres, mujeres!

—¡Santo Dios! —exclamó el marqués—. ¿Siempre gira su brújula en torno a las mujeres? Las mujeres no lo son todo. Hay otras cosas en el mundo. ¡Piense en su salvación, qué diablos! Encarrile su alma, cultive su espíritu, sirva a su prójimo, cumpla con los deberes de su posición. ¡No es necesario tener una larga nariz para ser buen cristiano, buen ciudadano y buen notario!

—¡Notario! —replicó con mal disimulada amargura—. ¡Notario! En efecto, eso soy aún. Hasta ayer era un hombre, un hombre de mundo, un gentleman[26]; e incluso me atrevería a decir sin falsa modestia, un caballero bastante apreciado entre las mejores compañías. Hoy no soy más que un notario. ¿Y quién sabe si lo seguiré siendo mañana? Sólo hace falta una indiscreción de mi lacayo para divulgar este estúpido asunto. Y si un periódico dijera dos palabras, el ministerio fiscal se vería obligado a perseguir a mi rival, a sus testigos y a ustedes mismos, caballeros. Seríamos conducidos ante el tribunal correccional, y debiendo explicar adónde y por qué perseguía a mademoiselle Tompain. Supongan un escándalo tal y díganme si podría sobrevivirlo.

—Mi querido muchacho —dijo el marqués—, teme usted peligros imaginarios. Las gentes de nuestro mundo, al que usted, en cierto modo, también pertenece, tienen derecho a cortar el cuello de sus pares con impunidad. El ministerio público cierra los ojos ante nuestras querellas, y es de justicia. Entiendo que las autoridades se inquieten cuando periodistas, artistas y otros seres de condición inferior se permiten tomar las espadas: conviene recordar a esas gentes que tienen puños para batirse, y que esta arma es perfectamente suficiente para vengar el tipo de honor que poseen. Pero cuando un caballero se conduce como un caballero, la justicia nada tiene que decir, y nada dice. Desde que dejé el servicio, he tenido quince o veinte lances de honor, y algunos bastante desafortunados para mis adversarios; y sin embargo, ¿alguna vez han visto mi nombre en la Gazette des Tribunaux?

Monsieur Steimbourg estaba menos ligado a L’Ambert que el marqués de Villemaurin; no tenía, como éste, sus títulos de propiedad en el despacho de la Rue de Verneuil desde hacía cuatro o cinco generaciones; no conocía a aquellos caballeros más que del Círculo y la partida de whist, y tal vez por algunas comisiones que el notario le había hecho ganar. Pero era buen muchacho y hombre de buen juicio, e hizo a su vez el justo desembolso de palabras para razonar y dar consuelo al desgraciado. A su parecer, monsieur de Villemaurin llevaba las cosas al peor extremo; existían otros recursos. Decir a monsieur L’Ambert que quedaría desfigurado para toda la vida, era perder demasiado pronto la confianza en la ciencia.

—¿De qué serviría pues haber nacido en el siglo XIX, si como antaño, el menor accidente fuese un mal irreparable? ¿Qué superioridad tendríamos sobre los hombres de la Edad de Oro? No maldigamos el santo nombre del Progreso. Gracias a Dios, la cirugía operatoria se halla hoy en un punto nunca antes alcanzado en la patria de Ambroise Paré[27]. El buen médico de Parthenay nos ha citado los nombres de algunos ilustres maestros que han llegado a remendar con éxito el cuerpo humano. Ya estamos a las puertas de París; enviaremos a preguntar a la farmacia más próxima y nos darán la dirección de Velpeau o de Huguier; y su lacayo, señor, irá a buscar al gran hombre y después lo llevará a su casa. He oído decir que los cirujanos pueden rehacer un labio, un párpado o una oreja; ¿acaso es más difícil restaurar la punta de una nariz?

Aunque vaga, esta esperanza reanimó al pobre notario, que ya hacía media hora que había dejado de sangrar. La idea de volver a ser lo que era y de retomar el curso normal de su vida, lo arrojó a una suerte de delirio. ¡Qué gran verdad aquella de que no apreciamos la plenitud hasta que no la hemos perdido!

—¡Ay, amigos míos —exclamó retorciéndose las manos—, mi fortuna para el hombre que me cure! Sean cuales fueren los tormentos que habré de soportar, los sufriré con gusto si me garantizan el éxito final. ¡Y no escatimaré ni en gastos ni en sufrimientos!

Y animado por estos sentimientos, regresó a la Rue de Verneuil, mientras su criado buscaba la dirección de los célebres cirujanos. El marqués y monsieur Steimbourg lo acompañaron hasta su cuarto y se despidieron de él, el uno para ir a tranquilizar a su esposa e hijas, a quienes no había visto desde la noche anterior, y el otro para dirigirse a la Bolsa.

Una vez solo, frente a un gran espejo veneciano que le devolvía sin piedad su nueva imagen, Alfred L’Ambert cayó en un profundo abatimiento. Aquel hombre fuerte que jamás había llorado en el teatro por ser cosa del pueblo, aquel gentleman de frente dura que había enterrado a sus padres con serena impasibilidad, lloró la amputación de su hermosa persona y se bañó en lágrimas egoístas.

El lacayo lo vino a arrancar de su amargo dolor asegurándole que recibiría la visita de monsieur Bernier, cirujano del Hôtel-Dieu[28], miembro de la Sociedad de Cirugía y de la Academia de Medicina, profesor de Clínica, etcétera, etcétera. Había corrido a la farmacia más cercana, en la Rue du Bac, y la suerte le había sonreído: ciertamente, monsieur Bernier no estaba a la altura de los Velpeau, Manec[29] o Huguier, pero ocupaba un lugar muy honorable justo debajo de ellos.

—¡Que venga! —exclamó M. L’Ambert—. ¿Y por qué no está ya aquí? ¿Cree acaso que estoy hecho para esperar?

Y se echó a llorar nuevamente. ¡Llorar en presencia de los criados! ¿Puede una simple estocada modificar hasta tal punto el comportamiento de un hombre? A buen seguro, el arma de Ayvaz, al cortar el conducto nasal, había dejado abierto el saco lagrimal.

L’Ambert enjugó sus lágrimas para leer el grueso volumen en doceava que le habían traído de urgencia de parte de monsieur Steimbourg. Era el Chirurgie opératoire de Ringuet[30], excelente manual enriquecido con cerca de trescientos grabados. Monsieur Steimbourg lo había comprado camino de la Bolsa y se lo había enviado a su amigo con el inequívoco fin de tranquilizarlo. Pero el efecto que produjo su lectura fue muy distinto del que cabría esperar. Cuando hubo hojeado las primeras doscientas páginas, cuando vio desfilar ante sus ojos la impresionante serie de ligaduras, amputaciones, extirpaciones y cauterizaciones, dejó caer el libro, se echó en una silla y cerró los ojos. Cerró los ojos y siguió viendo incisiones en la dermis, músculos separados con pinzas, miembros seccionados a golpe de escalpelo, huesos aserrados por manos de cirujanos invisibles. Los rostros de los pacientes, tal y como se veían en los grabados anatómicos, le parecían tranquilos, estoicos, indiferentes al dolor, y se preguntaba si tales dosis de valor podían encontrar alguna vez acomodo en el alma humana. Evocaba especialmente al pequeño cirujano de la página 89, todo vestido de negro, recubierto con una levita con cuello de terciopelo; un prodigioso ser de semblante serio, cabeza redonda y frente despejada, y con un aspecto ciertamente vigoroso, que aserraba cuidadosamente los huesos de la pierna de un paciente ¡vivo!

—¡Monstruo! —exclamó monsieur L’Ambert.

Y en aquel mismo instante vio entrar al monstruo en persona, que se anunció como el doctor Bernier.

El notario reculó hasta el rincón más oscuro de la habitación, abriendo despavorido los ojos y extendiendo los brazos hacia adelante, como para rechazar a un enemigo. Y como si de una novela de Xavier de Montépin[31] se tratase, murmuró con voz ahogada y dientes castañeantes:

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